Ricard Martinez i Muntada | Viento Sur. Pero ya siempre serán Sanfermines del 24, Juan. Habíamos regresado a Barcelona con un bienestar interior al que no vamos a renunciar, porque conservarlo es el mejor homenaje que te podemos dedicar, junto con la promesa de que tu gente nos cuidaremos -de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades, comunistas al fin y al cabo-, te (re)leeremos, te beberemos, te viviremos, y viviéndote vivirás en nuestras vidas, en las de quienes te quisimos y te querremos hasta siempre, camarada, hermano.
La amistad prendió enseguida, ¿verdad, Juanito? Posiblemente aquel mismo otoño del 81 en que nos encontramos en la Facultat de Geografia i Història de la Universitat de Barcelona (UB). Tú llevarías ya un par de cursos en Catalunya, con una primera incursión en Periodismo de la UAB y luego ya en Historia de la UB. Habías llegado bien jovenzuelo y no sé si solo con lo puesto, pero en cualquier caso lo puesto no era poco: tu militancia ya casi veterana en ETA(VI)-LCR -entraste de adolescente, cuando todavía no era LKI, y reivindicabas con especial orgullo la primera parte de la sigla-, la dolorosísima e indeleble experiencia de vivir de tan cerca el asesinato de Germán en los Sanfermines del 78 o tu cuento premiado con el Villa de Bilbao y luego quemado por orden del alcalde-torquemada peneuvista (estos siempre del lado oscuro, ya sea la caverna, ya sea Repsol, que no es lo mismo pero es igual). Hay que precisar que esta última aventura fue entre el 80 -premio- y el 81 -quema-, cuando ya andabas por tierras catalanas y que el cuento, Epitafio del Desalmado Alcestes Pelayo, fue condenado a la hoguera por contener “palabras soeces, útero, por ejemplo” [sic] y ardió con el resto de textos reunidos en el volumen que había impreso el propio Ayuntamiento. Ahí, por cierto, te nació otra amistad, esta forzosamente a distancia, con Joseba Sarrionaindia, premiado en la modalidad de euskera.
La nuestra, ya prendida, se avivó y creció deprisa al calor -¡y qué calor!- de las asambleas estudiantiles en las que me hacías dar un paso al frente porque “tú hablas catalán” -eras un gran cuentista, también en este sentido-, de la campaña anti-OTAN que arrancaba entonces con fuerza y de misiones de audaces como la mani antifascista que montamos ¡el 23-F! del 83, con la rabia por las recientes agresiones a compas y la tensa incertidumbre de lo que pudiera ocurrir (salió bien y rompimos el tabú de la fecha). Al calor, en fin, de tantísimo más -pasaban muchas cosas en muy poco tiempo-, con tantas y tantos más; escuela de calor, cantábamos con Radio Futura, como si nos la hubiera dedicado. “Somos los mejores”, nos repetíamos en momentos de euforia; si en alguna ocasión lo fuimos de verdad, sería en gran medida gracias a tu inteligencia, tu visión de la jugada y tu pico de oro, que, aunque no piase en catalán, era capaz de sacarnos las castañas de fuegos que al resto nos resultaban terroríficos e impenetrables. Con tu calidez y tu afabilidad, con tu simpatía seductora, que no es lo mismo -sino mucho mejor- que arrolladora. Con el humor que nos hermanaba y estallaba en carcajadas a la menor excusa, con esa clase de alegría de vivir que solo se puede tener a los veintipoquísimos. Algo de hermano mayor tenías para mí en aquel entonces.
