Andrés Mora Ramírez | América Latina en movimiento |
Las
nociones dominantes de progreso y desarrollo, que condicionan nuestras
relaciones con el medio natural, se encuentran en una profunda crisis.
Los informes de agencias y organismos internacionales solo nos revelan
los riesgos inminentes y los umbrales que está cruzando la civilización
capitalista, sin reparar en las implicaciones que esto tiene para la
vida humana.
Un
reciente informe presentado por el Programa de Naciones Unidas para los
Asentamientos Humanos (ONU-Habitat) caracteriza a América Latina como la
región más urbanizada del mundo y, al mismo tiempo, la más desigual.
Con casi el 80% de su población (unos 468 millones de personas) viviendo
en zonas urbanas, esta expansión –por sus dimensiones e intensidad en
las últimas décadas- tiene consecuencias directas en la formación de
barrios marginales y cinturones de miseria en la periferia de las
grandes metrópolis; en el aumento de la pobreza y la desigualdad, la
violencia y la inseguiridad; y evidentemente, impacta el medio ambiente
por la colonización de espacios para viviendas (incluso en zonas de
riesgo) y desarrollos inmobiliarios, y la mayor demanda de medios de
transporte, con su consecuente contaminación: en 2008, se calculaba que
el 20% de la población adulta latinoamericana tenía un vehículo
motorizado (BBC Mundo, 22/08/2012).
Este panorama descrito por ONU-Habitat guarda estrecha relación con los resultados del informe GEO-ALC 3 (2010),
del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, que advierte
sobre las presiones que ejercen las modalidades de desarrollo
predominantes (que en general, salvo excepciones parciales, se definen
por su vocación extractivista, maquilera y de venta de servicios, en el
marco de un capitalismo periférico y tardío) sobre el medio natural y
social latinoamericano.
Dicho
informe constata que con el aumento del 51% de la población regional en
los últimos 40 años, “la cobertura de servicios de infraestructura
básica no alcanza al total de la población, existiendo importantes
asimetrías entre y dentro de los países”. En ese escenario, la demanda
de agua, por ejemplo, aumentó en un 76% en 15 años, “como resultado del
crecimiento demográfico (en especial el urbano), la expansión de la
actividad industrial y la elevada demanda para riego, factores que han
incidido a la vez en la disminución de la calidad del recurso hídrico,
causada por la contaminación y el bajo porcentaje de tratamiento que
reciben las aguas residuales generadas”.
Además,
en 35 años la demanda de energía eléctrica se cuadruplicó, al pasar de
427 a 1688 kilovatios hora por habitante: el 53% de esta energía que
produce la región para abastecer los crecientes niveles de consumo,
proviene de plantas hidroeléctricas, lo que confirma el carácter vital y
estrátegico del agua –y su eventual agotamiento- para pensar el futuro
de América Latina.
Estas
problemáticas no son exclusivas de las grandes ciudades, y por el
contrario, se manifiestan con signos alarmantes incluso en países
pequeños y con menores niveles de industrialización y urbanización, como
Costa Rica. Aquí, el estatal Instituto Costarricense de Acueductos y
Alcantarillados (AyA) anunció la semana anterior su preocupación porque,
a causa del desarollo inmobiliario desmedido en los cerros del oeste de
la capital San José (una zona exclusiva de negocios y vivienda para
sectores de altos ingresos económicos) y en el polo turístico de
Guanacaste, en la costa del Pacífico, la demanda de agua ya superó la
capacidad de oferta del líquido por parte del AyA: un hecho que enfrenta
a estas zonas en específico, y al país, en general, a problemas de
abastecimiento de agua potable, rechazo de solicitudes de conexión del
servicio y búsqueda de nuevas fuentes del recurso hídrico (La Prensa Libre, 23/08/2012).
El
anuncio del AyA, quizás sin proponérselo, cuestiona el modelo de
desarrollo costarricense que, en la última década, encontró en el “boom”
inmobiliario y el turismo dos de sus ejes más dinámicos, pero con
consecuencias y sinsentidos que solo recientemente empiezan a hacerse
visibles para la opinión pública. Todavía se recuerdan las
movilizaciones de los años 2007 y 2008, en Sardinal, en la provincia de
Guanacaste, cuando los habitantes se lanzaron a las calles a protestar
por la construcción de un acueducto privado para regar los campos de
golf de un complejo hotelero de lujo, lo que ponía en riesgo el
suministro de agua para la comunidad. Los manifestantes ganaron la disputa legal en los Tribunales de Justicia,
pero la idea dominante del desarrollo –que sustentaba ideológicamente
el proyecto y el modelo de megaconstrucciones- no cambió un ápice.
Como
puede apreciarse, no se trata entonces solamente de un asunto de
economía, de planificación urbana o de ecología. En el fondo, el
fenómeno de la urbanización de América Latina y los altos niveles de
consumo de recursos naturales para abastecer las demandas de las
ciudades y del “desarrollo”, expresan toda una visión cultural: la de la
ciudad como depositaria de los saberes y prácticas legítimas; como
aspiración o ideal del progreso que debían alcanzar los pueblos y
repúblicas “atrasadas” que en el siglo XIX, según los ilustrados de la
época, llegaban tarde a la carrera frenética de la modernización, lo que
en definitiva hizo del dilema entre civilización o barbarie el
paradigma de las relaciones entre sociedad y naturaleza durante dos
siglos de vida independiente. Una tesis que José Martí impugnó, con
absoluta claridad, cuando dijo, en su ensayo Nuestra América (1891), que en realidad “no hay batalla entre civilización y barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.
Hoy,
sin embargo, las nociones dominantes de progreso y desarrollo, que
condicionan nuestras relaciones con el medio natural, se encuentran en
una profunda crisis. Los informes de agencias y organismos
internacionales solo nos revelan los riesgos inminentes y los umbrales
que está cruzando la civilización capitalista, sin reparar en las
implicaciones que esto tiene para la vida humana.
Pensando
en la Ciudad de México, su ciudad inmensa, esa “acumulación de almas,
de recursos naturales, cuerpos a la deriva, edificiones, instituciones,
calles sobrepobladas”, Carlos Monsiváis, en su libro Apocalipstick (2009), se preguntó: “¿Logrará la metrópolis verse en un espejo?”
Con el
maestro mexicano, también nosotros podríamos preguntarnos si seremos
capaces, algún día, de mirarnos en el espejo y descubrir en su reflejo
el rostro deforme, desigual y contradictorio del maldesarrollo que nos
consume.
- Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
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