Una de las muchas cosas que aprendimos con Michel Foucault es que tener poder no implica estar en posesión de la verdad. Saber lo que es cierto o no, tener razón, no te otorga poder. El poder reside en poder definir lo que es o no verdad. En tener la capacidad de producir marcos de pensamiento, dispositivos o instituciones que den por cierta una u otra idea. De esta intuición nació una disciplina de pensamiento, el análisis de discurso, que lo que hace es precisamente, ver en qué momento y con qué dispositivos algo se transforma en una verdad.
María G. Perulero - Jaron Rowan en Nativa
María G. Perulero - Jaron Rowan en Nativa
La producción de verdades a veces requiere de la articulación de numerosos elementos heterogéneos. Cuando la iglesia defendía la teoría geocéntrica, es decir, que la tierra estaba en el centro del universo y todos los astros giraban a su alrededor se valía de mecanismos científicos (tratados astronómicos), discursos religiosos (las sagradas escrituras), morales (la producción de la figura del hereje) o disciplinarios (el santo oficio) para validar su verdad. Galileo por su parte tenía otros mecanismos para intentar demostrar su hipótesis: la observación directa de los movimientos de los astros, la teoría de las mareas, las fases de Venus, etc. Lamentablemente la máquina de producir verdad, en esos momentos, estaba en manos de la religión, no de las ciencias.
Estos días estamos viendo cómo funcionan estos marcos de producción de verdad en el ámbito político. Comprobamos con sorpresa cómo el poder otorgado por las urnas está desvinculado del poder que confiere definir la legitimidad. Hemos sido testigos de cómo la derecha política se ha confabulado con la derecha mediática (La Razón, El País, El Mundo) para establecer quién tiene validez para gobernarnos. Para ello se han servido de discursos morales, de dispositivos legales, de becarios puestos a rastrear redes sociales y de mecanismos de escarnio público. Esa es su máquina de producir verdad, una máquina clasista pero efectiva. Paradójicamente, en estos momentos es más legítimo gobernar estando imputado por casos de corrupción, cobrando sobres en negro o vinculado a tramas corruptas que habiendo parafraseado chistes o habiendo participado en actos de desobediencia civil. Esa es su verdad.
Por ello es importante en este momento, redefinir la legitimidad. Redefinir quién tiene derecho a tener cargos públicos. Quién tiene derecho a la representatividad. La máquina de producir verdades ha definido la figura del político profesional. La figura de la persona que entra en política para hacer carrera. El político que ha aprendido a medir sus palabras y a decir siempre lo que se podía decir. Ese es el político normal, o mejor dicho, el normalizado. Pero eso está cambiando, están entrando a las instituciones ciudadanas y ciudadanos que no llevan una vida preparándose para entrar en la política institucional. Estos están lejos de parecer los políticos impolutos, es decir aquellos que no tienen ni una mancha por no haber pisado nunca el barro, por no haber sido testigo ni promotor de la acción ciudadana.
Su máquina les define como bárbaros, desde aquí les vemos como gente común. Sujetos que provienen de movimientos vecinales o estudiantiles, colectivos activistas, o simplemente, de participar en proyectos colectivos promoviendo el bien común. Algunos han tenido más exposición pública que otros. Algunos han participado en actos de desobediencia civil. Hay quien ha parado desahucios o han construido centros sociales. Hay quienes han luchado contra la especulación o contra la ley de propiedad intelectual. Sus vidas, como todas las vidas, son complejas. La política profesional se vale del cinismo, la hipocresía y en casos la mentira para demostrar su legitimidad. Como cuando a Bill Clinton le preguntaron sobre si había consumido drogas y dijo que había fumado una vez pero no se había tragado el humo. Menudo patán. Un ejemplo de la concesión al poder para definir lo legítimo, perpetuando viejos mecanismos de hacer política, los de la sobrerrepresentación.
Es el momento de redefinir cómo ha de ser un político normal. Si permitimos que tengan biografía o preferimos que sean sujetos grises con un pasado que ocultar. Si han de estar orgullosos de haber participado en movimientos sociales o lo han de esconder. Si como todo el mundo, alguna vez han dicho o hecho una idiotez. Si damos la rienda suelta a la paranoia y nos ponemos a borrar todo nuestro rastro por redes sociales o aceptamos que ahora todo el mundo tiene pasado digital. En definitiva, es el momento de redefinir el marco que produce legitimidad. Los discursos y mecanismos que establecen cómo ha de ser un político de verdad.
Hay que asumir nuevas responsabilidades puesto que la entrada de la ciudadanía a las instituciones significa no desentenderse de la identidad política que se produce en colectivo. Implica contribuir a la construcción de nuevos procesos de producción de legitimidad para así hacer que los existentes pierdan autoridad. Hay que asumir que las experiencias pasadas de activistas que ahora ostentan un cargo público en sus luchas por la conquista de derechos, en su producción creativa, en su construir común, son huellas de su camino, pruebas irrefutables de haberse enfrentado a hacer, pensar, revertir y salir de lógicas de opresión para crear nuevos marcos de acción y contrapoder. Por ello es imprescindible redefinir los parámetros que otorgan legitimidad para que efectivamente cambie la estructura del poder. No olvidemos, la tierra al final, giraba alrededor del sol y la máquina que produce verdades, siempre se puede cambiar.