El capitalismo o el planeta. Prólogo

Los principios no tienen más fuerza que la de la tinta sobre el papel. Para que se conviertan en letra viva, es necesario, como dijo un pionero, que se «hagan con» la mayoría.

Prólogo de "El capitalismo o el planeta. Como construir una hegemonía anticapitalista para el siglo XXI" de Fréderic Lordon. Editorial Errata Naturae.


En realidad, es muy sencillo. Hoy tenemos muy claro que la manera en que hemos vivido hasta ahora (la manera capitalista) conduce al desastre general. De ahí que debamos cambiarla. Por completo.

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Hacía falta una catástrofe, claramente, para cerrar el largo paréntesis de la prehistoria (la del desarrollo material). La desgracia no habrá sido en vano si nos hace entrar, por fin, en la historia (la del desarrollo humano). La vida común debe, pues, rehacerse de arriba abajo.

Los individuos que han reinado durante la prehistoria seguirán teniendo derecho de ciudadanía. Los observaremos como curiosidades, apreciaremos sus transformaciones. Impediremos con firmeza a los recalcitrantes que nos perjudiquen. Porque lo que debemos hacer es lo contrario de lo que ellos han estado tanto tiempo imponiendo.

El que las sociedades de la prehistoria hayan podido hacer del desarrollo de la acumulación monetaria su único horizonte supone para ellas, por sí sola, la más terrible de las acusaciones.

Una sociedad humana jerarquiza sus prioridades de un modo distinto: según un orden lógico para la razón (incluso aunque, claro está, todo es solidario y, en la práctica, se entrega en su conjunto).

2

En primer lugar, están las exigencias de la conservación de la vida. Para vivir bien, primero hay que vivir. 

De ahí que el sistema general de salud ocupe un puesto alto en el orden lógico. Por «sistema de salud» no hay que entender solo las instituciones de atención médica, sino el conjunto de prácticas que contribuye al mantenimiento y bienestar de los cuerpos. Dichas prácticas comprenden la difusión a través de la educación, el intercambio de experiencias y el tiempo de entregarse a ellas. 

También se desprende que en la conservación de las vidas humanas se incluya de forma decisiva la máxima consideración posible hacia las existencias no humanas. Solo el disparate de creernos «un imperio dentro de un imperio» ha conseguido que olvidemos que no somos autosuficientes y que necesitamos a los demás; como mínimo, para organizar nuestra simbiosis en su compañía (por lo tanto,
para vivir «de manera inteligente» con ellos).

Las nuevas formas de la agricultura se encuadran en esta inteligencia. 

La medicina, las prácticas del cuerpo, las atenciones a la simbiosis y la agricultura son las instituciones de la salud humana. 

Sin embargo, no hay salud posible en la inquietud material. La segunda prioridad lógica les ahorra a los individuos las preocupaciones por el futuro, una servidumbre mental que crea las servidumbres políticas. Nadie debe tener ya miedo. 

Si el trabajo social no puede, sino estar dividido, es impensable que alguien tenga miedo de no poder acceder a todo lo necesario. La sociedad surgida de la prehistoria aspira, a través de la organización colectiva y en todos los ámbitos, a la mayor estabilización posible de las condiciones de existencia material de los individuos. Nadie debe depender para vivir de un intermediario volátil, soberano y tirano, ya sea en forma de «empleador» o de «mercado». De este modo, le corresponde a la sociedad en su conjunto garantizar sin condiciones a cada cual el acceso a los medios socialmente determinados de la tranquilidad material. 

Si consideramos esta cuestión básica como un mínimo, el máximo deberá limitarse de forma rigurosa.

La propiedad privada no tendrá más disfrute que uso. Su explotación para fines de puesta en valor pertenece a la prehistoria, que es donde permanecerá definitivamente. 

El desastre nos habrá enseñado que la jerarquía prehistórica estaba cabeza abajo: los primeros, los ilustres, eran unos lerdos, inútiles en el mejor de los casos y, casi siempre, parásitos; la sociedad solo se sostenía, en realidad, gracias a los que consideraba sus subalternos. Una vez remodelada la división del trabajo con vistas a la eliminación de los lerdos, la sociedad identificará con claridad a quiénes debe más y les dará el trato que merecen. 

Los títulos de la salud y la existencia material son solo los requisitos previos para el auténtico fin de la vida común: el desarrollo de las fuerzas creadoras de todos. 

El acceso ampliado y permanente al mayor número de saberes posible para el mayor número de individuos posible es inherente a la sociedad del desarrollo humano. Quien cultiva su propia mente tiende, ipso facto, a cultivar la de los demás. Por ello es útil para la sociedad y cuenta con el respaldo de esta. 

Si a este acceso se le da el nombre general de educación, todas sus formas se desarrollarán en el título de prioridades  de la vida social: escolar, popular, asociativa, autónoma, etc. Y lo mismo con todos los ámbitos. 

