Jurjo Torres Santomé | Cuadernos de Pedagogía. Nº 361 (Octubre, 2006) págs. 90 – 93
Todo el mundo se esfuerza cuando entiende que el objetivo vale la pena. El autor denuncia en este artículo la tendencia que asimila esfuerzo a autoritarismo, intolerancia e intransigencia. Y reclama desplazar el foco de atención hacia el profesorado para ayudarlo a motivar a su alumnado y a animarlo con metas y propuestas de trabajo relevantes.
'The Swimmer', Stefanie Rocknak
Uno de los eslóganes del Gobierno del Partido Popular fue el de la necesidad de la cultura del esfuerzo en el sistema educativo. Eslogan que sirvió para desviar las miradas del colectivo docente, así como de los medios de comunicación hacia la parte más indefensa del sistema: el alumnado. Éste se nos muestra ahora como el principal responsable de los déficits del sistema, debido a su falta de esfuerzo.
Este reduccionismo explicativo cobra sentido en el marco de una sociedad donde el neoliberalismo y el individualismo más exacerbado se están imponiendo con una gran celeridad, donde predomina la desconfianza en los demás, en sus posibilidades e intenciones. Ahora son muchas las personas que catalogan al alumnado en el marco de lo que Robert Castel denomina “las nuevas clases peligrosas”, surgidas de una sociedad que ya no precisa de todos sus miembros, que asume que no hay trabajo para todos.
Los avances en la robotización del mercado de la producción, distribución y comercialización de bienes de consumo, así como el avance de los mercados globalizados controlados por políticas económicas neoliberales contribuyen a excluir a muchas personas del mercado de trabajo. Este colectivo de marginados son las clases peligrosas, pues se atreven a pedir justicia, a reclamar con los medios a su alcance, e incluso con violencia, recursos para sobrevivir. La reacción conservadora y la de quienes se llevan la mejor parte del pastel son las políticas de “tolerancia cero”: el encierro de estas clases peligrosas. Los sectores sociales con probabilidades de engrosar este colectivo van a sentir muy pronto sobre sus carnes esta exclusión, en las aulas, de la mano de una fórmula mágica: la cultura del esfuerzo; algo que a una parte de la sociedad le resulta comprensible, además de tranquilizador, pues no hace más que volver a poner de moda eslóganes con los que, no hace muchos años, una Iglesia fundamentalista y los franquistas machacaban a la ciudadanía: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente” (Génesis 3:19). Muchas personas se tranquilizaron, pues creen haber encontrado el bálsamo de Fierabrás para remediar los males de este nuevo colectivo social peligroso que es el alumnado. En la Biblia está el remedio para domesticar y volver al surco a este sector descarriado; desde el Génesis el trabajo está unido al esfuerzo, y éste no puede ser algo agradable, apetecible, apasionante, pues no podemos olvidar que este es el precio para expiar la culpa de una pareja demasiado curiosa. Si el ser humano está predestinado a trabajar, obviamente debe esforzarse. Ésta es la lógica fundamentalista cristiana. Nadie puede salvarse, por tanto, sólo cabe apostar por la resignación. Estamos así en la cultura de la fatalidad, en la que siempre hay que posponer el gozo, esperar un futuro que nunca llega.
Lo que se legitima es una relación pedagógica en la que el profesorado aparece como autoritario, intolerante, intransigente, con complejo de superioridad; mientras que el alumnado es asimilado a la imagen del ser humano como pecador, culpable, vago, egoísta, irresponsable, desmadrado, sin valores, pasota e ignorante.
Cuando desde las ideologías de derechas se reivindica la cultura del esfuerzo para el alumnado, el implícito que se acostumbra a manejar es el de un sistema educativo dominado por el síndrome lúdico, afectado por una grave ludopatía. En el fondo, hay una grave confusión en este reclamo de mayor dureza y exigencia a la infancia y a la juventud, la de estar equiparando trabajo alienado o enajenado con trabajo creador o realizador.
