¿Se puede llevar una buena vida en medio de una mala vida? Ensayo de Judith Butler

Mal Salvaje. Perseguir una vida buena para sí mismo, en tanto ser individual, en el contexto de un mundo estructurado por la desigualdad, la explotación y algunas formas de anulación del individuo.

Quisiera volver aquí a una cuestión planteada en su momento por Adorno y que hoy en día sigue vigente para nosotros. Se trata de un tema al que vuelvo de vez en cuando y que se nos presenta de manera recurrente. No es una cuestión a la que pueda responderse fácilmente y desde luego no resulta fácil tampoco escapar a su exhortación. Adorno ya nos había señalado en Minima moralia que «es gibt kein richtiges Leben im falschen» («no se puede vivir correctamente la vida equivocada»),[1] pero eso no quiere decir que haya desesperado de ver realizados los principios morales. En realidad nos enfrenta a la cuestión de cómo se puede llevar una buena vida en medio de una mala vida. Adorno destaca lo difícil que resulta para el sujeto encontrar la forma de perseguir una vida buena para sí mismo, en tanto ser individual, en el contexto de un mundo estructurado por la desigualdad, la explotación y algunas formas de anulación del individuo. Este sería el planteamiento inicial a partir del cual voy a reformular la cuestión planteada por Adorno. Sin embargo, tal y como yo la expongo aquí, no se me escapa que es una cuestión que adquiere una nueva formulación en función del momento histórico en que se expresa. Así pues, al plantear esta cuestión tenemos, en principio, dos problemas. El primero sería dilucidar cuál es la mejor manera de vivir nuestra propia vida, ya que podría decirse que llevamos una buena vida en un mundo en el que son muchos los que quedan estructural o sistemáticamente excluidos de tal posibilidad, o en el que la buena vida no es más que una frase sin sentido o que parece denotar un modo de vida que en cierto sentido es bastante malo. El segundo problema sería qué forma adopta esta cuestión hoy en día para nosotros. O dicho de otro modo, ¿cómo condiciona y define al momento histórico actual la forma en que esta cuestión se plantea?


Javier Jaen

Antes de continuar mi exposición he de examinar bien los términos que estoy utilizando. No olvidemos que, a fin de cuentas, la buena vida es una expresión controvertida, ya que existen distintas visiones de lo que podría ser «la buena vida» (das richtige Leben). Muchos la identifican con el bienestar económico, con la prosperidad e, incluso, con la seguridad; pero es sabido que quienes no llevan una buena vida pueden estar disfrutando también del bienestar material y de la seguridad. Y esto es aún más claro en el caso de quienes disfrutan de una buena vida gracias a la explotación del trabajo de los demás o del aprovechamiento de un sistema económico que afianza algunas formas de desigualdad. Por tanto, la buena vida ha de ser definida en términos más amplios, de modo que no presuponga o implique la desigualdad, y además debe estar en consonancia con otros valores normativos. Si confiamos en que sea el lenguaje ordinario el que nos diga qué es la buena vida, entonces caeremos ineludiblemente en la confusión, ya que esta expresión nos conduce a modelos de valores contrapuestos.

