Hablar de educación intercultural va mucho más allá de los cuestionamientos a los que nos vemos interpelados por la presencia de los hijos de inmigrantes dentro de “nuestro” sistema educativo. Por un lado, cuando hablamos de culturas pareciera que sólo somos capaces de pensar sobre aquéllas que provienen de fuera de nuestras fronteras geográficas, olvidándonos de otras culturas y subculturas internas (veganos, queers, hipsters, grupos religiosos minoritarios, entre muchísimos otros). Por otro lado, estamos acostumbrados a pensar en términos de culturas monolíticas, estáticas, esenciales, aparentemente imperturbables al paso del tiempo. De ahí expresiones del tipo “son ellos los que deben adaptarse a nuestra cultura” (¿cuál sería exactamente “nuestra cultura”?) o “que practiquen su religión en casa, pero que no vayan mostrando sus diferencias en nuestros colegios” (¿se consideran todas las expresiones de “la diferencia religiosa” de la misma forma o hay algunas “más molestas” que otras?).
IRINA RASSKIN GUTMAN | Fuera de Clase
Mucha tinta se ha vertido sobre los diferentes modelos educativos puestos en funcionamiento a lo largo del tiempo en diferentes contextos geográfico-histórico-culturales como el asimilacionista francés, el multicultural norteamericano o los intentos interculturales canadienses. Nuestra intención no es hacer ahora un repaso de los mismos (para ello se puede consultar bibliografía como: Carbonell i Paris, 1995; Martín Rojo, 2004; entre otros) sino reflexionar sobre algunas de las implicaciones ético-políticas e identitarias del último modelo mencionado: la educación intercultural, entendiéndolo como una posibilidad más entre otras muchas.
Partimos de la idea de que las culturas no son otra cosa que el resultado de procesos históricos, que vamos construyendo de forma conjunta y que nos sirven como marcos de referencia para nuestra (inter)acción, que se transforman en el tiempo a través del contacto y que nos asemeja, de forma circunstancial, a ciertas personas mientras que nos separa de otras (nunca de forma definitiva). De esta manera, hablar de “cultura española” así, de forma tan genérica, es tan impreciso como decir “cultura católica”, “judía” o “musulmana”. Dentro de esos dos términos podemos encontrar infinidad de formas de ser-estar y sentirse, en el caso de nuestro ejemplo, “español”; sin embargo, cuando se expresa una frase como ésa, se está dando por hecho que todos compartimos una serie de características y valores que nos aproximan e igualan. Éstas podrían ser la lengua (¿el castellano?), la religión (¿el catolicismo?), una forma de organización política (¿la Monarquía parlamentaria?), la gastronomía (¿el consumo de carne porcina?)… ¡Pero nada más lejos de la realidad! ¿Es que sólo se habla castellano en España?, ¿somos todos única y exclusivamente católicos?, ¿qué ocurre con las demás religiones?, ¿y los agnósticos y ateos?, ¿es la Monarquía parlamentaria la mejor forma que puede adoptar el Estado español en la actualidad?, ¿están todos los españoles de acuerdo?, ¿si alguien no consume carne porcina a esta persona no se la puede considerar española?, ¿qué pasa entonces con los españoles vegetarianos o los españoles musulmanes con restricciones alimenticias halal o los españoles judíos con restricciones alimenticias kosher?, ¿son menos españoles que el resto? La diversidad de posturas ante estas cuestiones nos puede dar una idea de lo erróneo que resulta reducir “la cultura” a una serie de rasgos característicos que, sin duda, representarán exclusivamente a los grupos dominantes de un territorio. Justo todo lo contrario, tal y como trataré de mostrar en las líneas que siguen, de lo que se reivindica desde una perspectiva inclusiva e intercultural.
En este sentido, cabe destacar que en la mayor parte de las escuelas nos encontramos con un número nada desdeñable de profesores y profesoras bienintencionadas que, conscientes de la nueva realidad de sus centros, tratan de hacer visible la diversidad existente en los mismos; pero para ello, proponen una infinidad de actividades que, lamentablemente, en términos generales, suelen ser “culturalmente folclorizantes” (por ejemplo, en “el día de las culturas” los/as niños/as llevan un plato o vestimenta típica de su país y nos encontramos con el arquetípico cus-cus de los marroquíes y a las niñas de origen español vestidas de flamencas) que, en lugar de fomentar espacios de construcción cultural dialógicos y de debate que ayuden al cambio estructural no sólo de nuestro sistema educativo sino, al mismo tiempo, de nuestra sociedad, contribuyen a reificar estereotipos culturales ya establecidos. Para evitar que esto ocurra, no sólo son precisos cambios en la legislación educativa, sino también, en la formación y práctica docente. Facilitar la emergencia de un mayor número de espacios de reflexión sobre la propia práctica que permitan deconstruir de forma conjunta (y guiada) con otros profesionales los discursos arraigados –naturalizados- sobre lo que son o no son las culturas, podría ser un primer paso en esta línea.
Hoy día parece que todos o casi todos (incluida la administración) están de acuerdo con que los centros educativos deben atender a la diversidad y aplicar políticas inclusivas dentro de sus aulas. Estos términos se han vuelto “políticamente correctos” y deben encontrarse en todo discurso educativo –independientemente del signo político de quien lo enuncie-. Pero ¿a qué se está haciendo referencia?, ¿qué implican estos términos?, ¿qué deberíamos fomentar en nuestras aulas para que estos conceptos se materializasen en prácticas concretas? Vayamos por partes.
