Cuento de Navidad con Gata Cattana: ¿Cómo nace una poeta?

Laura Casielles | 04 enero 2021 | La mareaY escribe “mi poesía es mi miseria; / mi histeria, mi historia. / Un grito. / Un poco de perpetuidad en un mundo finito”, rompiendo el ritmo esperable de los versos, y casi la oímos cantar.


Al final, pese a las dudas pandémicas, estos días vacacionales duermo en mi cama de adolescencia. Y es en esa cama –viendo en la estantería de enfrente los primeros libros que elegí yo misma y algún peluche ajado– donde leo No vine a ser carne (Aguilar, 2020), la antología de poemas inéditos de Gata Cattana. Poemas y no solo: esta recopilación también contiene relatos, pequeños ensayos, una miscelánea de textos escritos antes de 2016, cuando se publicó el que hasta ahora era su único poemario, La escala de Mohs (reeditado también por Aguilar en 2019).


Gata Cattana se llamaba Ana Isabel García Llorente. Nació en Córdoba en 1991 y murió con solo 26 años, dejándonos heladas a mitad de un paseo, con los cascos puestos. La conocíamos por lo que cantaba, pero antes, o a la vez, o por debajo, era poeta. La que rimaba en papel y la que rimaba en escenarios eran la misma, pero no del todo: “¡Ay! ¡Gata, Gata…! / Esa vulgaridad tuya, / ese argot tan de la calle (…) / Y, a la hora de la verdad, / tan mía / como de nadie; / tan tú / que apenitas yo”, le dejó escrito Ana a su aka.

Muy cerca de esa cama en la que duermo estos días –en la que dormí aquellos años—, dentro de un cajón que tiene pintadas sobre la madera algo desconchada unas ramitas con bayas lilas, yo también guardo los poemas que escribí a los trece, catorce, quince años. Hacía mucho tiempo que no los miraba. Están llenos de rimas fáciles y de palabras grandes y de dramas terribles de los que no me acuerdo, y también de certezas, y de argumentos que suenan a voz de señor porque así se escribe. Abro No vine a ser carne preguntándome si a Gata –si a Ana–, otra niña de provincias de los 90, también le pasaría eso.

Y sí, claro, por supuesto que sí. En estos textos jóvenes, Gata, Ana, está buscando. Y este libro que los recopila es el regalo de abrirnos una mirilla a su proceso: nos asomamos y vemos cómo nace una poeta. Esa poeta que nace, que busca, suena a veces a esa lírica algo forzada que escribimos todas cuando no hemos desaprendido todavía las normas de lo que creímos que tenía que ser. Sílabas que se ve que están contadas, palabras que retumban más de lo que nombran, fines-del-mundo que no son para tanto. Ella misma ironiza, en alguno de estos escritos tempranos, refiriéndose a los más tempranos aún: “Os podéis imaginar… / Influencia de Rosalía, / Bécquer y Byron para más inri”. Pero ocurre también que, de pronto, aparece el relámpago que intuye lo que más tarde se va a saber. Y escribe “mi poesía es mi miseria; / mi histeria, mi historia. / Un grito. / Un poco de perpetuidad en un mundo finito”, rompiendo el ritmo esperable de los versos, y casi la oímos cantar.

Como hemos crecido y se nos han olvidado algunas cosas, hay últimamente mucha polémica sobre la poesía adolescente, y sobre la poesía que leen los adolescentes. Pero tanto a los adolescentes como a la poesía tiende a interesarles, cuando no se mete el mercado por medio, lo que importa. Ana, como toda poeta, como toda adolescente, se pregunta qué es el amor, y por qué el mundo en el que vive es como es, y qué va a pasar el día que se muera. Consciente de que “la juventud es quizás el tiempo de hacerse preguntas, ver la realidad que nos rodea y elegir insignificantes decisiones que guiarán el rumbo aparentemente cambiante de nuestra vida”, intenta definirse por los bordes, por las escapatorias: “Como poco y rápido, como un trámite. / Duermo poco y mal, como un desliz”. Y le preocupa hacerse adulta, porque adulta es esa gente que “se las sabe todas, pero todas todas (…) / El que piensa mal y acierta. / El desconfiado a priori (…) / que te quita las ganas con el es imposible / la cosa está chunga, otros ya lo intentaron”. Por eso, apuesta por el desvío, por la contradicción, por el desafío a esas costumbres que seguimos cumpliendo sin saber muy bien por qué: “Y alzo la voz como un puño / y parece que me enfado / (y no me enfado, es que si no nunca me escucháis)”.