De hecho, en un primer momento se podría llegar a la conclusión de que la buena vida pertenece a una antigua formulación aristotélica, ligada a expresiones individuales de la conducta moral, o bien es una expresión que ha estado demasiado contaminada por el discurso comercial y se ha convertido en un término útil para los que quieren pensar la relación existente entre la moral, o la ética en sentido amplio, y la teoría social y económica. Cuando Adorno se pregunta si es posible llevar una buena vida en medio de una mala vida, se está planteando cuál es la relación entre la conducta moral y las condiciones sociales, pero sobre todo, en un sentido más amplio, se pregunta cuál es la relación que mantiene la moral con la teoría social. De hecho quiere saber también de qué manera las operaciones de poder y dominación consiguen alterar o entrar en nuestras reflexiones acerca de cómo podemos llevar una buena vida. Como él mismo dice: «Das ethische Verhalten oder das moralische oder unmoralische Verhalten immer ein gesellschaftliches Phänomen ist—das heist, da es überhaupt keinen Sinn hat, vom ethischen und vom moralischen Verhalten unter Absehung der Beziehungen der Menschen zueinander zu reden, und da das rein für sich selbst seiende Individuum eine ganz leere Abstraktion ist» («La conducta ética o la conducta moral o inmoral es siempre un fenómeno social; es decir, que en ningún caso puede hablarse de la conducta ética y moral en términos separados de las relaciones que mantienen los seres humanos con los demás, ya que un individuo que existe solamente para sí mismo es una abstracción vacía»).[2] Y más adelante apunta: «Die gesellschaftlichen Kategorien bis ins Innerste der moralphilosophie sich hinein erstrecken» («Las categorías sociales se introducen en la misma fibra de la filosofía moral»).[3] Y ya en la última frase de su Probleme der Moralphilosophie concluye: «Kurz, also was Moral heute vielleicht überhaupt noch heissen darf, das geht über an die Frage nach der Einrichtung der Welt—man könnte sagen: die Frage nach dem richtigen Leben wäre die Frage nach der richtigen Politik selber heute im Bereich des zu Verwirklichenden gelegen wäre» («Todo lo que hoy en día podríamos llamar moral se nos plantea en la cuestión de cómo está organizado el mundo: se podría decir que la pregunta por la buena vida es la pregunta por la forma correcta de la política, si es que tal forma se encuentra en el ámbito de lo que pueda alcanzarse en la actualidad»).[4] Por lo tanto tiene sentido preguntarse cuál es la configuración de la vida que entra en juego en la cuestión de cómo se puede mejorar nuestra manera de vivir. Si me planteo cuál es la forma de vivir bien o cómo se puede llevar una buena vida, se diría que no solo recurro a las ideas sobre el bien, sino también a ideas sobre lo que está vivo y lo que es la vida. Si me pregunto qué clase de vida debo llevar, entonces debo tener una percepción de mi vida, y esta debe presentarse ante mí como algo que yo podría dirigir, no como algo que me lleva. Y sin embargo está claro que no puedo dirigir todos los aspectos del organismo vivo que soy, aunque me vea obligada a preguntarme cómo podría yo dirigir mi vida. ¿Cómo vamos a llevar una vida cuando hay procesos vitales que no pueden ser asumidos, o cuando solo algunos aspectos de la vida pueden ser dirigidos o formados de un modo reflexivo o deliberado mientras que otros están claramente excluidos de tal posibilidad?

Si la pregunta por cómo voy a llevar una buena vida es una de las cuestiones básicas de la moral, e incluso quizás su cuestión definitoria, entonces parecería que la moralidad está desde el comienzo unida a la biopolítica. Cuando hablo de biopolítica me refiero a esos poderes que organizan la vida, o que incluso disponen de las vidas exponiéndolas de manera diferenciada a la precariedad, lo cual forma parte de una gestión más amplia de las poblaciones a través de medios gubernamentales y no gubernamentales, y que establece medidas destinadas a una valoración diferenciada de la vida. Al preguntarnos por la buena vida, estamos abordando ya estas formas de poder. La cuestión más individual en lo que respecta a la moral —¿cómo vivir esta vida que es mía?— está ligada a aspectos de la biopolítica que se condensan en preguntas tales como: ¿de quiénes son las vidas que importan? A aquellos cuyas vidas carecen de importancia, ¿se los reconoce como seres vivientes, o solo cuentan de un modo ambiguo como algo vivo? De tales interrogantes se deduce que no podemos dar por sentado que todos los seres humanos sean reconocidos como sujetos merecedores de derechos y de protección, como seres dotados de libertad y de un sentido de la pertenencia política; más bien al contrario: es una condición que debe estar asegurada por medios políticos, y que cuando es negada, ha de quedar manifiesta. Por ello he sugerido que para entender cómo se reparte de manera diferenciada ese estatus o condición de sujeto es preciso preguntarse por quiénes son aquellos cuyas vidas son dignas de duelo y quiénes son los que no pueden ser llorados. La gestión biopolítica de los que no son dignos de duelo resulta crucial a la hora de abordar la cuestión de cómo llevo yo esta vida. ¿Y cómo vivir mi existencia en el marco de la vida, de las condiciones de lo vivo, que nos estructuran en la actualidad? Porque lo que aquí se debate es el interrogante siguiente: ¿de quiénes son las vidas que ya no se consideran vida, o que solo parcialmente tienen esta condición, o que están ya muertas o ausentes, antes de que se haya dado ninguna forma explícita de destrucción o abandono?

