Francesc Llorens | Medium. Una de mis áreas de reflexión es la relación entre la tecnología y la educación, en sentido extenso. Y uno de los mantras de estos años (parece que ahora algo nublado) es la importante influencia de la primera en la segunda. Quisiera explicar cómo entiendo este problemático matrimonio.
Es una cuestión de hecho que las tasas de evolución de la tecnología y la educación han cesado de converger, si es que alguna vez lo hicieron. Desde el siglo XIX, el cambio tecnológico se ha acelerado exponencialmente — en sentido literal — mientras que los cambios educativos siguen funcionando con la lentitud de un reptil adormilado. Es posible, por ejemplo, entender los procesos de innovación y producción industrial en términos de ‘cola larga’ (long tail), como señalan Chris Anderson o Eric von Hippel. En cambio, ello no es evidente en educación. Esta solo acelera después de la tecnología y, además, por el efecto de arrastre que los intereses económicos ejercen sobre ambas, tal se ha visto en el último lustro con el fenómeno MOOC y el learning analytics.
Cuando, para dar sostén a una supuesta disrupción educativa, se promueve cualquier artefacto creado por la industria a medio de aprendizaje, se está en riesgo de eso que a principios de este siglo se llamó la “pedagogía de los artefactos”, esto es, un modelo de actividad educacional con mucha parafernalia técnica y pobre contenido en crítica.
¿Y, qué sucede con los intereses económicos? Sería ingenuo suponer que lobbies y grandes grupos industriales y financieros — piénsese en sectores como alimentación, energía, medicamentos, comunicaciones o editoriales — , van a dejar de intervenir en la decisión sobre lo que se investiga y lo que se produce. Ahora, y en los próximos diez años, la inversión pública en investigación seguirá fuertemente desequilibrada entre los países europeos. Tal desequilibrio nos alejará de una Europa de la solidaridad en materia de competencia tecnológica y en investigación productiva.
La inversión de España en I+D+I había disminuido en 2014 hasta el 1,3% del PIB, más de dos veces por debajo de Alemania y Francia y casi tres veces por debajo de Finlandia y Suecia.
El potencial innovador español, según el índice Altran, se halla estancado y lejos del objetivo del 3% fijado por la UE para 2020. Frente a una drástica caída en la participación del Estado en la financiación de la educación y la investigación, puede esperarse, en cambio, un incremento de la participación privada — lo que incluye la subvención pública a la esfera privada — , en becas, títulos, cátedras y líneas de investigación que determinarán que las preguntas quién investiga, qué se investiga y con qué fines no respondan al diseño de Europa en términos de cohesión y solidaridad, sino a aquellos intereses dirigidos por grupos ajenos por definición al significado de estos conceptos, incluido el excelso concepto de ‘educación’. Toda cambio real procederá de movimientos orientados a mantener los anteriores indicadores dentro de márgenes del interés económico.
Así las cosas ¿qué es un ‘cambio’? Podemos considerar la noción de cambio desde dos puntos de vista: uno, como algo cuyas condiciones de ocurrencia se han definido perfectamente a priori, generalmente en un modelo, de modo — se dice — que pueda identificarse el cambio allí donde tenga lugar. Esta es una visión sustantivada del cambio, pues se hace corresponder este con un estado de cosas objetivo. O podemos concebirlo como una tendencia o pulsión capaz de modificar nuestras prácticas. Esta es una visión dialéctica del cambio. La idea sustantivada de cambio es deductiva: prescribe el cambio desde el modelo. La idea dialéctica de cambio es más inaprensible, borrosa y ‘desorientada’. Me gusta pensar la idea de cambio en el segundo sentido. Recuerdo ahora la praxiseducacional de Paulo Freire, descrita, precisamente, como aquello que transforma una tendencia en un cambio. De acuerdo con este concepto, la dirección de un cambio real va del segundo sentido al primero: he ahí lo que supondría un auténtico ‘cambio educativo’. Sin embargo, una cosa diferente es el ‘cambio pedagógico’, que prescribe el cambio de manera performativa, afirmando que este ya ha ‘sucedido’, puesto que se halla formalmente acomodado en una teoría. De esta manera se han decretado en los últimos años conceptos como la disrupción, el multitasking, los nativos digitales, la clase invertida o la producción de narrativas transmedia.
Que haya personas, grupos, comunidades, practicando en el segundo sentido no implica que un sistema socioeducativo consolide un auténtico cambio en el primero.
A mi juicio, la interpretación correcta de la ecuación es : economía > tecnología > educación. Si se busca una nueva escuela deben identificarse e institucionalizarse los elementos capaces de intervenir en la dialéctica social conducente a convertir tendencias en cambios; en otras palabras: fuerzas. Y, lamento decirlo, ahí la pedagogía no me parece un sujeto autorizado. Entiéndaseme bien: cuando digo ‘no autorizado’ no lo hago sustrayéndole su potestas o legitimidad para emitir teoría, sino solo en el sentido de constatar que no tiene el suficiente poder, la suficiente energía para superar el umbral establecido por los dos conceptos que le anteceden en la ecuación: la pedagogía contemporánea no tiene capacidad para resetear el sistema educativo.
Defiendo que la escuela no transforma hoy a la sociedad, como se nos aseguraba en el pasado y como rezan los eslóganes, sino que sucede al revés: es la sociedad la que transforma a la escuela, haciéndola a su imagen. Del mismo modo, no creo que la inyección en el sistema educativo de más tecnología — en sentido amplio: incluyendo esas presuntas habilidades a que su dominio daría lugar, por ejemplo, el renacido interés por la programación de código — vaya a dotarla de nuevo de ese componente integral que tuvo en los tiempos de la paideia griega. No es que la escuela ya no me parezca un ideal de transformación: es que el cambio educativo ni siquiera se asemeja a esa forma débil de la utopía denominada bildungsroman: una ‘novela de formación’ en la que un espíritu inquieto y heroico superaría los ritos de paso que enriquecerían su vida a través de experiencias, convirtiéndolo así un individuo inteligente y emocionalmente maduro.
Tengo la impresión, pues, para concluir, de que el esperado cambio educativo no está en manos de los educadores, por bienintencionadas que sean — y lo son — sus prácticas, consideradas en tanto ‘tendencias’. Y que el recurso a la tecnología, a probar todas las herramientas, todos los servicios digitales, todas las novedades, a producir literatura sobre cualquier nuevo tecnofacto, no conduce sino a mantener al sistema educativo preso, recursivamente preso, de los intereses extraeducativos — podríamos aquí extendernos sobre los #datos, por ejemplo — . A ver si empezamos un día siendo modernos para acabar otro siendo tontos. Apostar a ultranza por la tecnología no es el camino: no es el camino, por cierto, que han tomado las sociedades mejor educadas de Europa — o, por lo menos, las que nos hacen pasar por tales, pues algunos de sus indicadores sociológicos no son nada envidiables — que, como las nórdicas, combinan la tecnología en dosis justas con los sistemas tradicionales basados en la presencia física, el respeto a través del reconocimiento social del docente, su alta cualificación e implicación, la participación de la escuela en entorno inmediato — se precisa un fuerte trabajo sobre la identidad próxima de los centros, frente a una vaga identidad lejana, que parece querer fundamentarse sólo en su presencia en Internet a través de cuentas en redes y páginas corporativas — , trabajos en común, lectura de libros, música, actividades al aire libre, recuperación de tradiciones propias, conocimiento de las ajenas y espacios de desarrollo de la creatividad individual.