Los medios, que en la sociedad anterior eran instrumentos de servidumbre, de conformismo y de embrutecimiento, recibirán una especial atención. Se ceñirán estrictamente a la misión que su propio nombre indica: dar a conocer a cada cual la vida de los demás, de la colectividad y de las otras colectividades. Recibirán, asimismo, la función de informar acerca de todas las ideas y todas las creaciones, lejos de la subordinación a cualquier poder constituido. 

La educación, los medios y los lugares de creación son las instituciones del desarrollo humano. 

La prehistoria material había situado el sentido de la vida en el nivel del disfrute económico, pero la historia humana lo sitúa en las posibilidades de la libre producción de las manos y la mente. Sustituye el dinero por la obra; en el más amplio sentido posible del término, es decir, sin que implique condición alguna de abstracción ni de posteridad, pero sin excluirla tampoco. 

La sociedad humana se juzgará a sí misma por sus obras. 

Coda 

Los principios no tienen más fuerza que la de la tinta sobre el papel. Para que se conviertan en letra viva, es necesario, como dijo un pionero, que se «hagan con» la mayoría.

Hay que admitir que está en la naturaleza de las declaraciones de principios mantener silencio en lo relativo a las condiciones de materialización de los principios. 

Omiten muchas cosas y no dicen nada sobre los detalles. Esta es otra debilidad. Pero también es una fuerza. Primero, porque es una invitación a la contribución de todos: de cada cual según sus capacidades, a la colectividad según su aspiración política. Y luego porque, sin duda, el camino se hace al andar. 

Sin embargo, querer ir a otra parte, por mucho que hoy en día se considere una necesidad en términos de protección, no basta por sí solo: no se va a ningún sitio sin haberse hecho antes una idea del destino.




En nuestra situación, la consecuencia exige rendirse ante tres enunciados que no son fáciles de negociar: 1) el capitalismo ha entrado en una fase en la que está destruyendo a la humanidad y, por lo tanto, la humanidad va a tener que elegir entre perseverar a secas o perseverar dentro del capitalismo (para extinguirse en él); 2) los capitalistas jamás admitirán su responsabilidad homicida ni (por lo tanto) renunciarán a la continuación del (de su) juego, y se valdrán de los giros argumentativos más retorcidos para convencer de la posibilidad, de la necesidad incluso, de continuar, y también de las peores violencias si es necesario (y cada vez lo será más); 3) no hay ninguna fórmula de derrocamiento, ni siquiera de simple moderación, del capitalismo en el marco de las instituciones políticas de la «democracia» o, mejor dicho, de lo que se hace llamar así; solo un increíble despliegue de energía política logrará evitar que el capitalismo lleve a la humanidad al límite del límite, un despliegue que suele llevar el nombre de «revolución».


Sinopsis

El capitalismo está destruyendo a la humanidad. Es así de claro. La destruye, incluso, por duplicado. En primer lugar, devasta incontables vidas mediante la angustia y la precariedad, al poner la supervivencia de una gran mayoría de individuos en manos de dos amos locos: el mercado y el empleo. En segundo lugar, aniquila las existencias y el futuro de miles de millones de personas convirtiendo el planeta en un lugar inhabitable: sobrecalentado, hipercontaminado y expuesto a todo tipo de fenómenos meteorológicos extremos y pandemias.

Debemos asumir esta realidad. Y extraer sus consecuencias inapelables: 1/ como demuestra la historia, los capitalistas (especialmente ese 1 % de la población que controla la inmensa mayoría de la riqueza mundial) jamás admitirán su responsabilidad homicida ni renunciarán a sus inabarcables privilegios; 2/ tras cuarenta años de neoliberalismo, el espacio socialdemócrata que le servía de «contención» se ha debilitado hasta la insignifcancia: las únicas alternativas hoy en día son el agravamiento o el derrocamiento; 3/ por lo tanto, la única transición posible y capaz de salvar a la humanidad es hacia fuera: hacia algo distinto del capitalismo que garantice nuestras vidas y el planeta.

¿Otro libro más sobre una utopía global inalcanzable? ¿O sobre la huida de unos pocos hacia una microsociedad autárquica? Todo lo contrario. De hecho, estamos hartos de esos libros. Aquí se trata de demostrar no solo que la salida del capitalismo es tan posible como necesaria, sino de analizar, fase por fase, con ideas y propuestas concretas, cómo organizar una sociedad y una economía a gran escala que no estén basadas en la explotación, el trabajo asalariado y la rentabilidad.

Nos dijeron que la única alternativa al capitalismo era el gulag, la cartilla de racionamiento y la paleta de colores grises. Y, como niños antes de irnos a la cama, les creímos. Ahora sabemos, sin duda alguna, que el capitalismo nos destruye. Y que, por lo tanto, hay que destruir el capitalismo.


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