Begoña Pernas y Marta Román | EL TOPO TABERNARIO • 7 MARZO, 2016. ¿Qué hay detrás de la importancia actual del término «economía de los cuidados»? ¿Y qué tiene que ver ese término con la planificación de las ciudades?
Es importante hacer notar que el foco se ha puesto en los cuidados cuando estos han entrado en crisis. Es decir, cuando no ha podido darse por sentado que las mujeres iban a especializarse en el cuidado de la familia, asegurando la calidad de la vida privada, y atendiendo a aquella esfera de la vida humana sin la que la especie no puede sobrevivir: alimentar, limpiar, cuidar de los niños pequeños, ancianos y enfermos, amar, enterrar a los muertos, mantener los lazos familiares o vecinales, rezar o hacer gestiones burocráticas, etc. Una esfera heterogénea, pues comprende casi todo lo que queda —o quedaba— fuera de las relaciones mercantiles y de la producción industrial; bien porque no es fácilmente convertible en mercancía —como el amor de una madre—, bien porque satisface necesidades que incluyen, necesariamente, elementos emocionales de convivencia no programables e impredecibles.
Incluyen, sobre todo, el más imprescindible de los ingredientes: el sentido. Hay sentido en las acciones del cuidado porque estas se producen entre desiguales, obviando el mundo de la competencia y el intercambio. La desigualdad, temporal o definitiva, no implica aquí una deficiencia, una falta de valor. La dignidad de la dependencia se da solo en esta esfera de la vida social, en la que todos, antes o después, nos encontramos.
Por lo tanto, el mundo de los cuidados, que solía llamarse trabajo doméstico, se ha visto amenazado por las fuerzas contradictorias del cambio social: el avance de las relaciones capitalistas —que individualiza todas las relaciones— y la voluntad de las mujeres de existir en otros ámbitos que los de la familia, su incorporación a la fuerza de trabajo desde los años setenta. Las estrategias para sobrevivir a esta crisis son muchas y todas incompletas, además de injustas: la reducción del número de hijos (y de horas de cocción de las comidas, de relaciones de vecindad, etc.); la sobrecarga de trabajo para las mujeres, a pesar de la inclusión masculina en las tareas domésticas —lo que curiosamente las eleva de categoría, de ahí que se hable de «economía de los cuidados»—; la ampliación de horarios de la ciudad (que a su vez recae sobre los turnos y jornadas de los y las trabajadoras); el mercado de servicios (que siempre favorece a las rentas altas). Una crisis silenciosa, que se expresa en cansancio generalizado, sacrificios personales y demandas al Estado, que este no cubre por insuficiencia económica o porque el tipo de necesidad no encuentra acomodo en la atención burocrática o la prestación de un servicio (basta pensar en la soledad de los ancianos o las enfermedades crónicas).
¿Qué tiene esto que ver con las ciudades? Las ciudades tradicionales, densas y mezcladas, permitían que las necesidades sociales fueran cubiertas de forma compleja: cuidado, trabajo, consumo, juego, seguridad, se producían (o se enfrentaban) en espacios pequeños, en las calles o barrios, de manera que podían satisfacerse (o entrar en conflicto) simultáneamente y en contacto unas con otras. Las ciudades contemporáneas, zonificadas, extendidas y motorizadas, donde la privacidad gana terreno a los espacios comunes, rompen esos lazos: se trabaja, se vive, se aprende o se conversa en lugares especializados, separados unos de otros y en contacto solo con el grupo que tiene la misma necesidad.
Cuando la ciudad se simplifica, repartiendo sus piezas en el territorio, cada persona deberá satisfacer sus necesidades en lugares dispersos y sucesivos, perdiendo en el camino tiempo y energía (las ciudades modernas son cronófagas), y muchas capas de sentido… En las nuevas ciudades empresariales, uno solo puede ser un empleado; en los nuevos desarrollos de vivienda —cuyo tamaño, monotonía y vaciado del espacio público producen una hipertrofia de la vida privada—, uno solo podrá residir: ni participar, ni divertirse, ni jugar en la calle, etc.
La crisis de los cuidados es una crisis energética y de sentido. Para cuidar hacen falta muchas personas variadas y a menudo espontáneas (por ejemplo, para producir seguridad en las calles o educar a los niños), además de proximidad y tiempo: exactamente las tres dimensiones interdependientes que los nuevos barrios y ciudades han destruido o complicado. ¿Por qué ese desprecio a bienes tan preciados? Porque no son comercializables y porque se basan en la dignidad de la dependencia y de la desigualdad, dos valores que nuestra sociedad del intercambio y la autonomía no contempla.
El origen de la palabra cuidar es pensar, cogitare, un acto de reflexión que incluye al otro en los propios cálculos. La ciudad no debe hacer otra cosa si quiere revertir esta crisis que tensa y resta calidad a nuestras vidas. Debe pensar, es decir, incluir las necesidades en su planificación, y actuar en consecuencia con tres enfoques:
Primero, concebir las relaciones entre piezas antes que en las piezas sueltas. Construir un equipamiento o un grupo de viviendas preguntándose quién lo va a usar y a mantener, cómo se llega a él y qué aporta y detrae de la vitalidad urbana.
Segundo, incorporar la complejidad en la planificación para hacer la vida más sencilla a las personas que cuidan. La simplificación del proceso de planificación, buscando soluciones rápidas, baratas, estandarizadas o fáciles de gestionar, genera vidas muy complejas para quienes tienen que habitar esos espacios. Todo aquello que se ahorra en las fases iniciales de diseño y planificación urbana es pagado con creces por quienes tienen que dedicar su tiempo, su esfuerzo o su dinero a unir lo que está troceado, inconexo y sin sentido.
Tercero, volver a pensar las relaciones entre lo público, lo privado y un tercer ámbito que ha sido empobrecido, cuando no totalmente barrido, siendo como es imprescindible para satisfacer necesidades de forma igualitaria: se trata de la red social física, las relaciones por proximidad de diversas organizaciones locales y del vecindario. Para retejer redes rotas, la ciudad puede aportar la calidad del espacio público, el calmado de tráfico, las viviendas de configuración y rentas heterogéneas, la promoción de usos múltiples de los equipamientos y el comercio de proximidad, la densificación de la ciudad dispersa, la participación ciudadana. Una tarea colectiva que tiene que partir de lo existente para construir una ciudad más habitable, que no cargue sobre una parte de la población el cuidado de todos.
por [Begoña Pernas y Marta Román]
GEA 21. Grupo de Estudios y Alternativas