GABRIELA WIENER | El País. Un coronavirus es una familia inesperada, la unión de organismos insignificantes e interdependientes, los virus, que se agrupan a partir de otros “agentes” igual de incompletos, se ensamblan y se hibridan para propagarse y subvertir el orden.
¿Y qué si esa es la gran lección por aprender? Porque esas familias se parecen a muchas que conozco: formadas por seres leídos como abyectos, improductivos, marginales, pero que en conjunto actúan de manera infecciosa sobre la familia tradicional que conocemos, es más, quieren abolirla: a esa del mandato bíblico y biológico, clasista, despolitizada, nada diversa. A esa cuyo fin es la acumulación y la propiedad privada, y que ha sido tan útil al control social.
La cuarentena solo ha sido la extensión de esa habitación del pánico, de esa estructura llamada familia que te encierra con maltratadores. Convierte tu casa en teleoficina, el núcleo desde el que seguir siendo todo lo productivos que nos quiere el sistema y pedir pizza a un migrante explotado. O te elimina de las calles y de las luchas, que son otras formas de hermanarnos más allá del parentesco.
Si salimos de esta, tenemos dos opciones. O transitamos hacia esa tramposa “nueva normalidad” y con el nuevo poder operando, el gran hermano abrirá más que nunca el obturador sobre nuestros cuerpos, nuestras camas, nuestros nidos, nuestres hijes. O cambiamos de estrategia y al salir de la cuarentena empezamos a salir de ese otro confinamiento: la familia como la conocimos.
Quiero imaginarnos como parte de poderosas colmenas de criaturas liberadas que dependen entre ellas para su subsistencia; nuevas unidades familiares elegidas en las que colectivizar cuidados y recursos, apoyarse mutuamente para autogestionar la supervivencia del enjambre. Serán las disidencias, que llevan mucho tiempo anidando en la diáspora, intentando vivir radicalmente, pese al estigma, las que vuelvan a recordarnos la urgencia de viralizar el sueño de la tribu.