Izaskun Sánchez Aroca | DiagonalGlobal. Más pobladas, más grandes, más hostiles, más desiguales. Así se dibujan las ciudades del futuro. Según Naciones Unidas actualmente más de la mitad de la humanidad, 3.500 millones de personas, vive en ciudades y se espera que en 2050, siete de cada diez personas vivan en un núcleo urbano. Las ciudades ocupan un 2% del planeta, pero representan entre 60% y 80% del consumo de energía y son responsables del 75% de las emisiones de carbono. En el estado Español, según el Instituto Nacional de Estadística sólo Barcelona y Madrid están por encima del millón de personas, aunque 14 provincias superan esta cifra. Mientras el conjunto de la población disminuye, las ciudades crecen y las zonas rurales cada vez están más despobladas.
La ciudad moderna del siglo XX no ha tenido en cuenta cuestiones vitales para sostener la vida
En España la configuración del territorio, sobre todo a partir de la década de los 90, estuvo fuertemente marcada por el auge de la economía del ladrillo. De hecho en 2009, justo un año después de que estallara el boom inmobiliario, la revista financiera InvestorsInsight afirmaba que “España apenas representa el 10% del PIB Europeo, y sin embargo, desde el año 2000, se han edificado en este territorio el 30% de todas las viviendas construidas en la Unión Europea”. Una burbuja fuertemente ligada a la corrupción y la especulación, que ha dejado miles de cadáveres de cemento. Sin embargo, antes de este auge España estaba inmersa en un modelo de crecimiento urbano heredado de Estados Unidos.
“Es el modelo del suburbio, de urbanizaciones, lo que se conoce como ciudades difusas, en las que la vivienda, el trabajo o los equipamientos están muy alejados entre sí”, cuenta la urbanista Pilar Vega. Este modelo aterriza en España en los años 60, afirma esta investigadora, y estalla a partir de la segunda mitad de los 80. La implantación de este modelo, como explica David Harvey en Ciudades Rebeldes, no es casual, sino que responde a las necesidades del capital, cuya supervivencia depende de sus posibilidades de expansión y acumulación. Las grandes urbes modernas, las ciudades difusas, encarnarán a la perfección esta fantasía, serán los lugares donde el capital plasme sus beneficios a través de la construcción de viviendas e infraestructuras. La gran urbe según la describía Ramón Fernández Durán en Planeta Metrópoli “es el espacio idóneo para la especulación”, un imán para “capitales sin escrúpulos que buscaban beneficios abultados y rápidos”.
Pero el capital no aterriza solo y encontrará en las políticas urbanísticas desarrolladas por las administraciones una alianza perfecta. Jane Jacobs en su libro Muerte y vida de las grandes ciudades cuenta cómo son precisamente estas políticas las que hablan y se articulan en torno a individuos universales y homogéneos, lo que denomina como “individuo-estadística”, como si fueran intercambiables unos por otros. Frente a estos individuos está la realidad, la de las personas que viven en las ciudades y son únicas y reales, “que invierten años de sus vidas en establecer y conservar relaciones significantes con otros individuos”.
Es el modelo del suburbio, de urbanizaciones, lo que se conoce como ciudades difusas, en las que la vivienda, el trabajo o los equipamientos están muy alejados entre sí
Tras esa pretendida universalidad del urbanismo que denuncia Jacobs muchas feministas afirman que se esconde la alianza perfecta entre el capital y el patriarcado, el sujeto de privilegio, lo que María José Capellín denomina como BBVA: blanco burgués, varón y adulto. Un sujeto que se define como autónomo y autosuficiente, sin muchas responsabilidades familiares, que se desplaza de manera motorizada por la ciudad y que es el protagonista indiscutible de la esfera productiva.
