Alba Rico. Ocurre a veces que, en el medio del camino de la vida, usted se mete sin querer en otro cuerpo y contempla desde él un zapato roto. Dentro del zapato roto hay también una familia rota y una montaña rota y un mundo roto. Nunca se había fijado en que la línea que usted creía un orden era en realidad una fisura o una grieta que recorre, cada vez más deprisa, la cintura del planeta. Desde ese nuevo cuerpo -el de un extraño con el que se cruza en el metro- se ve a sí mismo, dentro de dos años, sin trabajo, sin coche, sin amigos, despreciado por los mismos que hoy (camareros, policías, vendedores) apuntalan desde fuera su importancia. Y de pronto siente usted un miedo angustioso.
Pero desde ese cuerpo nuevo contempla también otro mundo posible, el atisbo de un cambio radical, de un amor más intenso, de una verdad más profunda, de una felicidad más pura, de una modestia común, de una línea que sujete, y no quiebre, la cintura del planeta. Y de pronto siente usted una esperanza eufórica. Y ve, en el zapato roto, la posibilidad aún de hacer un gesto.
No haga ese gesto.
Agite la mano con desdén, sacudiendo al mismo tiempo los hombros, mientras retrocede rápidamente hasta su propio cuerpo. Suspire un instante con alivio, hinche el pecho, estreche bajo su axila el maletín. Pero sienta aún, para aumentar el suspense, un ligero escozor de duda, una última vacilación.
Acuérdese entonces con un sobresalto de que, al salir de casa, ha dejado abiertas las ventanas. Corra y corra -rentabilizando sus años de gimnasio- y suba de tres saltos las escaleras.
Cierre una por una todas las ventanas.
Justo a tiempo.
Piense: “Esta noche no entrarán los vampiros”.
Tampoco entrará volando el papelito con la hora de su cita con la historia.
Siéntase tranquilo y vacío.