Esta es desde luego una cuestión que resulta mucho más adecuada para ciertas personas, concretamente para aquellos que ya se perciben a sí mismos como una clase de seres prescindibles, que en un plano afectivo o corpóreo ya se percatan de que su vida no merece salvaguardia ni protección ni valor alguno. Son los que entienden que no van a ser llorados cuando pierdan la vida, y para los que la afirmación «No voy a ser llorado» se vive activamente en el momento presente. Si resulta que no puedo tener la certeza de que en el futuro vaya a tener comida y cobijo, o de que haya una red o estructura social que me recoja si caigo, entonces paso a integrar las filas de quienes no son llorados. Esto no significa que no haya quien lamente mi destino, o que los indignos de duelo no tengan forma de llorar por los demás. Y tampoco significa que yo no vaya a ser llorada en un lugar en vez de en otro, o que la pérdida no sea percibida en absoluto. Pero todas estas formas de persistencia y de resistencia siguen teniendo lugar en la sombra de la escena pública, en ocasiones rompiendo y enfrentándose a esos modelos por los cuales quedan devaluadas al afirmarse su valor colectivo. De manera que, a veces, aquellos a los que no puede llorarse se juntan en las manifestaciones en que se muestra públicamente el duelo, y de ahí que en muchos países resulte difícil diferenciar el funeral de la propia manifestación.

Javier Jaen

He exagerado un tanto la situación, pero lo he hecho por un motivo. Y es que la razón por la que alguien no va a ser llorado, o que ha quedado instituido como una persona indigna de duelo, es que actualmente no existe una estructura de apoyo que sustente esa vida, lo que implica que esta queda devaluada y que no merece soporte ni protección como vida dentro del marco de los valores dominantes. El propio futuro de mi vida depende de esta condición de apoyo, de manera que si no tengo tal sostén, entonces mi vida queda establecida como algo tenue, precario, y en este sentido no merece protección frente al dolor o la pérdida y, por tanto, no es digna de ser llorada. Si solamente una vida merecedora de duelo puede tener valor como vida, y un valor que persista a lo largo del tiempo, entonces únicamente ella tendrá derecho a un apoyo social y económico, únicamente ella tendrá derecho a la vivienda, a la atención sanitaria y al empleo, a la expresión política, a las formas de reconocimiento político y a las condiciones para la agencia política. Digamos que uno ha de ser digno de duelo antes de morir, antes de que se le plantee ninguna cuestión relativa a su abandono o su desatención, y que debe ser capaz de vivir una vida sabiendo que la pérdida de esta vida que yo soy será algo lamentado y que se tomarán todo tipo de medidas para impedir esta pérdida.

Pero si uno está vivo y al mismo tiempo se percata de que la vida que está viviendo nunca va a ser considerada una pérdida o indigna de ser perdida, precisamente porque no goza de la consideración de vida o bien se trata de una vida que ya se estima perdida, entonces ¿cómo vamos a entender este dominio de la existencia en las sombras, esta modalidad de no ser en la que pese a todo las poblaciones viven? Si se percibe que la vida de uno es prescindible e indigna de ser llorada, ¿cómo se formula la cuestión moral?, ¿y cómo tiene lugar la demanda de duelo público? En otras palabras, ¿cómo voy a tratar de llevar una buena vida si no tengo una vida de la que hablar, si la vida que pretendo llevar es considerada prescindible o está de hecho abandonada? Cuando la vida que llevo es invivible se me plantea una paradoja hiriente, porque la cuestión de cómo llevar una buena vida parte del supuesto de que hay vidas que uno puede llevar, es decir, que existen vidas a las que se reconoce como entes vivos y que la mía está entre ellas. De hecho, este interrogante asume asimismo que hay un yo que tiene la capacidad de plantear la cuestión reflexivamente, y que yo también me presento ante mí mismo, lo que significa que puedo estar presente en el campo de la apariencia que está a mi disposición. Para que esta cuestión sea viable, el individuo que pregunta debe ser capaz de perseguir o adoptar lo que se derive de su respuesta. Para que la cuestión abra un camino que yo pueda seguir, el mundo debe estar estructurado de tal forma que mi reflexión y mi acción no solo sean factibles sino además eficaces. Si voy a deliberar cuál es la mejor manera de vivir, entonces tengo que asumir que la vida que quiero adoptar puede ser afirmada como vida, que soy yo quien puede ratificarla como tal, aun cuando no lo sea en términos más generales, o bajo condiciones en las que no siempre resulta fácil discernir si mi propia vida queda afirmada en el ámbito social y económico. A fin de cuentas, esta vida que es mía es el reflejo de un mundo que está dispuesto de tal forma que distribuye el valor de la vida de manera diferenciada, un mundo en el que mi vida está más o menos valorada que las de los demás. Dicho de otro modo, esta vida que es mía me devuelve el reflejo de un problema de igualdad y de poder y, en un sentido más amplio, de la justicia o injusticia de esa asignación de valor.

