VIRGINIA MENDOZA | Yorokobu. Dos personas se miran; ambas quieren iniciar una acción pero no se atreven. Así que se mantienen en silencio hasta que una da el primer paso. Los yaganes de Tierra del Fuego tienen una palabra para resumir lo que ocurre durante estos segundos: mamihlapinatapeiel. Si la que da el primer paso ha sentido el deseo irrefrenable de besar a la otra, esa sensación sí podemos nombrarla: basorexia. Si fueran japoneses, uno de ellos hablaría de koi no yokan: no es un amor a primera vista, pero intuye que, si se deja llevar, se va a enamorar. No todos pueden sentir cualquier emoción, y no todos pueden nombrarlas, porque tanto las emociones, como las palabras que las nombran, responden a distintas culturas afectivas. De ahí que la mayoría de términos y expresiones que engrosan las listas de palabras intraducibles correspondan a sentimientos.
JUAN DÍAZ-FAES |
Defectos del alma
Las emociones, las pasiones, cargaron durante siglos un estigma. Platón, Aristóteles y Kant fueron los primeros en considerarlas defectos del alma. Un alma que, en cada cultura, se ubica en un punto exacto del cuerpo. Un cuerpo que, a su vez, es una construcción cultural.
El cirujano francés René Leriche definió en el siglo XIX la salud como «el cuerpo en el silencio de los órganos». Los órganos hablan con emociones que no se entienden de la misma manera en todo el mundo. En unas culturas hablan más que en otras. Para los bosquimanos !Xam, por ejemplo, sentir la herida de un antepasado era la premonición de que su espíritu se estaba acercando.
El corazón, el estómago y el hígado son los órganos en los que la mayoría de los grupos han encontrado el origen de las pasiones. Para los ilongots de Filipinas y para los candoshi de la Amazonía, es el corazón el que determina la emoción. Para los pintupis australianos, el estómago es el centro emocional. Los chewongs de Malasya y los elemas lo encuentran en el hígado. De todos ellos, parece que hemos preferido no elegir: decimos chorreando sangre o escupiendo bilis, echamos el hígado cuando estamos agotados; el corazón se parte y se rompe; lo que nos afecta nos llega al hígado; sentimos en el alma el dolor ajeno y utilizamos, para hablar de la tristeza, una palabra griega que significa «bilis negra»: melancolía. Esa persona que adoramos puede ser tanto la niña de nuestros ojos como de nuestras entrañas.
La antropóloga Noemí Villaverde escribe en su libro Una antropóloga en la luna que la mayoría de las sociedades humanas no aluden a sus emociones en relación al cuerpo o la mente, «sino que describen lo que ocurre en su entorno y en sus relaciones». Las relaciones, como determinó Catherine Lutz en Unnatural Emotions, no tendrían significado si las personas no se relacionaran con otras personas o situaciones. Incluso aquellas emociones que se consideran íntimas, propias, personales, están determinadas por el otro: la ira, la pena, la vergüenza, no podrían sentirse sin los otros ni sin sus mandatos y tabús.
En Las pasiones ordinarias, David Le Breton afirmaba que «la emociones que nos atraviesan y la manera en la que repercuten en nosotros se alimentan de normas colectivas implícitas». Para Breton, las emociones no son más que «emanaciones sociales asociadas a circunstancias morales y a la sensibilidad particular del individuo». No son espontáneas porque están ritualizadas, el individuo las reconoce en sí mismo y varían su vocabulario.
Culpa y vergüenza
Los descubrimientos de Lutz en Ifaluk, en el Pacífico Norte, muestran esta retroalimentación: si song es una ira justificada y grupal, metagu es una mezcla de miedo y ansiedad que siente un transgresor moral dentro del grupo. De él se espera que pida disculpas. Ambas son complementarias.
Aunque Ruth Benedict las mostraba como opuestas, la culpa y la vergüenza están igualmente relacionadas. Eso se debe, en parte, a la asociación que se establece entre pudor y justicia. Esta asociación es evidente en el castigo que Zeus impone a Prometeo. En Ser o no ser (un cuerpo), Santiago Alba Rico argumenta que lo que Zeus envió a los hombres fue tanto la «vergüenza de ir a morirse» como la justicia.
Por eso es habitual tratar de influir en las emociones ajenas y por eso se acude a expresiones como «¿no te da vergüenza?» o «la culpa es tuya», con las que se instruye al otro sobre lo que por norma grupal, no siempre tácita, debería sentir. Y si la otra persona no es capaz de sentir lo que culturalmente le pertenece, el resto se encargará de ocupar su papel a través de la vergüenza ajena. Es tal la relevancia de ambas emociones a nivel cultural que algunos autores establecen dos tipos de sociedades: las de la culpa y las de la vergüenza. «La vergüenza sabe que para librarse del cuerpo tiene que librarse de la gente», escribe Alba Rico.
