Ahora que el pueblo egipcio ha
triunfado, o al menos lo parece, es buen momento para hablar de otra
revolución mucho más desconocida: la de Islandia, ese país que el FMI de Rato ponía como ejemplo a seguir y que acabó completamente quebrado, hundido por los escombros de una banca cancerígena que convirtió la isla en un inmenso hedge fund y dejó una deuda equivalente a todo el PIB de ocho años y seis meses.
La solución islandesa a esa condena
pronto se apartó de la ortodoxia. La Fiscalía abrió una investigación
penal contra los banqueros responsables del colapso; algunos han huido
del país y están en busca y captura
por la Interpol. En 2009, el gobierno tuvo que dimitir en bloque,
acorralado por las protestas ciudadanas; fue el primero y casi el único
en caer por la crisis (si excluimos a Túnez y Egipto). Después los
islandeses forzaron un referéndum para bloquear el pago de la deuda de
la banca y lo lograron: ganó el no con más del 90% de los votos.
Y hace un par de meses, Islandia arrancó una ambiciosa reforma
constitucional que, por primera vez en la historia del mundo, será fruto
de un proceso de democracia directa, al margen de los partidos.
La Asamblea Constituyente está formada por 31 ciudadanos corrientes,
elegidos en las urnas entre 523 candidaturas que sólo necesitaban 30
firmas para poder presentarse.
Hoy Islandia está creciendo. El año que
viene, su presupuesto público estará en superávit; su situación
económica es bastante mejor que la de otros países igualmente
desarbolados, como Grecia o Irlanda. ¿El secreto? Algo revolucionario,
aunque se suponía que era una de las reglas ensenciales del
capitalismo: Islandia se negó a socializar las pérdidas y dejó que la
banca irresponsable simplemente quebrase.