Un fragmento de Ciudades Rebeldes de David Harvey.
La ciudad, observó en una ocasión el famoso sociólogo urbano Robert Park, es «el intento más coherente y en general más logrado del hombre por rehacer el mundo en el que vive de acuerdo con sus deseos más profundos. Pero si la ciudad es el mundo creado por el hombre, también es el mundo en el que está desde entonces condenado a vivir. Así pues, indirectamente y sin ninguna conciencia clara de la naturaleza de su tarea, al crear la ciudad el hombre se ha recreado a sí mismo». Si Park estaba en lo cierto, la cuestión de qué tipo de ciudad queremos no puede separarse del tipo de personas que queremos ser, el tipo de relaciones sociales que pretendemos, las relaciones con la naturaleza que apreciamos, el estilo de vida que deseamos y los valores estéticos que respetamos. El derecho a la ciudad es por tanto mucho más que un derecho de acceso individual o colectivo a los recursos que esta almacena o protege; es un derecho a cambiar y reinventar la ciudad de acuerdo con nuestros deseos. Es, además, un derecho más colectivo que individual, ya que la reinvención de la ciudad depende inevitablemente del ejercicio de un poder colectivo sobre el proceso de urbanización. La libertad para hacer y rehacernos a nosotros mismos y a nuestras ciudades es, como argumentaré, uno de los más preciosos pero más descuidados de nuestros derechos humanos. ¿Cómo podemos entonces ejercerlo mejor?