De manera que si esta clase de mundo, al que podríamos llamar la mala vida, no puede devolverme el reflejo de mi valor como ser humano, entonces debo ser crítica con todas aquellas categorías y estructuras que producen esta forma de privación y de desigualdad. En otras palabras, no puedo afirmar mi vida sin evaluar en términos críticos las estructuras que valoran la vida misma de forma diferenciada. Esta práctica de la crítica es la que liga mi propia vida a los objetos de mi pensamiento. Mi vida es esta, la que vivo aquí, en el horizonte espaciotemporal establecido por mi cuerpo; pero está también ahí fuera, implicada en otros procesos de la vida de los que yo no soy más que una unidad. Es más, está implicada en los diferenciales de poder que deciden quiénes son aquellos cuyas vidas importan más y quiénes los que importan menos en términos vitales, la vida de quién se convierte en paradigma de todo lo viviente y quién es aquel cuya vida pasa a ser una no-vida en los términos que actualmente imponen el valor de los seres vivos. Como apunta Adorno: «Man muss an dem Normativen, an der Selbstkritik, an der Frage nach dem Richtigen oder Falschen und gleichzeitig an der Kritik der Fehlbarkeit der Instanz festhalten, die eine solche Art der Selbstkritik sich zutraut» («Debemos mantenernos ligados a las normas morales, a la autocrítica, a la pregunta por lo correcto y lo incorrecto, y al mismo tiempo a un enjuiciamiento de la falibilidad de la autoridad a la que se ha confiado el desarrollo de esa autocrítica»).[5] Quizás este yo no sea consciente de lo que se le reclama, y bien puede ser que los únicos términos en que se capta a sí mismo sean aquellos que pertenecen a un discurso que precede y da forma al pensamiento sin que seamos capaces de aprehender del todo su funcionamiento y sus efectos. Pero como los valores están definidos y distribuidos a través de modos de poder cuya autoridad debe ser puesta en cuestión, me encuentro en un brete. Porque entonces ¿me establezco a mí misma en los términos que hacen valiosa mi vida, o más bien he de criticar el orden imperante en los valores?

Así pues, aunque me pregunte cómo voy a vivir una buena vida, y esta es una aspiración importante para mí, tengo que reflexionar con suma diligencia en esta vida que es mía, que es también parte de una vida social más amplia, que está conectada a otros seres vivos, por lo que me veo envuelta en una relación crítica con los órdenes discursivos de la vida y del valor en los cuales vivo o, mejor dicho, en los que trato de vivir. ¿Y qué es lo que confiere autoridad a estos órdenes discursivos? ¿Es legítima su autoridad? Como es mi propia vida la que está en cuestión en tales interrogantes, la crítica del orden biopolítico se me presenta como algo vivo, y así como está en juego el potencial para lo viviente que tiene una buena vida, de la misma manera está ahí la lucha por la vida y la lucha por vivir en un mundo más justo. Que yo pueda llevar una vida valiosa es algo que escapa a mi decisión, porque resulta que esta vida es y a la vez no es mi vida, y es lo que me convierte en una criatura social y en un ser viviente. Por tanto, la cuestión de cómo vivir una buena vida está ya desde el principio ligada a esta ambigüedad y va unida a la práctica viva de la crítica.