«Las emociones son también algo social, cultural, porque nuestro cuerpo, nuestra mente, no existe sin los otros. No puede existir de manera completa individualmente», explica Noemí Villaverde. Para esta antropóloga, las emociones no solo son culturales, también se trata de construcciones sociohistóricas que están «agarradas a las modas». Para explicarlo, pone este ejemplo: una persona !kung que llega a la ciudad ha dejado de sentir el temor por los pasos de cebra que afligían a sus antepasados.
En la misma línea, Purificación Heras, antropóloga y profesora de la Universidad Miguel Hernández de Elche, explica que «las emociones están mediadas culturalmente». Pero aporta un matiz: «En este caso, la mediación se refiere fundamentalmente a cómo se expresan y se gestionan. ¿Es posible que no le duela a una madre la pérdida de un hijo? No lo es: pero se gestiona de manera distinta dependiendo de la cultura».
«Clifford Gertz cuenta que la cultura sirve de tamiz para aquellas circunstancias que son demasiado dolorosas, hasta tal punto que podemos desmayarnos por un trauma moral. Nancy Sheper Hugues, por su parte, habla de la «economía política de las emociones». Más allá de la cultura, Sheper habla de «condiciones de existencia» que estarían determinando esa gestión emocional. «Se siente hasta donde se puede y se gestionan de acuerdo a las circunstancias», resume Heras.
Cuando se habla de inteligencia emocional, dice Villaverde que lo que realmente se revela es una incapacidad para interpretar las emociones porque hemos antepuesto el autocontrol. Pero no siempre es dominable. Por eso, «hablamos de que lo sentimos porque está «a flor de piel». «La piel aquí florece, resalta de manera positiva. El cuerpo se hace protagonista. Cuando se nos quedan cortas las palabras, el cuerpo es el que habla de emociones», explica.
Sin contexto cultural, no hay manera de entender las emociones. «Solo pueden ser entendidas, como diría Geertz siguiendo a Weber, en la red de significados en la que se encuentran», explica Antonio Miguel Nogués, antropólogo y profesor de la UMH. Explicar las emociones y obviar el contexto cultural en el que acontecen puede llevarnos a errores porque «el llanto de un bosquimano no puede ser entendido en función de lo que nos hace llorar a nosotros. Solo podemos distinguir un guiño de un tic indagando en la cultura y comprometiéndonos con el mundo que nos rodea y nos identifica como grupo», añade.
Ni siquiera una sonrisa significa lo mismo en todas partes. En China puede ser una máscara de la ira, donde esta no está bien vista. En Japón se utiliza en situaciones penosas para aislar a los otros de una emoción que no debería afectarles porque no les pertenece. Igual ocurre con las lágrimas: los maorís han sido tradicionalmente expertos en el llanto forzado, que para ellos no implica dolor ni pena. Para otras sociedades, llorar al saludarse, incluso con gritos y golpes, es la forma en la que demuestran la alegría del reencuentro.
El léxico, escribe Le Breton, «organiza la experiencia del grupo» y «alimenta el discurso». Hay un vocabulario propio de cada cultura afectiva cuya traducción a otros idiomas es muy costosa, si no imposible. La saudade portuguesa nunca será nostalgia y el amae japonés nunca significará amar. Del mismo modo, en algunas lenguas africanas estar triste y enfadado se puede expresar con la misma palabra. En inglés, en francés y en castellano se dan varias expresiones que relacionan la ira con el fuego, el calor y el estallido. En otras culturas, esta asociación carecería de toda lógica porque en ellas la ira nunca se desata, sino que se esconde. La ira no tiene palabras entre los esquimales utka. Para algunos antropólogos, ni siquiera la sienten. Para otros, es más una cuestión de miedo que de ausencia: hay grupos que evitan nombrar aquello que temen.
La toska rusa es quizá una de las emociones más inclusivas, puesto que en ella tienen cabida la angustia, el dolor de alma, la ansiedad, el desamor, el hastío y el aburrimiento, entre otras. Aquí cabría lo que se ha planteado como emociones fractales, es decir, aquellos sentimientos opuestos que podrían complementarse dando lugar a una única emoción. Aquí tendría su equivalente en el cliché sentimientos encontrados.
Aunque se corre el riesgo de caer en la simplificación y el etnocentrismo: lo que para unos es fuente de tristeza para otros no lo es o no se manifiesta de la misma forma. A menudo, estas diferencias pueden parecer meras curiosidades, pero no solo ayudan a entender la cultura afectiva de los otros, sino que en algunos casos podrían llegar a salvar vidas. Cuando los kainkangs de Brasil instan a los suyos a «encolerizarse» con alguien, lo que están pidiendo es el asesinato de aquel que los enfada.