«Comunidad» es hoy una de esas palabras que suscitan consenso emocional. Emocional y positivo. Aunque uno debería preguntarse, cuando dos personas la usan en la misma conversación, si realmente quieren decir la misma cosa.
David de Ugarte | El correo de las Indias
Pocas palabras han devenido tan polisémicas como «comunidad». Si en su origen medieval constituyó el sustento de las primeras formas de soberanía democrática, a partir de la revuelta comunera de 1520 el término se haría sinónimo de rebelión y revuelta asamblearia. Con esa acepción lo usa Quevedo y hasta cierto punto, el sutil y siempre crítico Cervantes.
La Encliclopedia de Diderot y D’Alembert recuperará su significado gremial definiendola como la «reunión de particulares que ejercen un mismo arte u ocupación bajo ciertas reglas comunes que forman un cuerpo político», una definición que preparaba ya la extensión de su uso durante «el siglo de las revoluciones» para significar cualquier forma de soberanía local sustentada en formas propias de propiedad compartida.
Cabet, mucho más popular que Fourier en los años cuarenta del siglo XIX, llamará «comunidades» a sus colonias igualitarias y por ello «comunismo» la proyección de un sistema social basado en ellas. El término tuvo tanto éxito entre los «antisistema» del momento, que pasó a definir movimientos con poco o ningún interés en crear falansterios o colonias cooperativas. De ese modo, antes de una década «comunidad» y «comunismo» pasaron a estar en dos campos que si bien no fueron abiertamente antagónicos más que en contadas ocasiones, si que competían abiertamente entre sí por la atención de inquietos y descontentos mientras sus respectivos aparatos de propaganda se ignoraban mutuamente.
En la izquierda solo algunos emigrantes judíos, influidos por las ideas de un ultraminoritario partido socialista ruso, Poale Zion, recuperarán a partir de 1909 el término para nombrar sus asentamientos en Palestina. Basado en compartir bienes, trabajo y ahorro, el movimiento «de las comunidades» se convertirá en el mayor experimento social voluntario del siglo. Paradójicamente, no revivificará la palabra «comunidad» en el resto del mundo, sino solo su forma hebrea: «kibbutz».
A partir de los años treinta, sin embargo, Tönnies y Weber en la Sociología y Adler en la Psicología, desarrollarán una definición de comunidad -«Gemeinschaft»- que en los ochenta se afilará, extendiéndose a la Politología y la Historia como «comunidad real». Distinción remarcada por Benedict Anderson en oposición a la nación, la «comunidad imaginada» por excelencia.
Bajo esta definición, comunidad es cualquier grupo humano unido por relaciones interpersonales donde todos los miembros conocen y reconocen en una igual pertenencia a los otros; pertenencia de la que se derivan obligaciones y derechos tanto personales como colectivos. La familia -nuclear o extensa- y en menor medida la cofradía o el gremio premoderno, pasan a ser el modelo de lo que «comunidad» significa para una persona culta.
Mientras tanto, en Estados Unidos la palabra comunidad solapaba significados territoriales con características ideológicas. La importancia de grupos religiosos disidentes en la cultura de la colonización anglosajona de Norteamérica había asociado pueblos y colonias a cultos cristianos determinados. La tensión entre los valores políticos ilustrados del joven estado y las creencias particulares de cada iglesia se trasladó en parte a la siempre conflictiva definición de competencias entre estados y gobierno federal. Pero también dio carta de naturaleza a un nuevo concepto, los «community standards», que reforzó esa asociación entre lugar de residencia y aceptación voluntaria de un conjunto más o menos laxo y extenso de normas particulares.
Los «community standards» representaron en la América anglosajona un papel similar al de las culturas locales en Europa: mostraban un tipo de diversidad de la que la creciente identidad nacional hacía gala pública, sin dejar de constituir la definición del grupo primario de pertenencia de buena parte de la población agraria y suscitar por ello desconfianza en las clases urbanas ilustradas. Pero conforme la identidad religiosa se fue diluyendo como principal rasgo de pertenencia en la cultura norteamericana, la palabra comunidad pasó a evocar cada vez más esas tenues obligaciones de buena vecindad que se materializaban en el trabajo voluntario y asistencial organizado por las iglesias. Comunidad tendía a significar el conjunto de personas, se conocieran o no, que compartían un espacio físico o social. Las universidades, las urbanizaciones, las asociaciones de todo tipo y más recientemente, las redes online, pasaron a definirse como comunidades con sus propios «standards», que no eran ya sino reglas tácitas o explícitas de convivencia y colaboración.
De modo que, al globalizarse la conversación, comunidad puede querer decir casi cualquier cosa en un espectro que va desde vivir en la misma ciudad a compartirlo todo. «Comunidad» es hoy una de esas palabras que suscitan consenso emocional. Emocional y positivo. Aunque uno debería preguntarse, cuando dos personas la usan en la misma conversación, si realmente quieren decir la misma cosa.