Creció también -no andábamos precisamente solos, sino bien acompañados- una cuadrilla diversa, multiforme, cambiante, que hoy también te llora. Cuadrilla, digo bien; aunque lo tuviera siempre delante de los ojos, sólo con los años he alcanzado a ser plenamente consciente de cuánto llegábamos a vasquear en plena Barcelona. El poteo, siempre el poteo. El bar del Pi, base de operaciones para empezar a surcar y bebernos la noche en una ruta que transitaba por el Glaciar, el Karma, el Sidecar y tantísimos otros garitos que formarían una lista inacabable, pero entre los cuales es obligado hacer honor a la Rivolta, acogedor punto de avituallamiento cuyas sólidas pizzas se ofrecían como dudoso colchón para el líquido que seguiría viniendo a continuación. Era una Barcelona todavía popular y canalla, liberada no hacía tanto de las costras de mugre y caspa franquistas, aunque también impregnada de desencanto por la frustración de los sueños más hermosos concebidos en la lucha contra el fascismo; ya herida, pues, pero todavía no vampirizada y momificada en vida por los negociantes depredadores de siempre, esos a quienes el movimiento vecinal había parado las garras con éxito en los setenta, pero que luego sabrían engatusar maragallianamente bien al personal con la memez olímpica.
Muy pocos años después de nuestro primer encuentro, fuiste el inductor, junto con algún otro colaborador necesario, del error que más contento estoy de haber cometido en la vida: militar en la Liga (aviso a terceras personas para evitar cualquier confusión lectora: lo del error es pura broma, lo de contento pura verdad). Y ahí se abrió otro mundo, en lo político y en lo personal, que en nuestro caso demostraron inmejorablemente que lo uno era lo otro y viceversa. Currar juntos en la librería Leviatan, compartir piso ruinoso en la calle Comtal -¡mi primer compañero de piso fuiste, Juan!-, ruinoso pero mítico por muchos motivos, tanto lúdicos como políticos, incluidas las reuniones de las células de universidad de la Liga y el MCC, a veces simultáneas y en habitaciones contiguas -otro compañero del piso militaba con los chinos-, lo cual suscitaba situaciones inequívocamente marxistas... de Groucho y hermanos, claro. Amores y desamores. Banda sonora de La Polla Records, Kortatu y Hertzainak, pero también de Pablo y Silvio. Más potes. Manis, acciones, huelgas generales (la del 88, sí, pero antes la del 85, más dura por no ser una convocatoria tan amplia, aunque sí razonablemente exitosa). Debates en los que tu pico de oro me sacaba de quicio cuando me llevabas la contraria y te espetaba: “¡Sofista!”. Solías ganarme, claro. Un par de Sanfermines salvajes, de los que, agotado, saqué el firme propósito de “nunca más” -felizmente incumplido, según se verá- y en uno de los cuales, en el 85, nos llegó la noticia de que el arriba mencionado Sarri, Sarri, Sarri, Sarri había volado libre, para gran regocijo de la concurrencia.
De la Nicaragua revolucionaria, que fuiste el primero de la cuadrilla en pisar, nos trajiste hermosas y entusiastas experiencias, y tan bien nos las contaste que a unos cuantos nos resultó imposible no hacer también el viaje de brigadistas. De allí, además, se vino contigo Anna, o te viniste tú con Anna; aunque ella fuera de Sabadell, en Nicaragua, Nicaragüita os encontrasteis y allí prendió lo que prendió. La revolución acabó en desastre, como tantas otras -aunque jamás nos robaron ni nos van a robar la convicción de que hay que seguirlo intentando, siempre, siempre, siempre, Juan, en eso sí que no pasarán-, pero con Anna has estado hasta el final, llenos de amor. Y convertido tú en un sabadellense más, del mítico y luchador barrio de Ca n’Oriac para más señas, sabadellense militante incluso, como bien testimonia tu hermoso Gentes de otro lugar, sobre las riadas del 62. Vinieron las campañas europeas de HB, atravesadas por el dolorosísimo puñal de Hipercor; esto lo reflejaste insuperablemente bien, y sabiamente entrelazado con la casi coetánea derrota en el referéndum de la OTAN, en El libro que Helga no llegará a leer. Aquellas campañas traerían también de la mano tu corresponsalía de Egin en Barcelona; así de brillante eras, que ni siquiera un mundo en que no escaseaba precisamente el sectarismo te hacía ascos pese a ser un trotskazo reconocido, aunque creo que algún papel tuvo también en ello nuestro ex camarada Joxerra Goikoetxea, Ardotxi, quien, aunque se hubiera pasado tiempo atrás a la competencia, alguna querencia conservaba por la vieja familia.
