Por Paco Ronda | Rebelión
Nuevas formas, nuevas políticas y nuevas lógicas están siendo
introducidas en la gestión de lo social, ese espacio en el que
confluyen, entre otros, los problemas y las situaciones relacionadas con
el desempleo, la precariedad, la exclusión social o la pobreza de la
ciudadanía. La crisis económica está influyendo no sólo en los bolsillos
de los que más la padecen, esos casi nueve millones de personas en todo
el reino de España, también está influyendo en la manera de nombrar los
problemas, de identificarlos y de pensarlos. Y también de
invisibilizarlos.
Por otro lado, también está influyendo en los discursos del poder, en quienes los reproducen y en las políticas y prácticas de intervención de los profesionales de los servicios sociales y de empleo, los psicólogos y educadores sociales y otras profesiones relacionadas directamente con el bienestar de las personas. Está injiriendo asimismo en sus pericias, en sus análisis y en las valoraciones sociales que se hacen de los sujetos y sus circunstancias, esas que les impiden tener un empleo, no llegar a fin de mes o vivir en la más absoluta inseguridad social y personal.
Paco Roda. Departamento de Trabajo Social. Universidad Pública de Navarra
Por otro lado, también está influyendo en los discursos del poder, en quienes los reproducen y en las políticas y prácticas de intervención de los profesionales de los servicios sociales y de empleo, los psicólogos y educadores sociales y otras profesiones relacionadas directamente con el bienestar de las personas. Está injiriendo asimismo en sus pericias, en sus análisis y en las valoraciones sociales que se hacen de los sujetos y sus circunstancias, esas que les impiden tener un empleo, no llegar a fin de mes o vivir en la más absoluta inseguridad social y personal.
No solo la
crisis ha cambiado o remodulado el discurso sobre la pobreza, el
desempleo, la precariedad o la exclusión social. No solo ha cambiado sus
ecos y sus resonancias sociales. También el discurso político y
económico, que justifica la crisis y la reproduce, ha creado un nuevo
sujeto social perfectamente adaptado a esta nueva situación. Un sujeto
que, además de padecer una grave crisis de individualidad, ahora se
autoinculpa de su situación personal y social. Ahora este sujeto tiene
una noción de sí mismo y de su experiencia vital moralmente reprochable.
Obsérvese al desempleado o el cliente de los servicios sociales que
acude a éstos para solicitar un subsidio o prestación económica. No sólo
evidencia una situación de precariedad o exclusión social, consecuencia
de una estructura social desigual que raramente es observada o
identificada por los profesionales que le atienden, incorpora además un
juicio moral sobre sí mismo y así es evaluado.
La crisis
económica ha agudizado la individualización de las conductas hasta el
paroxismo, pero no como un profiláctico ante la misma al estilo del sálvese quien pueda,
que también, sino como herramienta del poder. Y esto tiene que ver con
el concepto denominado “gobierno de las voluntades” que vendría a ser
algo así como las prácticas y los discursos centrados en el control de
las conductas y los pensamientos de la gente con el objeto de conseguir
que la propia ocupación y la propia manera de estar en el mundo y
enfrentar la realidad, por dura que sea, refuerce el control del Estado,
exculpe a éste de toda responsabilidad y justifique la inviabilidad
natural de alterar el orden de las cosas.
Y es que desde
principios de este siglo se ha producido una deriva conceptual -iniciada
en los años 90- de las políticas del bienestar social. Si hubo un
tiempo en que el riesgo social era asumido por el Estado, con la
obligación de proteger a los sujetos como consecuencia de las tensiones
generadas por las leyes desiguales del mercado y las contradicciones de
las estructuras económicas y laborales; hoy la adversidad, la falta de
trabajo, la vulnerabilidad y la pobreza se viven y conciben como
aspectos particulares, fruto de la negligencia personal y de la falta de
previsión muy ligada a la voluntad personal, voluntad que es evaluada
por Servicios de Empleo y Servicios Sociales como elemento de
compensación para acceso a prestaciones económicas o técnicas.
