PAUL KRUGMAN 30/10/2011 ELPAIS
Los
mercados financieros están celebrando el pacto alcanzado en Bruselas a
primera hora del jueves. De hecho, en relación con lo que podría haber
sucedido (un amargo fracaso para ponerse de acuerdo), que los dirigentes
europeos se hayan puesto de acuerdo en algo, por imprecisos que sean
los detalles y por deficiente que resulte, es un avance positivo.
Pero
merece la pena retroceder para contemplar el panorama general,
concretamente el lamentable fracaso de una doctrina económica, una
doctrina que ha infligido un daño enorme tanto a Europa como a Estados
Unidos.
La
doctrina en cuestión se resume en la afirmación de que, en el periodo
posterior a una crisis financiera, los bancos tienen que ser rescatados,
pero los ciudadanos en general deben pagar el precio. De modo que una
crisis provocada por la liberalización se convierte en un motivo para
desplazarse aún más hacia la derecha; una época de paro masivo, en vez
de reanimar los esfuerzos públicos por crear empleo, se convierte en una
época de austeridad, en la cual el gasto gubernamental y los programas
sociales se recortan drásticamente.
Nos
vendieron esta doctrina afirmando que no había ninguna alternativa -que
tanto los rescates como los recortes del gasto eran necesarios para
satisfacer a los mercados financieros- y también afirmando que la
austeridad fiscal en realidad crearía empleo. La idea era que los
recortes del gasto harían aumentar la confianza de los consumidores y
las empresas. Y, supuestamente, esta confianza estimularía el gasto
privado y compensaría de sobra los efectos depresores de los recortes
gubernamentales.
Algunos
economistas no estaban convencidos. Un escéptico afirmaba cáusticamente
que las declaraciones sobre los efectos expansivos de la austeridad
eran como creer en el "hada de la confianza". Bueno, vale, era yo.
Pero,
no obstante, la doctrina ha sido extremadamente influyente. La
austeridad expansiva, en concreto, ha sido defendida tanto por los
republicanos del Congreso como por el Banco Central Europeo, que el año
pasado instaba a todos los Gobiernos europeos -no solo a los que tenían
dificultades fiscales- a emprender la "consolidación fiscal".
Y
cuando David Cameron se convirtió en primer ministro de Reino Unido el
año pasado, se embarcó inmediatamente en un programa de recortes del
gasto, en la creencia de que esto realmente impulsaría la economía (una
decisión que muchos expertos estadounidenses acogieron con elogios
aduladores).
Ahora,
sin embargo, se están viendo las consecuencias, y la imagen no es
agradable. Grecia se ha visto empujada por sus medidas de austeridad a
una depresión cada vez más profunda; y esa depresión, no la falta de
esfuerzo por parte del Gobierno griego, ha sido el motivo de que en un
informe secreto enviado a los dirigentes europeos se llegase la semana
pasada a la conclusión de que el programa puesto en práctica allí es
inviable. La economía británica se ha estancado por el impacto de la
austeridad, y la confianza tanto de las empresas como de los
consumidores se ha hundido en vez de dispararse.
Puede
que lo más revelador sea la que ahora se considera una historia de
éxito. Hace unos meses, diversos expertos empezaron a ensalzar los
logros de Letonia, que después de una terrible recesión se las arregló, a
pesar de todo, para reducir su déficit presupuestario y convencer a los
mercados de que era fiscalmente solvente. Aquello fue, en efecto,
impresionante, pero para conseguirlo se pagó el precio de un 16% de paro
y una economía que, aunque finalmente está creciendo, sigue siendo un
18% más pequeña de lo que era antes de la crisis.
Por
eso, rescatar a los bancos mientras se castiga a los trabajadores no
es, en realidad, una receta para la prosperidad. ¿Pero había alguna
alternativa? Bueno, por eso es por lo que estoy en Islandia, asistiendo a
una conferencia sobre el país que hizo algo diferente.
Si han estado leyendo las crónicas sobre la crisis financiera, o viendo adaptaciones cinematográficas como la excelente Inside Job,
sabrán que Islandia era supuestamente el ejemplo perfecto de desastre
económico: sus banqueros fuera de control cargaron al país con unas
deudas enormes y al parecer dejaron a la nación en una situación
desesperada.
Pero en el camino hacia el Armagedón económico
pasó una cosa curiosa: la propia desesperación de Islandia hizo
imposible un comportamiento convencional, lo que dio al país libertad
para romper las normas. Mientras todos los demás rescataban a los
banqueros y obligaban a los ciudadanos a pagar el precio, Islandia dejó
que los bancos se arruinasen y, de hecho, amplió su red de seguridad
social. Mientras que todos los demás estaban obsesionados con tratar de
aplacar a los inversores internacionales, Islandia impuso unos controles
temporales a los movimientos de capital para darse a sí misma cierto
margen de maniobra.
¿Y
cómo le está yendo? Islandia no ha evitado un daño económico grave ni
un descenso considerable del nivel de vida. Pero ha conseguido poner
coto tanto al aumento del paro como al sufrimiento de los más
vulnerables; la red de seguridad social ha permanecido intacta, al igual
que la decencia más elemental de su sociedad. "Las cosas podrían haber
ido mucho peor" puede que no sea el más estimulante de los eslóganes,
pero dado que todo el mundo esperaba un completo desastre, representa un
triunfo político.
Y
nos enseña una lección al resto de nosotros: el sufrimiento al que se
enfrentan tantos de nuestros ciudadanos es innecesario. Si esta es una
época de increíble dolor y de una sociedad mucho más dura, ha sido por
elección. No tenía, ni tiene, por qué ser de esta manera. -PAUL KRUGMAN
Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y premio Nobel 2008. 2001. New York Times Service. Traducción de News Clips.