Trotsko orgulloso pero siempre unitario, fuiste impenitente entusiasta de la orientación del Partido de los Revolucionarios aprobada por la Liga en 1981 -en esencia, impulsar la confluencia de todas las corrientes revolucionarias en una sola organización pluralista y democrática-, incluso cuando, a mediados de los ochenta, fue quedando un tanto postergada (aunque al terminar la década acabaríamos yendo a una de sus posibles concreciones, la unificación con el MC, una decisión, traducida en hostión, que nos hizo trizas). En dicho entusiasmo y en otras cuestiones supiste mantener una cabeza independiente y jamás tuviste reparos en expresar tus discrepancias. En la Liga nunca nos falló gravemente la democracia interna, pero en nuestra organización catalana de la segunda mitad de los ochenta había tanta unanimidad entusiasta y tanta intensidad que a veces podía costar ser la voz discordante. Y tú supiste hacerlo, aunque alguna vez, siempre travieso, rozaras la indisciplina.
No del todo ajenos a esto último fueron nuestros momentos de desencuentro, nubarrones y alguna que otra tempestad que, encima, fueron a producirse justo en aquellos políticamente aciagos, nefastísimos primeros años noventa. Malos tiempos para la lírica, habíamos cantado ya a Brecht con Golpes Bajos durante los ochenta, pero lo que vino a continuación fue mucho peor: la derrota en Nicaragua, el hundimiento de los regímenes del Este que nada tenía que ver con los bellos sueños trotskos o, en nuestro pequeño mundo, la fusión y muerte con el MC. Pero a lo que iba, a nuestros desencuentros: se me antojó entonces que transcurría una eternidad, pero en realidad fueron cortos años tras los cuales llegaron pronto los reencuentros, en un crescendo larguísimo, lento, continuado y, por encima de todo, deseado. Tal vez fuera primero en Sabadell, cuando en la segunda mitad de los noventa yo acudía al archivo a husmear papeles del movimiento vecinal. Eso si es que no tuvimos ya antes -no estoy seguro- la primera de tantas comidas de la vieja mole (célula) de Universidad, hoy ya una consolidadísima tradición, debidamente intergeneracional, que hemos sabido mantener hasta el presente; por cierto, que la próxima, Juan, va a ser en nada, este 15 de diciembre, por ti y para ti. Comidas, da igual cuándo empezaran, que fueron hitos del largo reencuentro, como también lo fueron las presentaciones de libros tuyos y los actos y publicaciones relacionados con la memoria y la historia de la Liga, terreno en el cual, por lo menos para mí, eras una especie de puente entre los setenta y los ochenta; había muchos más, claro, empezando por la generación fundadora, pero tú ocupabas un lugar especial por tu propia precocidad: en los ochenta eras un todavía joven militante, pero tus raíces se remontaban a mediados de los setenta, rara avis, pues, y, por lo mismo, poseedor y practicante de una mirada nada común. Mucho hablamos de ello y de las derrotas acumuladas, una tras otra, en espera de la victoria final. De ello y de muchísimo más, de casi todo, ya fuera en vivo y en directo o en hilarantes hilos de correo que estos días me hacen llorar cuando los releo y que serán un tesoro bien guardado, oro en paño, para siempre. De nuestras paternidades tardías o tardonas, perdidamente enamorados de vuestro Yabsera tú y de nuestra Alícia yo. De nuestra compartida condición automovilística de copilotos no conductores, colectivo siempre pendiente de reivindicación y dignificación, aunque no sé qué opinarían las respectivas pilotas. Descubrir con alivio y alegría que coincidíamos en una mirada hipercrítica -e hiperminoritaria entre nuestra gente más cercana- sobre el procés catalán, por más que siguiéramos siendo soberanistas, eso siempre. Comentar mis publicaciones de historiador a escasísimo tiempo parcial y tus novelas y cuentos de escritorazo no suficientemente reconocido, creo yo, por lo menos en términos de público amplio; tampoco era lo que buscabas, porque lo que te molaba sobre todo era gozar escribiendo y haciéndolo tan bien, aunque tampoco te faltaron abundantes y merecidos premios. Celebrar el éxito, en reducidísmos pero exigentes círculos de la Argentina, de “El giro estratégico a las barras bravas”, uno de los relatos incluidos en ese joyero tan rico que es Preguntádselo a Katherina Meier; hay que precisar que el cuento fabula la operación entrista de unos trotskos argentinos en la hinchada futbolística y sus insospechadas consecuencias, y que los círculos que menciono, a los que me arriesgué a darlo a conocer sin tú saberlo, estaban compuestos por gentes trotskas o postrotskas, imposible imaginar un tribunal más severo, que te dio el cum laude. Gozar del privilegio de leer y discutir contigo alguna novela en ciernes o algún relato que no han visto ¿ni verán? la luz.
