El mito del hombre cazador

Un hilo en Twitter de Universo Recóndito. En la Prehistoria los hombres cazaban; las mujeres recolectaban o “cazaban cosas que no pudieran escapar”, como bayas o setas.


Esa es la narrativa estándar que por décadas permeó nuestra visión de la prehistoria.


El problema es que es falsa.


La tesis del “hombre cazador” está arraigada en la antropología, estableciendo que la caza nos hizo humanos, que sólo los hombres cazaban y, por tanto, las fuerzas evolutivas debían haber actuado sólo sobre ellos.

Sostiene que en el paleolítico había una división del trabajo.

Esta división del trabajo, surgiría de diferencias biológicas entre hombres y mujeres: los hombres evolucionaron para cazar y proveer alimentos y las mujeres para criar y atender tareas domésticas.

El embarazo y la crianza eliminarían la capacidad de las mujeres para cazar.

Pero la evidencia paleontológica sugiere otra cosa. Hombres y mujeres hacían las mismas cosas, desde caza mayor mediante emboscada, hasta procesar pieles para fabricar cuero.

Las mujeres participaban en la caza de rinocerontes lanudos y los hombres también confeccionaban ropa.

Esto último se deduce del examen de restos neandertal y de sapiens antiguos.

El desgaste dental que resulta del uso de los dientes frontales como una tercera mano, probablemente en tareas como curtir pieles, es igualmente evidente en hembras y machos de esas especies.
Tampoco hay evidencia de estructura social ni de roles laborales diferenciados por género hasta los últimos 12.000 años, con la llegada de la agricultura.

Esto tiene sentido para quienes cuya subsistencia se basa en la procura de alimentos en pequeños grupos familiares.

La flexibilidad y la adaptabilidad son mucho más importantes que los roles rígidos, ya sean de género o de otro tipo.

Los individuos se lesionan o mueren, y la disponibilidad de alimentos animales y vegetales cambia con las estaciones.

Todos los miembros del grupo debían poder asumir cualquier rol según la situación, ya sea el de cazador, sastre o niñero.

Evidencia fósil muestra que hombres y mujeres experimentaron los mismos traumas óseos en el cuerpo: una señal de vida dura cazando cuervos, mamuts y uros.


Uno de los argumentos de los defensores de la teoría del “hombre cazador” es que las hembras no eran físicamente capaces de participar en largas y arduas cacerías.

Pero hay una serie de características asociadas a las hembras que proporcionan una ventaja en cuanto a resistencia.

Existen diferencias innegables entre mujeres y hombres. Pero el bombardeo mediático de la testosterona como hormona para el éxito deportivo oculta una realidad.

El estrógeno, que las mujeres producen más que los hombres, desempeña un papel importante en el rendimiento físico.

Entre otras cosas, el estrógeno mejora el metabolismo de las grasas.

Durante el ejercicio, el estrógeno estimula el uso de la grasa almacenada para obtener energía antes que los carbohidratos.

La grasa contiene más calorías por gramo que los carbohidratos.

Esta quema lenta de grasas para obtener energía puede retrasar la fatiga durante actividades físicas de resistencia.

En pruebas realizadas, se constató que en promedio las mujeres podían hacer más repeticiones que los hombres levantando el mismo porcentaje de su peso corporal.

Otro factor en contra del argumento de la mujer físicamente incapaz viene por el desarrollo de las tecnologías paleoliticas.

Hace 50.000-40.000 años fue la época en la que se empezó a innovar con tecnologías de caza como atlatls, anzuelos, redes de pesca, y arcos y flechas.

Esto alivió parte del desgaste que la caza suponía en el cuerpo y balanceó la fuerza requerida entre los sexos.

Un experimento reciente mostró que el atlatls disminuía las diferencias por sexo en la velocidad de las lanzas arrojadas por hombres y mujeres contemporáneos.



Incluso en la muerte, no hay diferencias de género en la forma en que los neandertales o los sapiens enterraban a sus muertos, ni en los bienes asociados a sus tumbas.

El estatus social diferencial en función del género no aparecen hasta la agricultura.
Resultan interesantes datos recopilados de 63 sociedades de recolección contemporáneas de todo el mundo.

Incluían 19 de América del Norte, 6 de América del Sur, 12 de África, 15 de Australia, 5 de Asia y 6 de la región oceánica.

De las 63, en 50 (79%) tenían mujeres cazadoras.


Las asunciones arbitrarias de género incluyen también al arte, dando a los hombres su exclusiva autoría.

Aunque el Divertículo de los Bisontes (cueva de Bédeilhac, Francia) está en un espacio tan reducido que se cree que las sofisticadas figuras fueron dibujadas por una mujer.


Tampoco hay evidencia de que el paleolítico haya sido una sociedad matriarcal, como escritoras de la segunda ola del feminismo afirmaron en su momento.

Esto ha sido cuestionado por investigadores como Cynthia Eller, en “El Mito de la Prehistoria Matriarcal”.

Una visión más acertada sería la presentada por Riane Eisler en “El Cáliz y la Espada”, en la que muestra cómo diversas sociedades antiguas pasaron de un modelo colaborativo a uno patriarcal, tras una invasión.

Evidencia posterior de Çatal Huyuk parece corroborar la tesis


La evidencia muestra cada vez más claramente un paleolítico colaborativo y fundamentalmente igualitario.

Y que la llegada de la agricultura, con su inversión intensiva en tierra, crecimiento demográfico y recursos acumulados, conduciría a roles de género rígidos y desiguales.

Roles rígidos que incluso, en su momento, eran avalados por la academia, sin evidencias.

Pretendiendo validar y perpetuar la noción, evidentemente cultural, del hombre como cabeza y jefe y la mujer como subordinada.

Era lo “natural” y la norma, porque “así había sido siempre”.

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