¿Provee el coliving de una auténtica experiencia comunitaria o es solo una experiencia turistificada?
Uno de los fenómenos más llamativos de los últimos dos años ha sido la emergencia del coliving en EEUU como tendencia social y como negocio inmobiliario.
Muchas de ellas, las tractoras, son genuinas comunidades conversacionales formadas sin ánimo de negocio que desarrollaron pronto personalidad propia a base de una cuidada programación de fiestas y actividades culturales. Pero a las finales no son sino pisos compartidos en los que cada uno paga su parte de gastos y alquiler. Como lo que se comparte a las finales es un espacio y una programación de actividades, es replicable y puede ser convertido en un servicio comercial de alojamiento en red. Desde una mirada europea no puede dejar de parecer un derivado de la cultura Erasmus dedicado a prolongar la experiencia a una franja de edad que se mete ya de lleno en la treintena, la edad de las primeras experiencias laborales «serias» y la paternidad.
¿Qué buscan los «co-livers»?
El autor, Saul, que ha visitado y convivido en colivings «intencionales» por todo EEUU nos confiesa la distancia que siente al visitar las páginas del «Fellowship for Intentional Communities», la red americana nacida en los setenta. En este entorno por «comunidades intencionales» se entiende iniciativas como las ecoaldeas en las que un grupo de personas decide urbanizar un lugar de acuerdo con una serie de valores y normas de sostenibilidad y convivencia. Las preocupaciones de este mundo, como se ve en la revista «Communities» se centran en las formas de organización y toma de decisiones y los libros de referencia son muy prácticos y explican desde cómo elegir tierras y formar un grupo promotor a como lotear el terreno entre los socios. Para Saul, estos libros cuya «portada parece haber sido hecha por la abuela de alguien»
Dan la impresión de que las comunidades intencionales son algo serio, difícil y solo para adultos equilibrados. Creo que la mayoría de mi generación quiere algo en el medio: no estamos preparados para comprar terreno o una casa. No estamos seguros siquiera de en qué ciudad queremos vivir o si vamos a casarnos y tener hijos. Pero queremos tener la experiencia en este estadio de nuestras vidas -y si somos padres- tener a alguien con quien turnarnos en el cuidado de los niños que nos apoye.
Dejar la casa de los padres no tiene por qué significar el fin de la comida casera o de las sesiones nocturnas de guitarreo. Mudarse a una nueva ciudad no significa firmar un alquiler en solitario en un estudio y coger un gato para que te haga compañía. Hay gente ahí fuera que quiere compartir tus metas y valores y quiere vivir contigo, apoyarte y ayudarte a crecer. (…)[Este libro te dará] una visión global del tipo que comunidades que hay ahí fuera. Te parecerán algo más realistas [en comparación con las comunidades intencionales y las comunidades igualitarias], algo que se puede crear en seis meses o menos y no necesita de un loco compromiso para toda la vida solo asumible por anarquistas y hippies.
No puedo dejar de pensar en la definición que hacía Caro de la experiencia turistificada:
Así todo se reduce a una experiencia lo suficientemente controlada como para poder experimentar la sensación de la euforia que produce la novedad sin la responsabilidad que conlleva lo desconocido. La posibilidad de construir el relato de uno mismo sin el dedicado trabajo que conlleva la construcción de una biografía. Un aprendizaje epidérmico. El empoderamiento en falso que todo lo que permite es optar por no ser libre.
En este caso, creo que hay, sobre todo, una búsqueda de una experiencia de paso (tardía) a la vida adulta. Eso sí,desprovista de lo que es más importante en las experiencias «reales»: asumir que uno mismo no es el centro del universo y que los demás no están para cuidarnos y darnos apoyo como estuvieron nuestros padres durante la infancia. Algo que se ve muy claramente no solo en el texto de Saul de arriba, sino en este premiado microdocumental de una de estas comunidades en el que los momentos difíciles de la vida común se reducen a dos: el fregado de platos y el momento en que una pareja decide dejar la casa compartida para tener hijos y criarlos por su cuenta.
El movimiento co-living en perspectiva
Pero seguramente no debamos quedarnos ahí. En Europa, la experiencia de la crisis del 92 se pareció mucho a la americana de hoy para no pocos jóvenes inquietos de la que sería la primera generación Internet. Muchos de los cuarentones que hoy animan o asesoran los movimientos alternativos europeos (desde Syriza a la «Sharing Economy» vivieron hasta bien metida la treintena en pisos compartidos. Y ahora, cuando ya es evidente que la «larga crisis» no es coyuntural y que demanda nuevos modos de vida, empiezan a mirar el coliving desde otro lugar y promover reinterpetaciones propias. Si el coliving madura hacia algo que supere la demanda de experiencias turistificadas, será desde ahí.