                                                                        Javier Jaen


Si no soy capaz de establecer mi valor en el mundo más que de una forma transitoria, entonces mi sentido de la posibilidad como tal vida es igualmente transitorio. El imperativo moral de la buena vida, y las reflexiones a que da lugar, puede a veces parecer cruel e irreflexivo a los que viven en condiciones de desesperanza; y tal vez esto nos permita entender el cinismo que en ocasiones rodea la misma práctica de la moral: ¿por qué debería yo actuar moralmente, o plantearme siquiera la cuestión de cómo vivir en mejores términos, si mi vida ya no está considerada como vida, si a mi vida se la dispensa el mismo trato que a la muerte, o si pertenezco a lo que Orlando Patterson ha llamado el ámbito de la «muerte social», justamente el término que utiliza para describir las condiciones de vida bajo la esclavitud?[6]

Como las formas que adoptan en nuestros días el abandono y la desposesión económicas que vienen impuestas por la institucionalización de la racionalidad neoliberal o por la producción diferenciada de la precariedad no pueden ser equiparadas con la esclavitud, es importante distinguir entre las diversas modalidades de la muerte social. Puede que resulte imposible describir con una sola palabra las condiciones en que las vidas se vuelven invivibles, pero creo que la precariedad, entendida en sentido amplio, puede distinguir los modos en que la vida se hace invivible para muchas personas: están, por ejemplo, las que están presas sin posibilidad de tener un juicio justo; las que son caracterizadas como algo vivo en zonas de guerra u ocupadas, cuando están expuestas a la violencia y la destrucción sin ninguna posibilidad de salvaguarda ni de escapatoria; las que experimentan la emigración forzosa y viven en zonas límites, esperando a que se abran las fronteras, a que lleguen los alimentos, o a que se les entregue algún día su documentación legal; están también las que forman parte de esos trabajadores prescindibles y descartables para los que la expectativa de una vida estable parece cada vez más lejana, y que viven a diario en un horizonte temporal colapsado, sufriendo porque sienten en el estómago y en los huesos su futuro dañado, y tratando de sentir pero en realidad temiendo más lo que podrían sentir. ¿Cómo puede uno preguntarse cuál es la mejor manera de llevar una buena vida cuando siente que no tiene ningún poder para dirigir la vida, cuando duda de su propia existencia, cuando lucha por sentirse vivo pero a la vez teme ese sentimiento y el dolor que conlleva vivir de ese modo? En las condiciones actualmente imperantes de emigración forzosa y del neoliberalismo extendido por doquier hay poblaciones muy amplias que viven sin ningún sentido de futuro asegurado, sin sentir que pertenecen a una entidad política que persiste en el tiempo, experimentando la vida como algo dañado que forma parte de la experiencia diaria del neoliberalismo.

No quiero decir con esto que la lucha por la supervivencia vaya antes de la moralidad, o que preceda a la obligación moral misma, pues es sabido que, en condiciones de amenaza extrema, las personas se ofrecen todos los actos de apoyo que pueden. Sabemos de estas acciones por lo sucedido en los campos de concentración, según nos lo han transmitido algunos relatos extraordinarios. Robert Antelme, por ejemplo, nos describe ese acto de apoyo que supone el intercambio de cigarrillos entre quienes no tienen ninguna lengua común, pero que se encuentran unidos en la misma condición de encierro y peligro dentro del campo. O Primo Levi, en cuya obra se nos dice que la reacción frente al otro puede simplemente adoptar la forma de la escucha y el registro de los detalles de la historia que el otro podría contar, permitiendo que su relato forme parte de un archivo incuestionable, el que deja rastros imperecederos de esa pérdida que ha de ser obligatoriamente llorada. O Charlotte Delbo, que nos muestra cómo se ofrece súbitamente a otra persona el último pedazo de pan que uno tiene y que necesita desesperadamente para sí. Y sin embargo, en estos mismos relatos aparecen también individuos que nunca extenderán la mano al otro, que se guardarán el pan y los cigarrillos para ellos solos, y que a veces sufrirán la angustia de privar al otro de lo suyo cuando se hallan sometidos a unas condiciones de una indigencia extrema. Dicho de otro modo, cuando imperan condiciones de peligro máximo y precariedad exacerbada, el dilema moral no deja de existir; de hecho, persiste justamente en la tensión que se da entre querer vivir y querer tener una forma concreta de vida con los demás. Uno tiene maneras nimias y vitales de «llevar una vida», como cuando repite o escucha esa historia, cuando afirma que cualquiera de estos momentos puede servir para reconocer la vida y el sufrimiento del otro. Hasta la pronunciación de un nombre puede llegar a ser una forma de reconocimiento extraordinario cuando uno se ha visto privado de su propio nombre o este ha sido sustituido por un número o no se le nombra en modo alguno.