En
este nuevo contexto la cuestión del riesgo o de la vulnerabilidad
social se plantea más en términos morales y particulares que políticos o
sociales. Se proyecta así un estado social mermado estructuralmente y
con una clara tendencia privatizadora, que se reconvierte en terapéutico
y fiscalizador con sus clientes más débiles quienes banalizan o
normalizan su propia adversidad. En este entorno también las nuevas
políticas sociales, especialmente las políticas pasivas de empleo y las
políticas en materia de intervención social desplegadas por el sistema
de los servicios sociales arremeten, en su versión más populista, contra
la dependencia e institucionalización del Estado Social del Bienestar
como si de una nueva patología moral se tratara. Y son los orientadores
de empleo y los trabajadores sociales, entre otras profesiones, los
encargados de dirigir la cruzada. Porque desde estos sistemas se insiste
en la responsabilidad personal, en la obligación de construir el propio
proyecto vital y la gobernanza sobre sí mismo para generar una
autonomía frente al mercado y frente a sus propias responsabilidades. Se
insiste en la motivación como estrategia personal para afrontar la
vulnerabilidad y se insiste en la gestión de las propias habilidades y
en la mejora de las propias competencias como elemento dinamizador de un
cambio de rumbo vital. Se reclama la incentivación del sujeto
independiente y competitivo olvidando que éste está muy determinado por
relaciones de interdependencia socioeconómica, las cuales explican su
vulnerabilidad y precariedad. Y es que de lo que trata ahora el Estado
higiénico-terapéutico es de preparar a los sujetos, a través de la
habilitación de diversas destrezas, para transitar mejor instruidos por
el extenuante camino de la precariedad. Se insiste así en el fomento de
la autonomía del sujeto a través de cursos de habilidades
socio-personales, técnicas de capacitación, itinerarios personalizados o
planes personificados de inserción, que tratan de reforzar el
empoderamiento personal pero que interiorizan modelos de
autoflexiguridad personal que confirman su dependencia de un mercado
laboral al cual difícilmente van a acceder y que no admite réplicas ni
decisiones ajenas a él. Más aún, se anima y exige a los sujetos a ser
autónomos en un mercado que se rige por leyes ajenas a los propios
sujetos y al control de su propia voluntad de cambio. Y es que estas
dinámicas individualizadas tratan de dotar al sujeto o cliente de
herramientas y guías para facilitar su propia gestión del riesgo, pero
no para protegerle frente a la adversidad derivada del mismo. Eso queda
ya en el olvido. Se destierran así, en el discurso de la intervención
social, las responsabilidades del Estado, la influencia de las
estructuras, las responsabilidades de las empresas y las contradicciones
y relaciones asimétricas del mercado, se olvida en definitiva el
radical y necesario discurso político, ese que invisibiliza las actuales
contradicciones e injusticias del poscapitalismo moderno y que se han
instaurado como inapelables exigencias de la naturaleza.
Es así
como la intervención social ejercitada por las profesiones sociales,
laborales, psicosociales y otras profesiones relacionadas con la ayuda
relacional, está sucumbiendo cuando no participando de esta estrategia
neoliberal de incentivación de la individualidad y naturalización de la
propia adversidad personal o social, de esta maniobra discursiva en la
que procesos de desarraigo, desempleo prolongado y vulnerabilidad de
carácter fundamentalmente económico se normalizan y psicologizan de
manera natural introduciendo en los mismos leyes de carácter
inalterable. Es necesaria una redefinición del trabajo psicosocial, de
la intervención social y del propio discurso que sustenta estas
disciplinas y que en los últimos años está contribuyendo a la
despolitización de la realidad social en perjuicio de una excesiva
politización del sujeto débil y empobrecido. Esto implica una necesaria
reformulación del concepto de ciudadanía, en la actualidad concebida
como un estatus que debe ser ganado a pulso más que un derecho
inalienable del Estado emancipador generador de oportunidades
igualitarias
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