Esa voz alzada, a veces se echa de menos escucharla, cuando se está leyendo a Gata Cattana. Porque cuando más brilla Ana es cuando rapea. Pero este libro se recorre como se recorre una de esas exposiciones en las que, junto a los grandes cuadros, se muestran los bocetos, las fotos, los planos, el camino de pensamiento y de pruebas que llevó hasta un lugar. Así, al leer estos textos ahora, desde el futuro, encontramos huellas de lo que va a venir. “Como Fidias escogía de entre las rocas / la más dócil para darle carne y hueso, / así busco en el lenguaje las palabras que utilizo”: ¿no dice esto también en alguna canción? ¿Y no suena ya a Lisístrata ese otro poema que invoca: “Yo hubiera sido la puta suprema, la Satine, / la Agripina, / nunca Penélope, esa no (…) / Yo hubiera sido Teodora de Bizancio, / Olimpia de Epiro, la madre de Alejandro, / la neurótica, la loca Juana y / la violenta Salomé”?

Sus aliteraciones, sus quiebras del ritmo, su mezcla de calle y de libros ya están ahí. Y si al principio le profesa a la poesía una reverencia marcada por la oscuridad de los románticos –“POESÍA / A ti te quiero triste (…) / Te quiero en el fondo del pozo / A oscuras. Que duela”–, poco a poco la vamos acompañando en una caída del caballo de las idealizaciones que conduce a esa escritura hermana de la acción que la va a caracterizar más tarde: “Ha llegado la hora de engendrar / el más alegre de los cantos (…) / Hay que acabar con el derrotismo / y el lamento estéril / con el ombliguismo y el cinismo / despiadado (…) / Camaradas, / hay que acabar con la poesía triste definitivamente”.

Con la letra redonda de las niñas, Gata escribe Celaya, Unamuno, Luis Felipe y les enmienda la plana. Escribe una lista de sus principios y la termina con una broma. Explica su feminismo naciente a “los y las compañeras de lucha (…) La vieja y la nueva izquierda. La nueva, sobre todo la nueva: mi generación”. Mira a su alrededor y le molesta la farsa, la desconfianza, el egoísmo; va creciéndole en las palabras una mirada crítica que se conjuga en plural: “Somos los desheredaos / de un nuevo orden mundial, / estamos cansaos ya / de tanto veneno / y de un futuro que nos han robao / con sus leyes del mercao”.

Contra la mitomanía

Hay un modo de recordar a las poetas que mueren jóvenes que alimenta un arquetipo paralizante. Como ocurre con las que se suicidan, con las que enferman o enloquecen o desaparecen de la vida pública sin que sepamos muy bien por qué, hay algo en la mitomanía con la que muchas veces se cuenta su historia que tiene algo de lección o de condena para el resto. Por eso, prefiero no leer este libro como homenaje a una poeta muerta, sino como homenaje a las poetas vivas. A las vivas, vivísimas poetas de trece, quince, veinte años, que esconden palabras de sexo y de lucha en sus cajones pintados de bayas lilas. Que están aprendiendo a cantar como aprendemos todas: recorriendo un camino torpe, probando vidas, brillando a veces. Que quizá aún no conocen los nombres de lo que piensan, pero ya están intuyendo lo que les va a importar.

Las imagino ahora mismo en sus cuartos de adolescencia, escribiendo con letra redonda lo que sea que tienen por decir, y este libro me parece un regalo porque nos dice a todos que las respetemos. Y a ellas les dice que atiendan, que a lo mejor una noche de estas pasa a verlas Gata Cattana, fantasma de las navidades pasadas, y les susurra que tiren p’alante, que lo están haciendo bien, que no se preocupen que ya luego la cosa mejora. Que aquí no han venido a ser carne: ni de la que se pone en venta en los escaparates, ni de la de cañón que alimenta a las maquinarias. Que han venido a vivir y a cantar. Y que, si lo hacen, lo mismo dentro de veinte años sus contemporáneas van a encontrar en sus huellas una manera de entenderse mejor.

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