En un texto sobre el pueblo judío, en el cual se expresa en términos harto controvertidos, Hannah Arendt dejó bien establecido que los judíos no podían limitarse a luchar por sobrevivir, y que la supervivencia no puede ser el objetivo o el fin de la vida misma.[7] Citando a Sócrates insiste en que debe diferenciarse entre el deseo de vivir y el deseo de vivir bien o, mejor dicho, el deseo de vivir una buena vida.[8] Para Arendt, la supervivencia no es, y no debe ser nunca, un objetivo en sí misma, puesto que la vida no es un bien intrínseco. Solo la buena vida hace de la vida algo digno de ser vivido. Ella resuelve el dilema socrático sin ningún problema, aunque posiblemente demasiado rápido, o por lo menos eso considero yo. No estoy segura de que su respuesta pueda funcionarnos, y tampoco creo que pueda llegar siquiera a funcionar. Según Arendt, la vida del cuerpo tiene que estar separada de la vida del espíritu, y ese es el motivo por el que en La condición humana distingue las esferas pública y privada. A la privada pertenecen el ámbito de la necesidad, la reproducción de la vida material, la sexualidad, la vida, la muerte y lo transitorio. Considera que esta debe servir de apoyo a la esfera pública de la acción y el pensamiento, pero desde su punto de vista la política se define por la acción, incluyendo aquí el sentido activo del habla. Lo verbal se convierte entonces en la acción del espacio deliberativo de la política, que tiene lugar en la escena pública. Quienes entran en la esfera pública lo hacen desde la privada, y por tanto puede decirse que la escena pública depende en un sentido fundamental de la reproducción de lo privado y de un pasaje claro que lleva de lo privado a lo público. En la antigua Grecia, a los que no hablaban griego, eran oriundos de otros lugares y su idioma no resultaba inteligible, se los consideraba bárbaros, lo que significa que la esfera pública no estaba concebida como un espacio plurilingüe y que además no se había impuesto la traducción como una obligación pública. Y sin embargo podemos observar que la eficacia de un acto verbal dependía de: a) una esfera privada estable y aislada que reprodujera al actor y portavoz masculino; y b) un lenguaje designado para la acción verbal, la acción que justamente caracteriza a la política, y que este lenguaje pudiese ser escuchado y comprendido porque así se ajustaba a las demandas del monolingüismo. La esfera pública, definida por un conjunto inteligible y eficaz de actos de habla, quedaba perpetuamente ensombrecida por los problemas derivados del trabajo no reconocido (el de las mujeres y los esclavos) y del plurilingüismo. Y ambos convergen justamente en la situación del esclavo, una persona que no puede ser reemplazada, que no ocupa ningún lugar en la política y cuya lengua no es considerada siquiera como tal.

