Pilar Vega | Diagonal
La gente se ve obligada a
recorrer largas distancias
entre el origen y el
destino de sus viajes; trayectos
de 20, 30, e incluso cien kilómetros
de ida, y otros tantos de
vuelta, son habituales.
Afrontar
estos desplazamientos mediante
la movilidad no motorizada es
una tarea imposible.
Las actuales relaciones urbanas
son el producto de un pasado urbanístico
en el que se idearon las
ciudades de espaldas al movimiento
vertical de la naturaleza.
Los urbanistas redactaron en
1933 la Carta de Atenas, que recogía
los principios que regirían
la ordenación territorial a partir
de ese momento. Un modelo al
servicio de la naciente industria
del automóvil, para la producción
a gran escala, en el que el
objetivo era lograr una mayor
eficacia a favor de los beneficios
del capital. Un solo espacio para
un solo tiempo.
Aquellas ideas determinaron
la separación estricta entre áreas
residenciales, comerciales y productivas,
que quedaban conectadas
por redes jerarquizadas de
transporte. Las ciudades españolas,
aunque tarde, también incorporarían
estos principios, con lo
que contribuyeron a zonificar y
colonizar el territorio, al tiempo
que destruían un rico patrimonio
arquitectónico y urbanístico.
Esta nueva ordenación trajo
consigo grandes distancias en la
localización de las actividades y
de las funciones urbanas, y complicó
la movilidad hasta el punto
de hacer imposibles los desplazamientos
no motorizados.
A finales de los ‘90 y comienzos
del siglo XXI, la posibilidad
de que las nuevas tecnologías pudieran
sustituir el transporte por
información, desdibujaba las
agresiones ambientales que un
nuevo modelo de redes iba construyendo.
Se trataba de ganar
tiempo en un territorio ampliado,
de sustituir el desplazamiento
físico por la instantaneidad en
los intercambios que ofrecían las
nuevas comunicaciones.
Los habitantes de este territorio
cada vez más alejado y disperso
imaginaban su vida en la naturaleza;
un entorno tan alejado del
centro urbano, en el que caminar
y pedalear difícilmente podrían
ser útiles para comunicar orígenes
y destinos suburbiales.
La expectación sobre las posibilidades
que las nuevas tecnologías
abrirían en la gestión de
la movilidad, al evitar viajes y
reducir el tiempo global destinado
al desplazamiento, han quedado
completamente defraudadas.
Puede incluso afirmarse que este
cambio tecnológico ha tenido resultados
negativos, al permitir la
aparición de nuevos viajes, antes
impensables y a mayor distancia.
La necesaria lentitud
El modelo territorial, productivo
y cultural ha obligado a incrementar
el parque automovilístico
para poder realizar los desplazamientos
cotidianos. El vehículo
privado ha hecho posible vivir
cada vez más lejos, pero a cambio
de un mayor consumo de
tiempo y energía en desplazamientos
interminables. En los últimos
50 años se ha pasado de un
modelo de cercanía con un millón
de vehículos (1960), a un
modelo de lejanía donde son necesarios
31.086.035 vehículos
(2010) para atender las necesidades
de transporte. Esto ha
obligado a que más de 25 millones
de personas se conviertan en
conductores para poder desplazarse
a cualquier sitio.
Como resultado se ha producido
un fuerte impacto ambiental y
territorial que ha destruido el
paisaje de nuestras ciudades, ha
incrementado el número de kilómetros
recorridos y, con ello, la
cantidad de energía consumida
para satisfacer estos desplazamientos.
Pero también ha supuesto
un impacto social porque
el modelo no es igual para el conjunto
de la ciudadanía. Son muchos
los colectivos que se ven
marginados por la rapidez, el
despilfarro económico, la polución
y los recursos que demanda
este modelo de movilidad. Las
personas con discapacidad, los
menores, las personas mayores
o aquéllas que no tienen recursos
económicos son objeto de
una evidente discriminación.
Ante esta degradación del paisaje
urbano, que es devorado por la
aceleración, la velocidad y las
prisas, es urgente crear un espacio
para la lentitud, una forma de humanizar
las relaciones urbanas. Las
ciudades lentas requieren la vuelta
a la urbe tradicional mediterránea,
compacta, que invita a las personas
a vivir de otro modo. Esta propuesta
permitiría reconquistar espacios
de reflexión y tranquilidad, ausentes
en la sociedad suburbial actual.
Es imprescindible encontrar tiempo
para vivir y ampliar los espacios
para la lentitud.