Juan, en el centro, entre el autor de la nota y Montse Falcó, la noche del 7 al 8 de julio de 2024
Y, claro, 22 de septiembre, San Fermín, tu última novela publicada en vida. El asesinato de Germán y la revuelta subsiguiente, pero también una inmersión completa en los Sanfermines en su integralidad, como no creo -o por lo menos no sé- que nadie los haya contado jamás. Los Sanfermines, tan en el centro de tu vida desde chico, marcados a fuego los del 78, salvajes los siguientes, por lo menos los que experimenté yo... Y los de este año, tus últimos Sanfermines sin saberlo, esos tan entrañables que nos regalaste a Montse y a mí, acogidos -en la casa familiar conservada en Barañain- por ti y por Anna, con Yabsera, tu madre Carmen, tus hermanos Floren -con Cristina, tan recientemente perdida también, en nuestros corazones- y Txema, con Carmen, Maren y Oliene. Me los prometiste tranquilos -a diferencia de los anteriores- como correspondía a nuestra edad, y así fueron. Y hermosos. Tantas horas juntos después de tanto tiempo, los potes otra vez, el homenaje anual a Germán seguido de la comida en su memoria con lo mejor de cada casa, más charla de lo divino y lo humano, descubrir ¡a estas alturas! la pasión compartida por Centauros del desierto, tu calidez y tu ternura de siempre, maduras y desplegadas al máximo, un nuevo empujón a la amistad y, como había ganas de más, planes urgentes de monte noroccidental catalán para el otoño, que no llegarían a ser porque, mierda, aquello estaba siendo una despedida sin saberlo -tal vez la mejor posible, por ser inconsciente y así exenta de dolor-, no hasta el terrible domingo 10 de noviembre. La llamada de Iñaki: “Juan se va”. Luego, la incredulidad, el vacío, la pérdida, el dolor, ahora sí, inmenso.
Pero ya siempre serán Sanfermines del 24, Juan. Habíamos regresado a Barcelona con un bienestar interior al que no vamos a renunciar, porque conservarlo es el mejor homenaje que te podemos dedicar, junto con la promesa de que tu gente nos cuidaremos -de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades, comunistas al fin y al cabo-, te (re)leeremos, te beberemos, te viviremos, y viviéndote vivirás en nuestras vidas, en las de quienes te quisimos y te querremos hasta siempre, camarada, hermano.
Obras -incompletas- de Juan Retana
“Epitafio del Desalmado Alcestes Pelayo”, en Cuentos incombustibles, Bilbao, Colectivo de Autores, 1981 (reedición, por suscripción popular, del libro quemado).Los cruentos sucesos de Vera, Donostia, 1982.
Papeles que demuestran cómo la muga mordió al comunal, Iruñea, 1982.
Del rencor y la memoria, Alacant, Agua Clara, 2005.
Gentes de otro lugar, Alacant, Agua Clara, 2008.
El libro que Helga no llegará a leer, León, Everest, 2009.
Preguntádselo a Katherina Meier. Cuentos del siglo corto, Irun, Alberdania, 2012.
22 de septiembre, San Fermín, Iruñea, Pamiela, 2018.