El tránsito desde lo «viejo» opresivo a lo «nuevo» liberador no se producirá sin grandes luchas y una incesante movilización popular, tanto en el terreno público como en el privado.
La «larga revolución» puede haber comenzado justo cuando concluye la «revolución corta».
Asef Bayat [Extracto de «Malos Tiempos para la revolución», New Left Review,núm. 80, véase también la contestación de Tariq Ali en: New Left Review ]
¿Reforluciones?
¿Cómo podemos entender entonces las revueltas árabes, dos años después del derrocamiento de Mubarak y Ben Alí? Hasta el momento, las monarquías jordana y marroquí han optado por reformas políticas menores; en Marruecos, el cambio constitucional permitió formar gobierno al líder del principal partido del parlamento. En Siria y Bahréin prolongadas batallas contra el poder dictatorial de sus regímenes indujeron a los alzados a optar por la vía insurreccional, cuyo resultado está todavía por ver. El régimen libio fue derrocado en una violenta guerra revolucionaria. Pero los levantamientos en Egipto, Yemen y Túnez siguieron una trayectoria particular, que no se puede caracterizar ni como «revolución» per se ni como simples medidas de «reforma». Más bien podríamos hablar de «reforluciones» [refolution]: revoluciones que pretenden impulsar reformas en y a través de las instituciones previamente existentes.
Como tales, las «reforluciones» incorporan realidades paradójicas. Poseen la ventaja de asegurar transiciones ordenadas, evitando la violencia, la destrucción y el caos, males que incrementan espectacularmente el coste del cambio; se pueden evitar así los excesos revolucionarios, el «reinado del terror» y los juicios sumarísimos. Sin embargo, la posibilidad de transformaciones genuinas mediante reformas sistemáticas y pactos sociales dependerá de la movilización y vigilancia continua de las organizaciones sociales –capas populares, asociaciones civiles, sindicatos, movimientos sociales, partidos políticos– y de que estas sean capaces de ejercer una presión constante. De otro modo, las «reforluciones» conllevan el constante peligro de la restauración contrarrevolucionaria, precisamente porque la revolución no ha recreado las instituciones clave del poder estatal. [...]
En Túnez los viejos grupos dominantes y mafias económicas, con una densa red de facciones políticas y organizaciones empresariales a su disposición, parecen dispuestos a contraatacar y bloquear la vía hacia un cambio genuino. En Egipto el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas fue responsable de una amplia represión, encarcelando a gran número de revolucionarios y cerrando organizaciones críticas de oposición. El peligro de la restauración, o de un cambio meramente superficial, se hace más serio al disminuir el fervor revolucionario mientras se reanuda la vida cotidiana y la gente se siente desencantada, condiciones que han comenzado a aparecer en toda la escena política árabe.
Tiempos diferentes
¿Por qué asumieron ese carácter «reforlucionario» los levantamientos árabes, con la excepción de los de Libia y Siria? ¿Por qué permanecen incólumes las instituciones clave del viejo régimen, mientras que las fuerzas revolucionarias se ven marginadas? Esto tiene que ver en parte con la caída tan rápida de los dictadores, que dio la impresión de que las revoluciones habían acabado y conseguido sus objetivos, sin que se diera un cambio sustancial en la estructura de poder. Como hemos visto, esta rápida «victoria» no dejó mucho margen de maniobra a los movimientos para establecer órganos de poder alternativos, aunque lo hubieran intentado; en este sentido eran revoluciones autolimitadas. Pero también había en juego algo más: los revolucionarios permanecieron fuera de las estructuras del poder porque no se planteaban siquiera apoderarse del Estado; cuando en un momento posterior percibieron que debían hacerlo, carecían de los recursos políticos necesarios –organización, liderazgo, visión estratégica– para disputar el control a los restos del antiguo régimen y a «arribistas» como los Hermanos Musulmanes o los salafistas, que habían desempeñado un papel muy limitado en el levantamiento, pero que estaban organizativamente preparados para tomar el poder. Una de las principales diferencias entre los recientes levanta-mientos árabes y sus predecesores del siglo xx es que tuvieron lugar en una época ideológicamente muy distinta. […]
Esperanzas atenuadas
Los levantamientos árabes se produjeron en un momento en que el declive de las principales ideologías de oposición –nacionalismo anti- colonial, marxismo-leninismo e islamismo– había deslegitimdo la propia idea de «revolución». Se trataba de una era muy diferente de la de, digamos, finales de la década de 1970, cuando […] pensábamos en términos de revolución. Pero en el Oriente Próximo del nuevo milenio prácticamente nadie imaginaba ya el cambio en esos términos; pocos activistas árabes habían concebido una estrategia revolucionaria, aunque pudieran soñar con ella. Lo que se deseaba en general era una reforma, o un cambio significativo en el seno de los dispositivos políticos existentes. En Túnez prácticamente nadie hablaba de «revolución»; de hecho, bajo el Estado policial de Ben Alí, la intelectualidad había sufrido una «muerte política», como me dijo alguien. En Egipto los movimientos Kifaya y 6 de Abril, pese a sus tácticas innovadoras, eran esencialmente reformistas, en cuanto que no disponían de una estrategia para el derrocamiento del Estado. Algunos de sus activistas recibieron al parecer entrenamiento en Estados Unidos, Qatar o Serbia, principalmente en los terrenos de seguimiento de las elecciones, protestas no violentas y construcción de redes. En consecuencia, los efluvios que transpiraban cuando se produjeron los levantamientos no eran revolucionarios per se, sino «reforlucionarios», esto es, movimientos revolucionarios que pretendían obligar a los regímenes existentes a autorreformarse.