El trabajo alienado, cual los trabajos forzados, sólo sirve para satisfacer necesidades al margen de la propia tarea; es una actividad no creativa, cosificadora, que no tiene en cuenta el interés, la creatividad, capacidades e inteligencia de cada obrero y estudiante, sino únicamente la mercancía. ¿Quién no recuerda las imágenes de los cómics de Francesco Tonucci en las que el alumnado siempre aparece aburrido e incomprendido, haciendo tareas absurdas? La mayoría de quienes acceden a sus irónicos dibujos siempre acaban sintiéndose apenados ante el tipo de sufrimiento tan absurdo al que están sometidos niñas y niños en muchas aulas. En más de una ocasión nos traen a la memoria los versos del poeta cubano Nicolás Guillén, quien supo traducir la vida cotidiana del proletariado negro: “Me matan si no trabajo, / y si trabajo me matan. / Siempre me matan, me matan, / ¡siempre me matan!”.
Actividades robotizadas
Estamos ante una concepción del alumnado como conjunto de actores y actrices. Estudiante ideal es quien deja de ser un ser autónomo y se convierte en una máquina cuyo funcionamiento controla el profesorado. Éste trata de convencerle de que esa conducta pseudoactiva o robotizada que le demanda acabará por convertirlo en una persona adulta autónoma, responsable, crítica, democrática e informada. Algo a todas luces imposible de lograr, pues se aprende practicando, o sea, viéndose impelido a ejercer como ser autónomo, a tomar decisiones y a dar explicaciones, reflexionando sobre los fracasos y los éxitos, colaborando, debatiendo, contrastando con los compañeros y compañeras. Pero, lo peor es que, a la exigencia de ese comportamiento de simulación, se unen unas tareas pretendidamente educativas, normalmente muy fragmentadas, desordenadas, sin conexión entre ellas y las de las demás asignaturas que cursa simultáneamente, sin vinculación con sus intereses y experiencias prácticas cotidianas, cerradas en su modo de realización, no significativas; todo ello de la mano de unos materiales curriculares de pésima calidad pedagógica, como son la inmensa mayoría de los libros de texto.
Con este tipo de rutinas lo previsible y lo lógico es que el alumnado se aburra en las aulas, pero también el profesorado.
Conviene no olvidar que en el Estado español no existe una carrera docente de interés, con estímulos que inciten al profesorado a actualizarse y a implicarse de lleno en innovaciones pedagógicas, haciendo realidad la filosofía del profesorado investigador que en la década de los setenta promovió el equipo liderado, entre otras personas, por Lawrence Stenhouse, John Elliott, Barry MacDonald y Helen Simons. Recordemos que, la única forma de progresar en la actual carrera docente y de recibir algún incentivo económico es cumpliendo años de servicio. Cuantos más años tengas, más cobras. Es obvio que políticas semejantes hacen que, más pronto que tarde, un sector muy numeroso del profesorado empiece a desanimarse, a cansarse y a aburrirse, pues su trabajo lo acaban contemplando como monótono, rutinario, mecánico. Es lógico que, una vez que sus prácticas se esclerotizan, su propio aburrimiento acabe por contagiarse al alumnado, y sea éste uno de los motivos, no el único, que origine su apatía, desinterés, falta de aplicación y fracaso escolar.
Cuando un docente se aburre acaba por conformarse una relación también burocrática con el alumnado –y no sólo con la Administración–. Para ambas partes, la vida motivan y significativa se halla fuera de las aulas o, en el mejor de los casos, en los patios de juego y en la sala de reuniones alrededor de la máquina de café.
Pienso que hay bastantes estudiantes que “comparten –con los prisioneros, los militares, con ciertos individuos internados o con los trabajadores más desposeídos– la condición de aquellos que, para defenderse del poder de la institución y de sus jefes inmediatos, no tienen otro recurso que el artificio, el ensimismamiento y los falsos semblantes” (Perrenoud, 2006, p. 15). Algo que acreditan bien las numerosas estrategias de copia y chuletaje, en las que el alumnado gasta enormes dosis de energía. Esta dimensión burocrática y rutinaria queda bien acreditada en la cantidad de visitas que recibe en Internet el portal El Rincón del Vago (http://www.rincondel vago.com).