“El diseño de las ciudades se ha organizado tradicionalmente alrededor del trabajo –explica Oihane Ruiz, arquitecta y urbanista de Hiri Dunak Estudioa–. La ciudad del siglo XX no ha tenido en cuenta cuestiones vitales para sostener la vida, lo reproductivo. Las necesidades de cuidado, autonomía, salud o relación, ni las de los colectivos considerados no productivos y dependientes, como los niños y niñas, las personas mayores, y las que sufren algún tipo de diversidad. La planificación se hace solo para lo que se categoriza como ‘público’, lo que se ve”.
Una realidad que esta arquitecta constata cuando se acerca a los planes urbanísticos: “Puedes construir miles de viviendas y tener súper claro el ancho del vial o los semáforos, todo está regulado al milímetro, en cambio la calidad del espacio público, la accesibilidad, que haya servicios como escuelas o centros de barrio no está regulado”.
En vez de diseñarse ciudades que respondan a las necesidades de las personas se planifican modelos de negocio, “muchas veces vinculados a grandes eventos internacionales o monumentos de arquitectos estrella como es el caso de Guggenheim en Bilbao. Se activa una maquinaria que garantiza la reproducción del capital y que termina endeudando a los municipios y a la ciudadanía”, explica Oihane Ruiz. Son ciudades abiertas a las lógicas del mercado global, que buscan esa imagen de marca vinculada a la modernidad, como ha ocurrido en Zaragoza, Sevilla o Barcelona. Lo llaman regeneración, revitalización, “pero son reclamos especulativos que en la mayoría de los casos han sido un fracaso y no han logrado ser funcionales para el interés general o público”, señala Oihane Ruiz.
La ciudad nos acelera y la cultura de la eficacia y la velocidad, como señala la geógrafa y urbanista Pilar Vega, no sólo marca los proyectos que crean el espacio urbano, sino que también impacta en la forma de concebir el día a día. Sobre todo para las personas que asumen los cuidados, y que normalmente son mujeres “que se ven inmersas en los ritmos de horarios laborales, comerciales o escolares que se anteponen a los de sus ciclos de vida”. En los hogares, señala Pilar Vega, casi se funciona de manera taylorista: “La producción en cadena que se da en las fábricas se ha trasladado a las pautas de conducta de las actividades que se realizan en el hogar. Todo lo que hacemos tiene que realizarse de forma eficiente, tenemos que tener una agenda en la que el día tiene que estar completamente programado para que esa eficiencia no tenga tiempos muertos”.
¿Se relaciona la ciudad con el tipo de vida que queremos vivir? La respuesta depende de a quién se pregunte, de sus necesidades, su nivel económico, su situación administrativa, su opción sexual, sus redes o su nivel de dependencia, entre otras muchas cosas. Pero si bien en muchos casos la ciudad es sinónimo de caos, contaminación, ruido y coches, también lo es, como explica Jane Jacobs, de afectos, relaciones, aprendizajes y encuentros. La ciudad nos socializa en los comportamientos que normalizamos, en cómo ocupamos los espacios, qué recorridos nos sentimos legitimadas a hacer y cuáles no. Por eso, como nos recuerda la activista estadounidense, todos los elementos de la ciudad son importantes, desde las aceras hasta los parques. El urbanismo puede promover la autonomía de las personas, crear espacios en los que conocernos y reconocernos, invitar a la gente a que camine, a que se siente, charle o a que coja el transporte público. La visión de Jacobs trasciende la de las planificaciones dominantes que asimilan los espacios públicos a las zonas que quedan entre los edificios.
Resignificar las urbes
Para la ensayista Carolina del Olmo, “el campo de acción posible para conformar una ciudad está muy restringido por los poderes económicos, pero dentro de esos límites hay bastante margen para hacer cosas que facilitan la vida de las personas”. Frente a esa ciudad universal encontramos las prácticas cotidianas que en los hogares y los barrios resuelven las necesidades reales de las personas de vivienda, movilidad o cuidados. Prácticas donde lo privado y lo público, lo productivo y reproductivo forman parte de un mismo relato y que cuestionan los principios capitalistas que marcan la ciudad al poner la vida en el centro. “Eso sí que es la realidad y hay que legitimarla porque somos nosotras, nuestra práctica cotidiana, la que construye el día a día”, afirma Oihane Ruiz.