En realidad, no es preciso que la gente tenga una idea muy clara de la «revolución» para que suceda; los levantamientos de masas suelen tener poco que ver con las teorizaciones sobre ellos. No pueden ser diseñados y planeados, aunque haya gente que los diseñe y planee. Las revoluciones «simplemente» suceden. Pero tener o no ideas sobre las revoluciones sí influye decisivamente sobre su resultado cuando se producen. El carácter «reforlucionario» de los levantamientos árabes significa que, como mucho, quedan inacabados, ya que las instituciones e intereses clave de los viejos regímenes –y de los arribistas, Hermanos Musulmanes y salafistas– siguen frustrando las exigencias de un cambio significativo. El resultado puede ser doloroso para todos los que esperaban un futuro justo y digno.
Puede haber algún consuelo en recordar que la mayoría de las grandes revoluciones del siglo xx –Rusia, China, Cuba, Irán– que consiguieron derrocar los viejos regímenes autocráticos los sustituyeron rápidamente por nuevos Estados igualmente autoritarios y represivos. Las alteraciones sustanciales en el orden y la administración son otro efecto colateral del cambio revolucionario radical. Libia, donde el régimen de Gadafi fue violentamente derrocado, puede no ser objeto de envidia para los militantes egipcios o tunecinos. La combinación de la brutalidad de Gadafi y los intereses occidentales en el petróleo libio dio lugar a una insurrección violenta y destructiva, ayudada por la otan, que puso fin al viejo régimen despótico; pero la nueva administración tiene todavía que dar lugar a un una entidad política más inclusiva y transparente. [...]
Pero no se trata tanto de descartar la idea de revoluciones radicales, en las que hay muchos aspectos positivos, entre los cuales, los más obvios son la novedosa sensación de liberación, la libre expresión y las posibili-dades abiertas de un futuro mejor, sino de poner de relieve el hecho de que el derrocamiento revolucionario de un régimen represivo no garan-tiza de por sí un orden más justo e inclusivo. De hecho, las revoluciones ideológicas radicales pueden llevar en su seno la semilla de un dominio autoritario, ya que la revisión del Estado y la eliminación de la disidencia puede dejar poco espacio para el pluralismo y una competencia política amplia. La «reforlución», en cambio, puede crear un mejor ambiente para la consolidación de la democracia electoral porque, por definición, es incapaz de monopolizar el poder estatal, y el surgimiento de múltiples centros de poder –incluidos los de la contrarrevolución– puede neutralizar los excesos de las nuevas elites políticas. Por eso es improbable que los Hermanos Musulmanes en Egipto o el partido Ennahda en Túnez puedan monopolizar el poder como lo hicieron los jomeinistas en el Irán posrevolucionario, precisamente porque toda una variedad de poderosos intereses, incluidos los del antiguo régimen, siguen activos y eficaces.
Puede valer la pena, pues, considerar otra idea de «revolución» siguiendo las líneas desarrolladas por Raymond Williams en The Long Revolution,esto es, un proceso que es «difícil», en cuanto que es complejo y multifa-cético, «total», –lo que significa que no es solo económico, sino también social y cultural–, y «humano», afectando a las estructuras más profun-das de las relaciones y los sentimientos. Por consiguiente, más que esperar rápidos resultados o preocuparse por plantear reivindicaciones radicales, podríamos considerar los levantamientos árabes como «largas revoluciones» que pueden dar fruto dentro de diez o veinte años estableciendo nuevas formas de hacer las cosas, un nuevo modo de pensar sobre el poder. Lo que está en juego, en cualquier caso, no son preocupaciones semánticas sobre cómo definir las revoluciones, sino los difíciles problemas de las estructuras de poder y los intereses creados. Y se caracterice como se quiera el proceso –como «larga revolución» o como algo que comienza con la transformación radical del Estado–, la cuestión crucial es asegurar un cambio fundamental desde el viejo orden autoritario a un orden democrático significativo, al tiempo que se elude la coerción violenta y la injusticia. Aun así, algo es seguro: el tránsito desde lo «viejo» opresivo a lo «nuevo» liberador no se producirá sin grandes luchas y una incesante movilización popular, tanto en el terreno público como en el privado. De hecho, la «larga revolución» puede haber comenzado justo cuando concluye la «revolución corta».