Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer –los labios morados de frío– que nunca había oído mi nombre salió del acorchamiento en el que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba solo en susurros):
–¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
–Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro.
Anna Ajmátova. Rèquiem. En vez de prólogo.