Diversos somos todos, ya sea por nuestro acento, la pigmentación de nuestra piel o el color de nuestro pelo, nuestra manera de vestir, nuestra rapidez o lentitud a la hora de realizar una actividad concreta (esto que ahora llamamos “ritmos de aprendizaje”), nuestras creencias religiosas (por su influencia en nuestra manera de entender y comportarnos en el mundo y de interaccionar con los demás seres –humanos y no humanos- así como con el mundo material), nuestra diversidad funcional o intelectual… y así podríamos continuar casi indefinidamente. Para el docente, atender a esa diversidad implica ajustarse a las distintas necesidades de cada estudiante, ya sea cambiando de estrategia pedagógica o modificando el contenido pero, para ello, no sólo tendrá que estar previamente capacitado sino, además, (y mucho más importante) deberá creer en la necesidad de este cambio de perspectiva y deberá contar tanto con el apoyo logístico y material como con el apoyo afectivo e intelectual por parte de todos los que conforman dicha comunidad de práctica (docentes, estudiantes, padres y madres).
Incluir va más allá de integrar. Que en nuestra clase tengamos a un niño con autismo, sordo, ciego o procedente de otro país no significa que lo hayamos incluido. Estará “integrado” en nuestro sistema educativo porque no se le ha marginado o excluido del mismo (aunque hoy en día existen formas más sutiles de segregación dentro del propio sistema como los programas “bilingües”, las “aulas de enlace”, o las de “educación compensatoria”) pero su inclusión implica cambiar por completo la cultura del centro y del aula, implica cambios estructurales y de mentalidad que van más allá de un ajuste pedagógico puntual.
La educación intercultural requiere un diálogo entre personas que pertenecen a tradiciones culturales diferentes pero que comparten espacios sociales comunes. Y hablar de diálogo no significa negar las condiciones de desigualdad de poder de partida, ni negar el conflicto que puede derivarse de los diferentes intereses de cada grupo. No se trata de una propuesta naïf e ilusoria que pretenda negar las relaciones de poder que determinan las condiciones concretas de dicho diálogo. Se trata de una profunda voluntad de cambio, con un claro horizonte dedecolonización económica, política, intelectual, epistémica, ética y estética, con implicaciones que van más allá, tal y como indica Patricio Guerrero Arias (2011, pp. 87-88) de un mero cambio estructural:
"Un horizonte civilizatorio, de humanidad y de existencia otro, diferente como el que se vislumbra desde perspectivas interculturales: de encuentro, de diálogo, de con-vivir y de vivir-con la diferencia no depende solo de cambios, legales, institucionales y estructurales, que indudablemente son necesarios alcanzar, pero que estamos constatando que son insuficientes, sino que requiere, fundamentalmente, de transformaciones que se produzcan en lo más profundo de nuestro corazón de nuestras subjetividades y conciencias; demanda una revolución del ethos que transforme radicalmente nuestro sentido del vivir, nuestro horizonte de principios y valores, las sensibilidades, los conocimientos, los imaginarios, las representaciones y percepciones de la realidad, los discursos, las praxis, los cuerpos, que nos permita un tipo distinto de relación frente a nosotros mismos y a las y los otros, a fin de construir una diferente ética, estética y erótica de la existencia, que haga posible corazonar la convivencia con 'insoportable diferencia del otro', que sólo será realidad desde la fuerza insurgente de la ternura, puesto que el encuentro y el diálogo con la diferencia es sobre todo un profundo acto de amor".
Desde esta forma de entender la interculturalidad se disponen las condiciones para que los grupos subalternos puedan comenzar a influenciar en los grupos dominantes, transformándose mutuamente y generando nuevas formas de comprender, discurrir, sentir y construir nuestros mundos. Tareas, todas ellas, profundamente éticas, políticas y de grandes implicaciones identitarias que están pendientes en la agenda de todos/as y cada uno/a de nosotros/as sea cual sea nuestra profesión o nuestro espacio de acción tanto dentro como fuera de clase. Quizás sea ahí, afuera, donde la interculturalidad tiene lugar sin que ésta sea forzada, el mejor lugar para dejarnos sorprender por “lo(s) otro(s)” y ser capaces de comenzar a darnos significado a través de otras posibles miradas.
IRINA RASSKIN GUTMAN
Referencias bibliográficas
Carbonell i Paris, F. (1995). Inmigración, diversidad cultural, desigualdad social, educación.Madrid: Documentos Ministerio de Educación y Ciencia.
Guerrero Arias, P. (2011). Interculturalidad y plurinacionalidad, escenarios de lucha de sentidos: entre la usurpación y la insurgencia simbólica. En A. Kowii Maldonado (Coord.). Interculturalidad y diversidad. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar.
Martín Rojo, L. (2004). Desigualdad social y diferencia cultural. En L. Martín Rojo, E. Alcalá, A. Garí, L. Mijares, I. Sierra y M. Á. Rodríguez (Eds.), ¿Asimilar o integrar? Dilemas ante el multilingüismo en las aulas. Madrid: Centro de Investigación y Documentación Educativa (CIDE).