Miguel Ángel Presno Linera en eldiario.es
Es habitual que los estudios y comentarios sobre la salud de la
democracia centren el análisis en el sistema de partidos y en los
procesos electorales. Si es necesario conocer bien y, en su caso,
criticar la organización y el funcionamiento de los partidos y de las
elecciones, no lo es menos ocuparse de la vitalidad de los movimientos
sociales y políticos no partidistas o desvinculados de los momentos
electorales, pues de ellos depende también la decencia de la democracia.
Y en ese sentido ha de interpretarse la necesidad de una fuerte contrademocracia, término acuñado por Pierre Rosanvallon en su libro La contre-démocratie (hay versión en castellano, La contrademocracia)
para aludir a una forma de democracia de contrapeso, un contrapoder
articulado a partir de los movimientos sociales, que debe servir para
mantener las exigencias de servicio al interés general por parte de las
instituciones.
Como es obvio, Rosanvallon, que promovió y preside el sitio de debate La République des idées, no ignora la delgada línea que separa la contrademocracia del
populismo, pero mientras en la primera nos encontramos ante la
preocupación activa y positiva de vigilar la acción de los poderes
públicos y de someterlos a la crítica, en el segundo se trata de una
mera estigmatización compulsiva y permanente de los gobernantes, hasta
convertirlos en una potencia enemiga, radicalmente exterior a la
sociedad. No deja de ser curioso que en España esa estigmatización de
los gobernantes provenga en no pocas ocasiones de su propia esfera
política.
Pues bien, una de las concreciones de la contrademocracia
es el “poder de vigilancia”, que hunde sus raíces, cuando menos, en la
Revolución francesa y que, sin olvidar sus manifestaciones totalitarias
bien descritas por Orwell y Foucault, puede aportar no un control
antidemocrático del poder sobre la sociedad sino una forma de vigilancia
del poder por parte de la sociedad. En este sentido, una entidad tan
poco sospechosa de anti-sistema como el Tribunal
de Justicia de la Unión Europea ya anticipó en 1963 que la vigilancia de
los particulares interesados en la protección de sus derechos
constituye un instrumento eficaz de control ( asunto Van Gend & Loos, de 5 de febrero de 1963).
El propio desarrollo tecnológico que hoy hace más creíble que nunca la existencia de un gran hermano
orwelliano permite también, y desde la otra perspectiva, concebir una
sociedad vigilante que, de forma descentralizada y difusa, pueda
desnudar al poder y provocar acontecimientos de indudables consecuencias
políticas. Porque otra forma en la que se puede concretar la vigilancia
es la denuncia, y hoy tienen capacidad para
ejercerla, como en décadas pasadas, los medios de comunicación
–recuérdese, por citar un caso obvio, el escándalo del Watergate,
que desembocó en la primera renuncia de un Presidente en la historia de
Estados Unidos-, bien a título individual o con la colaboración de
organizaciones más o menos complejas, pero también los propios
ciudadanos disponen cada vez de más capacidad de supervisión y
denuncia –muchos de los documentos que ha divulgado Wikileaks procedían de personas anónimas-.
Ya en su comparecencia ante la Comisión Parlamentaria de Investigación sobre los atentados del 11 de marzo de 2004,
el sociólogo Manuel Castells declaró que “...lo que se demostró esos
días es que los ciudadanos pueden construir a partir de Internet, a
partir de los móviles, a partir de los SMS y a través del internet móvil, de los WAP, etcétera y de otro tipo de redes alternativas, como las Wi Fi
que están desarrollándose en todo el mundo, redes de comunicación, de
información que no dependen del control de los gobiernos, ni del control
directo o indirecto de los grandes medios de comunicación y, por tanto,
pueden circular informaciones distintas, incluso en algunos casos, como
el del 13-M, informaciones políticas y de acción política en un día en
que no se podía; pero una cosa es un partido, otra cosa es un medio de
comunicación legal y otra cosa es la gente montando sus propias
redes…”.
Ocho años después de estas palabras de
Castells sobra casi recordar la importancia política y social de
herramientas como los periódicos electrónicos, los blogs, facebook o twitter,
que no solo sirven como vía de comunicación global y de debate, no
pocas veces encendido, sino como un potente mecanismo de denuncia en el
sentido al que ahora nos estamos refiriendo: las llevadas a cabo para
frenar los procesos de desahucio de personas en situación de especial
vulnerabilidad son un buen ejemplo; en la misma línea se podría citar
las reacciones sociales ante una hipotética reforma de la Ley Orgánica
reguladora del derecho de reunión para establecer condiciones más
restrictivas a su ejercicio.
Finalmente, además de la
observación atenta y la eventual denuncia existe una tercera forma de
vigilancia sobre las instituciones que sería la certificación o evaluación
cualificada de los comportamientos públicos. A las bien conocidas –y en
no pocos casos ineficientes y politizadas- entidades públicas
encargadas de supervisar y certificar las actividades de las
instituciones, se unen hoy personas y organizaciones no gubernamentales
que, merced a su capacidad profesional e intelectual, pueden ejercer una
intensa actividad de vigilancia e influir en la percepción social del
funcionamiento de los poderes públicos y, por extensión, en los propios
poderes. Un ejemplo bien conocido -y a su vez no libre de críticas- lo
constituye en el ámbito político e institucional Transparency International,
organización no gubernamental -también promovida por Rosanvallon-
dedicada a combatir la corrupción, tanto al interior de los países como
en las relaciones económicas, comerciales y políticas internacionales.
Para ello impulsa campañas de concienciación sobre los efectos de la
corrupción, promueve la adopción de reformas políticas, el
establecimiento de acuerdos internacionales sobre la materia,…
En cuanto a actuaciones de evaluación,
son bien conocidas las que han venido haciendo un estudio crítico de
las políticas económicas y financieras llevadas a cabo por la mayoría de
los gobiernos de los países desarrollados para, supuestamente, salir de
la crisis.
En definitiva, y siguiendo con la terminología de Rosanvallon, cuando hablamos de la necesidad de una fuerte contrademocracia
para que exista una democracia fuerte, hablamos de la importancia de
contar con movimientos sociales y políticos que lleven a cabo una
interacción intensa entre la ciudadanía y la esfera política, ejerciendo
una democracia de expresión, mediante la que se formulen críticas a las actuaciones de los poderes públicos y se expresen reivindicaciones; una democracia de implicación,
a través de conjunto de actuaciones mediante las que los integrantes de
esos movimientos se relacionan entre ellos para conseguir un entorno
común, y una democracia de intervención, relativa
al conjunto de actuaciones colectivas imprescindibles para alcanzar un
sistema político más transparente y participativo, un control efectivo
de los principales actores económicos, un sistema tributario
equitativo,…
Como concluía Rosanvallon en una entrevista en el diario La Nación,
“el buen ciudadano no es únicamente un elector periódico. También es
aquél que vigila en forma permanente, el que interpela a los poderes
públicos, los critica y los analiza. Alain repetía que, para estar viva,
la democracia debía asumir la forma de poderes activos de control y
resistencia”.