En este proceso, el 15M tuvo un papel central. “Hemos vivido una gran pendiente de derrota de movimientos sociales, de la clase obrera y de la gente. Años de privatización de todo, desde las luchas en los lugares de trabajo hasta lo emocional. Pero cuando surge el 15M vemos que hay alternativa. Se vuelve a los barrios como espacio de acción y se toma otra vez conciencia sobre los problemas que compartimos y que podemos solucionar de manera colectiva”, afirma Carolina del Olmo.
Junto a las asambleas de barrio, decenas de ejemplos salpican todo el territorio: la PAH, movimientos feministas, las mareas, colectivos como Yo Sí, Sanidad Universal, las corralas o los centros sociales. “Frente a la ciudad negocio –explica Oihane Ruiz–, estos espacios y colectivos suponen el verdadero germen del cambio real, pequeños proyectos autogestionados, enraizados en la comunidad, resolviendo todas las relaciones de poder que atraviesan lo que tiene que ver con la vida cotidiana”.
La calle como espacio de encuentro
“La calle se suele considerar como el espacio indiferente que se recorre entre un punto y otro, olvidando que es un espacio vital de encuentro y de creación de redes”. Así lo explica Susana J. Carmona cuando habla de El Paseo de Jane, un conjunto de derivas que apuestan por “recuperar la calle como espacio público”. Cada año, grupos vecinales y personas interesadas en el urbanismo crítico se autoorganizan en diferentes ciudades del mundo para salir a “pasear” el primer fin de semana de mayo en honor a la urbanista Jane Jacobs. Se parte de un principio sencillo: bajar a la calle, compartir las historias de cada barrio e intercambiar experiencias. Según Susana, “es muy potente pasear con las vecinas y hablar de lo que sucede y ha sucedido en las calles que se habitan. Se denuncian los problemas y conflictos, se comparten algunos logros alcanzados”. Este año en Madrid, se están autoorganizando paseos de Jane en los barrios de Arganzuela y Chamberí.
Itinerarios promiscuos
Las pautas de movilidad en las ciudades varían en función de nuestra condición, aunque a menudo se afirma que las mujeres, diversas y singulares, elaboran trayectos más complejos. Frente al recorrido pendular de los hombres, del trabajo remunerado al hogar, las mujeres se mueven dibujando una tela de araña. Itinerarios promiscuos en los que se intentan resolver distintas tareas como volver a casa del trabajo, pero antes hacer la compra, visitar a una amiga, recoger a las niñas al colegio o pasar por el médico. La posibilidad de satisfacer todos estos trayectos a pie nos vincula con el territorio, crea barrio y promueve la autonomía.
La Carta de Atenas
En el año 1933, un grupo de expertos del movimiento moderno encabezado por Le Corbusier lanza la Carta de Atenas. Un manifiesto que frente a la ciudad preindustrial “abigarrada” y “antihigiénica” propone una ciudad ordenada, limpia y segmentada física y socialmente. Se separan los espacios para adaptarlos a cuatro actividades: habitar, trabajar, recrearse y circular. La premisa es una función, un espacio, un solo tiempo. En el nuevo modelo territorial que se ha impuesto las zonas están muy alejadas entre sí y el desplazamiento depende del transporte motorizado.
Proyecto de ciudad
Los proyectos de ciudad ponen en el centro de sus políticas la vida de las personas. Es el caso de Hamburgo, que para 2030 habrá peatonalizado el 40% de la ciudad. Frente a esto están las ciudades mercado, donde priman intereses empresariales y son un hervidero de distintas tramas de corrupción. En España, según señala un estudio del Departamento de Geografía de la Universidad de la Laguna entre los años 2006 y 2010, 26,3 millones de personas, más de la mitad de la población, vivió algún caso de corrupción vinculado a una institución cercana como el Ayuntamiento.