El trabajo de un sector del alumnado sólo tiene como aliciente obtener una determinada nota con la que conseguir recompensas extrínsecas, o sea, algún premio material o simbólico por parte de su familia. Algo que cualquier profesor o profesora considera el objetivo menos relevante de su trabajo.
Esta nueva ideología del esfuerzo no es neutral, ni tampoco inocente, sino que se utiliza como tapadera de los verdaderos problemas del sistema educativo y del tipo de sociedad en el que vivimos. Así, se acostumbra a recurrir a la necesidad de promover la cultura del esfuerzo sin tomar en consideración el contexto social en el que esta demanda se hace, o sea, en el marco de una sociedad capitalista, de clases, por consiguiente, con el elitismo, la segregación, la competitividad que la caracteriza y que, por tanto, trata de reproducir.
La escolarización universal, así como la extensión de los derechos humanos y la apuesta por modelos democráticos de gobierno, de trabajo y de relaciones contribuyeron al surgimiento de estudiantes menos pasivos, que piden que se respeten sus derechos, que no aceptan modelos educativos autoritarios. Pero en este escenario una parte importante del profesorado se encuentra desconcertado (Torres, 2006), pues nadie lo capacitó para diagnosticar el mundo en el que vive y las transformaciones que están afectando a sus rutinas, a sus prácticas y a sus saberes.
Una alumna que no atiende en clase es probable que esté reproduciendo el mismo comportamiento que adopta su profesor cuando acude a un curso de formación o conferencia y no encuentra el tema o el modo de exponerlo sugerentemente. ¿O es que no suele verse en este tipo de situaciones a docentes charlando entre sí, molestando al conferenciante, o leyendo algún periódico o revista sin relación con el acto, o simplemente levantándose y abandonando la sala? Invirtamos por un momento la situación otorgándole al alumnado la misma libertad que al profesorado. Dependiendo de la propuesta educativa, habría estudiantes que abandonarían el aula a los dos minutos de haber empezado, por no encontrarla interesante; otros, por el contrario, manifestarían atención y optarían por participar en la tarea que se le propone.
¿Qué docente permitiría esas libertades al alumnado? Creo que coincidiremos en que, normalmente, se le trata como audiencia cautiva; se le obliga a que atienda a lo que dice el profesorado, se le exige que desempeñe la tarea que se le impone.
Hasta el mismo diseño del centro y del aula está concebido sobre la base de una arquitectura del miedo, en la que el alumnado se siente vigilado y, sobre todo, se percibe como un ser sospechoso, una persona vaga que trata siempre de eludir sus responsabilidades, un presunto culpable de cualquier situación irregular que se pueda plantear. Muchos estudiantes están convencidos de que un sector del profesorado desconfía de ellos, los considera con malas intenciones, como personas sin constancia y que tratan de engañarlo en todo momento. Recordemos cómo algunos docentes se convierten en policías o marines a la hora de vigilar un examen.
Más de una vez, algún docente achaca falta de esfuerzo a su alumnado, pero no cuestiona el suyo: en qué medida trata de convencer y animar a su alumnado; tampoco falta quien echa mano de este tipo de justificaciones para eliminar del aula a quienes son diferentes. Estudiantes con los que no conecta por desconocer las pautas culturales que son típicas del grupo social al que pertenecen. La población inmigrante procedente de países pobres, con culturas, religiones y filosofías de vida muy distintas, requiere de un colectivo docente con mente abierta y dispuesto a revisar y desterrar los prejuicios que la cultura hegemónica de la que participa le ayudó a construir.
