Alba Rico. Se presentó ayer la obra más reciente de Karl Marx, el conocido autor alemán afincado en Inglatera. Titulada El Capital , es el resultado de largas investigaciones históricas y económicas orientadas a demostrar dos tesis tan singulares que a la mayor parte de los lectores se les antojarán disparatadas. La primera sostiene que lo que va mal en el mundo no tiene nada que ver con la codicia, el egoísmo o la crueldad sino con un orden pseudonatural que penaliza o hace inútil la bondad. La segunda pretende que este orden -que Marx llama “capitalismo”- no se define por la producción de riqueza sino por una relación desigual entre los hombres, incompatible con la supervivencia de la sociedad y de la naturaleza. Expuestas con algún talento (admitamos la potencia hilarante de algunas notas), estas dos tesis llevan pendiente abajo a una conclusión demencial: la de que la única forma de evitar la destrucción planetaria es devolver sus propiedades, y con ellas el control político y económico, a los ciudadanos.
Que no teman los poderosos. Si la verdad y la razón moviesen a los hombres, el nuevo libro de Marx haría temblar todas las Bastillas del mundo. Pero el capitalismo es también un orden mental. A nosotros nos mueve la libertad. Las cosas van mal, ¿y qué? Nadie puede obligarnos a comprender; nadie puede obligarnos a mejorarlo. Somos libres de preferir el paro, la enfermedad y la guerra a la lectura de este tocho insoportable. Tenemos derecho a elegir libremente la catástrofe si las única alternativas son el tediosísimo estudio y la fatigosísima lucha. No vale la pena prohibir o censurar El Capital : las verdades que contiene son incompatibles con nuestra libertad de suicidarnos y nadie les prestará atención. En cuanto a sus errores, mantendrán ocupada a la izquierda durante años en interminables conflictos de pureza y ortodoxia.