Sara Ferreiro Lago | El Salto. La teoría queer es presentada en ocasiones como una amenaza a la emancipación de las mujeres por cuanto pone en cuestión al sujeto político del feminismo. Sin embargo, evitar la pregunta sobre cómo se construye el “nosotras, las mujeres” promueve la naturalización de las exclusiones en el movimiento.
El 22 de febrero del 2020 el 85% de la militancia de Izquierda Unida (IU) decidió, mediante una votación, expulsar de su organización al Partido Feminista de España (PFE). Este partido había sido liderado desde su fundación por una histórica feminista, que formó parte de la resistencia contra la dictadura franquista y llegó a ser torturada por Billy El Niño. En IU justifican la decisión basándose en que el PFE se ha pronunciado públicamente contra los acuerdos programáticos y ha mantenido posiciones contrarias a las aprobadas en los órganos del partido. En las redes se acusa a PFE y a su líder de transfobia. Mientras tanto, personas que han conocido la trayectoria de Lidia Falcón se preguntan: ¿cómo es posible que hoy la acusen de LGTBfobia si se opuso durante el franquismo a la Ley de Peligrosidad Social y se ha posicionado históricamente del lado de diversas reivindicaciones de lesbianas, gais y bisexuales?
Lo que ha sucedido en este tiempo es que Lidia Falcón ha librado una batalla encarnizada (o quizá debería decir simbólica) contra la denominada teoría queer que constituye, a su juicio, un auténtico peligro. La amenaza que encuentra en esta teoría es, ni más ni menos, que conduce al asesinato de la categoría “mujeres”. A su modo de ver, en un acto de violencia machista conceptual, la teoría queer (con la ayuda del pernicioso transfeminismo), quiere acabar con la existencia de esta categoría fundamental para la lucha feminista.
El interés de Butler no es declarar muerto al sujeto político del feminismo, ni acabar con él, sino atender a cómo se construye y a quién deja fuera.
Ante una amenaza de tal envergadura, Falcón ha considerado necesario sacar la artillería pesada y combatir contra los que promueven esta ideología, promovida por lo que denomina “lobby trans” y “lobby gay”. Con el objetivo de proteger a “las mujeres” de estos supuestos lobbies (que a su juicio traman su extinción) ha llegado a denominar “niño” a Elsa, la niña trans que intervino en el Parlamento extremeño, o “mujeres con barba” a los hombres trans. Para Falcón, el fin justifica los medios y todo vale para conseguir su objetivo, incluso arremeter contra colectivos históricamente discriminados. Pero, ¿realmente la teoría queer y el transfeminismo quieren terminar con “las mujeres”?
El debate entre Benhabib y Butler sobre el sujeto político del feminismo
Esta pregunta, que reaparece hoy con fuerza, tiene sus raíces en debates que cuentan ya con tres décadas de historia. Uno de los enfrentamientos conceptuales más interesantes para repensar esta cuestión es la discusión entre Seyla Benhabib y Judith Butler en un libro publicado en 1995: Feminist Contentions.
Benhabib señala en dicha obra que cualquier teoría feminista que pretenda ser emancipatoria necesita presuponer desde el principio un sujeto, identificado como “mujeres”, y señala lo siguiente: “Quiero preguntar cómo sería incluso pensable, de hecho, el proyecto mismo de la emancipación feminista sin un principio regulativo de acción, autonomía e identidad”. Por ese motivo se posiciona contra la que denomina “tesis fuerte de la muerte del sujeto” que atribuye a Butler.
No obstante, el interés de Butler no es declarar muerto al sujeto político del feminismo, ni acabar con él, sino atender a cómo se construye y a quién deja fuera. A su juicio, puesto que la identidad se basa en la diferenciación, siempre habrá una exclusión que surja de su constitución. Esta exclusión puede ser entendida como contingente o puede ser naturalizada, como sucede en aquellas teorías que postulan un sujeto identitario estable como un principio incuestionable de la acción política. La autora estadounidense asume que siempre que se habla en nombre de “las mujeres” puede haber una falla en la representación, por eso defiende que el debate sobre cómo se configura el sujeto del feminismo quede abierto a la discusión.
Debemos tener en cuenta que la unificación del sujeto feminista bajo un elemento común e incuestionable puede generar facciones dentro del movimiento, sobre todo cuando no se tiene presente la cuestión de la interseccionalidad.
Algunas teóricas feministas, como Benhabib, han visto en este intento de reproblematización permanente de la construcción del sujeto de la lucha feminista una conspiración contra las mujeres que apenas ahora empezaban a hablar por sí mismas, tras una época en la que quien decidía qué significa ser mujer eran fundamentalmente los hombres. Cabe señalar, sin embargo, que determinar qué se busca decir con este “hablar por sí mismas” resulta sumamente problemático: ¿quién puede hablar en nombre de las mujeres? ¿Desde qué lugar habla? ¿En qué idioma lo hace?
Butler no cuestiona la necesidad política de hablar como y para las mujeres, y hacer reclamos en su nombre, de acuerdo al modo en el que funciona la política representativa. No obstante, afirmará que esa representación tendrá sentido para el feminismo únicamente cuando el sujeto de la lucha feminista no se dé por sentado en ningún aspecto. Debemos tener en cuenta que la unificación del sujeto feminista bajo un elemento común e incuestionable puede generar facciones dentro del movimiento, sobre todo cuando no se tiene presente la cuestión de la interseccionalidad, es decir, que el género se entrecruza con modalidades raciales, de clase, étnicas, sexuales, etc. A principios de los años ochenta, por ejemplo, el “nosotras” feminista fue justamente atacado por las mujeres negras que afirmaban que el “nosotras” era invariablemente blanco, y que ese “nosotras” que debería solidificar el movimiento era el origen mismo de una dolorosa división.
Si tenemos miedo a que al no disponer de un sujeto feminista fuerte, unívoco e incuestionable, el feminismo colapsará, debemos pensar si merece la pena reproducir las mismas premisas que han tratado de asegurar nuestra exclusión históricamente.
La exclusión que denunciaron esas mujeres negras, que no eran reconocidas como sujetos del feminismo y sistemáticamente veían cómo las violencias específicas que sufrían no eran atendidas por el movimiento, es equiparable a la que denuncian en nuestros días las mujeres trans a raíz de comunicados del PFE.
Las divisiones entre las mujeres acerca del contenido del término o sus reivindicaciones deberían ser reconocidas puesto que pueden dar pie a nuevas resignificaciones que nos permitan ampliar las posibilidades sobre qué significa ser mujer.
Si tenemos miedo a que al no disponer de un sujeto feminista fuerte, unívoco e incuestionable, el feminismo colapsará, debemos pensar si merece la pena reproducir las mismas premisas que han tratado de asegurar nuestra exclusión históricamente. Si hemos criticado cómo ciertos movimientos políticos no tenían en cuenta a las mujeres, nosotras no deberíamos reproducir ese mismo error en el seno del movimiento político feminista.
El PFE tiene hoy todo el derecho a cuestionar la legitimidad de su expulsión de IU pero tiene que ser consciente de que esa práctica de exclusión no le es ajena. Si nos oponemos a la reducción de la pluralidad de voces en los colectivos políticos, tenemos que hacer una reflexión sobre cómo nuestras prácticas pueden estar reproduciendo aquello que queremos poner en cuestión.