Imaginemos por un momento el comportamiento de quien se queja del pasotismo de su alumnado, aplicando ese tipo de esquemas de análisis de su práctica al mundo de los servicios y del mercado en general. No se le pasaría por la cabeza realizar campañas de publicidad para convencer a los consumidores y consumidoras de las ventajas y beneficios de sus productos; no realizaría estudios de mercado sobre los hábitos de la ciudadanía a la que dirige sus productos, los motivos que la impulsan a comprar un determinado producto; no indagaría hacia dónde dirigen sus miradas y pasos cuando entran en su tienda, por dónde se mueven, qué obstáculos encuentran, la calidad de la iluminación, de la acústica y de la música ambiental, la temperatura, el colorido de la decoración, las formas de interacción de empleados y empleadas con el público, su vestimenta y tono de voz, etc. Si los fabricantes y vendedores se comportaran con la filosofía de la queja del profesorado, protestarían airadamente porque el público no se esfuerza en adquirir sus productos; dirían que son consumidores vagos y por eso no entran en sus negocios, que se niegan a leer sus anuncios o los rótulos en los que ofrecen información. Serían los clientes quienes debieran esforzarse por comprender que precisan adquirir los productos que el mercado les ofrece, para comprar algo que no les apetece o que no saben para qué sirve: “Compre usted este producto, que le garantizo que en el futuro le va a venir muy bien; a medida que vaya cumpliendo años le va a ser de una gran utilidad».
Todo el mundo se esfuerza cuando el objetivo merece la pena. En este caso, la mayoría de las veces, la persona no siente como desagradable su esfuerzo, ya que la intensidad con la que se afana en escribir, leer, realizar o construir algo funciona incrementando los niveles de endorfinas y la producción de serotonina, lo que hace que, pese a que se pueda llegar incluso a sudar, uno se sienta animado a continuar. En este tipo de situaciones, la persona se encuentra con buen estado de ánimo y más alegre.
En el marco de una pedagogía conservadora, el concepto de esfuerzo acaba siendo un sinónimo de autoritarismo, intolerancia, intransigencia, lo que a su vez suscita dos efectos en los alumnos y alumnas. Por un lado acaban construyendo en sus mentes la imagen de las instituciones de enseñanza como lugares horribles, desagradables, ante los que sienten miedo e incluso terror, y por otro, algo que es igualmente peligroso, se convierte en generador de valores como el egoísmo, el individualismo, la competitividad, la ambición, la intolerancia y el autoritarismo.
Enseñar conlleva un profesorado comprometido y optimista con su trabajo, que realiza “diversas formas de esfuerzo intelectual, físico, emocional y, en particular, apasionado” (Day, 2006, p. 15). Es preciso cambiar el foco de atención, pensando que el elemento fundamental del sistema educativo es el profesorado, pero con todo el apoyo de una Administración que confía en él. La mejor vía para convencer al alumnado de la necesidad de esforzarse es apostando por la cultura de la motivación (Torres, 2006); animándolo, entusiasmándolo con propuestas de trabajo y metas relevantes. No todo lo que es motivador y tiene sentido para una persona lo tiene para los demás. Eso es algo que saben muy bien quienes trabajan en publicidad o en programación informática.
Pensemos en la imagen de una persona golpeando un teclado o la pantalla de ordenador, gritándole porque no obedece a la orden que acaba de introducir, insultándolos. Nos provocaría una sonrisa maliciosa, ya que sabemos que el ordenador tiene su propia lógica, y si no somos capaces de asumirla y acomodarnos a ella, la máquina no funcionará correctamente. Salvando las distancias, cada estudiante también tiene su propia lógica, y lo que se espera de cualquier profesional de la educación es que sea capaz de descubrirla y acomodarse a ella, para provocar situaciones de enseñanza y aprendizaje eficaces.
Para saber más
Day, Christopher (2006): Pasión por enseñar. Madrid: Narcea.
Perrenoud, Philippe (2006): El oficio de alumno y el sentido del trabajo escolar. Madrid: Editorial Popular.
Torres Santomé, Jurjo (2006): La desmotivación del profesorado. Madrid: Morata.