Como es natural, Arendt entiende que el cuerpo es importante en cualquier concepción de la acción y que hasta las personas que participan en revoluciones o en rebeliones tienen que llevar a cabo acciones corporales para reivindicar sus derechos y crear algo nuevo.[9] Y no cabe duda de que el cuerpo tenía relevancia para el discurso público, si consideramos este como una forma verbal de la acción. El cuerpo vuelve a aparecer como algo central en la visión de Arendt sobre la natalidad, que está ligada a su forma de concebir la estética y la política. Después de todo, la clase de acción que comprende el «dar a luz» no es la misma que la acción implicada en la revolución; pero están unidas por el hecho de que son dos formas de crear algo nuevo, algo que no tiene precedentes. Si hay sufrimiento en los actos de la resistencia política o, de hecho, en el propio alumbramiento, es un sufrimiento que tiene por objeto traer al mundo algo nuevo. Pero ¿qué hacemos con ese sufrimiento que pertenece a formas del trabajo que con mayor o menor celeridad destruyen el cuerpo del trabajador, o esas otras que no tienen ningún objetivo específico? Si restringimos la definición de la política a una posición activa, tanto física como verbal, que se despliega en una esfera pública claramente delimitada, entonces parece que no tenemos más opción que llamar «sufrimiento inútil» y trabajo no reconocido a lo que tiene lugar en el ámbito prepolítico: experiencias, y no acciones, que existen fuera de la política como tal. Pero como toda concepción de la política ha de tener en cuenta cuál es la operación de poder que delimita lo político respecto a lo prepolítico y cómo la distinción entre público y privado concede un valor diferencial a los diversos procesos de la vida, nos vemos obligados a rechazar la definición arendtiana de la política, aunque nos aporte elementos de gran valor. Para ser precisos deberíamos más bien decir que tomamos la distinción que ella plantea entre la vida del cuerpo y la vida del espíritu como un punto de partida para reflexionar sobre una política del cuerpo de carácter distinto. A fin de cuentas, Arendt no se limita a diferenciar el cuerpo y la mente en el sentido cartesiano, sino que únicamente afirma aquellas formas de pensamiento y acción corporeizados que crean algo nuevo, que emprenden el acto en cuestión con eficacia performativa.

Las acciones que son performativas no pueden reducirse nunca a sus aplicaciones técnicas, y además se diferencian de las formas pasivas y transitorias de la experiencia. Por tanto siempre que hay sufrimiento o transitoriedad, ambos están ahí para ser transformados en la vida de la acción y del pensamiento, y esta acción y este pensamiento tienen que ser performativos en un sentido ilocucionario, modelados en forma de un juicio estético, trayendo así algo nuevo al mundo. Esto significa que el cuerpo que únicamente se ocupa de los asuntos relativos a la supervivencia, de la reproducción de las condiciones materiales y la satisfacción de las necesidades elementales no es todavía el cuerpo político; lo privado es necesario, qué duda cabe, ya que el cuerpo político solo puede salir a la luz en el espacio público para actuar y pensar si está bien alimentado y bien cobijado, apoyado por un sinfín de actores prepolíticos cuyas acciones no son políticas. Si todo actor político asume que el ámbito privado opera como un apoyo, entonces la política definida en tanto que esfera pública depende en términos esenciales de lo privado, y esto quiere decir que lo privado no es lo contrario de lo público, sino que forma parte de su misma definición. Ese cuerpo bien alimentado habla abiertamente en la esfera pública; ese cuerpo que pasa las noches bajo techo y en compañía de otros emerge siempre más tarde para actuar en público. La esfera privada se convierte en el trasfondo mismo de la acción pública, pero ¿hay que presentarla por esa razón como prepolítica? ¿Acaso no tiene importancia que las relaciones de igualdad, dignidad o no violencia, por ejemplo, existan en ese trasfondo en sombras habitado por mujeres, niños, ancianos y esclavos? Si se rechaza una esfera de desigualdad para justificar y promover otra esfera de igualdad, entonces está claro que necesitamos una política que pueda nombrar y exponer esa misma contradicción así como la operación de rechazo sobre la que se sustenta. Si aceptamos la definición que Arendt propone de las esferas pública y privada, corremos el riesgo de ratificar ese rechazo.

                                                                         Javier Jaen


¿Y qué es lo verdaderamente relevante en esta revisión de la diferencia de lo público y lo privado en la Grecia antigua que Arendt nos plantea? Pues bien, resulta que aquí la negación de la dependencia se convierte en la precondición del pensamiento autónomo y del sujeto político que actúa, y ello nos plantea la cuestión de cómo son ese pensamiento autónomo y esas acciones. Si coincidimos en la distinción entre lo público y lo privado que Arendt nos presenta, estaremos aceptando ese rechazo de la dependencia como condición previa de la política en lugar de asumir esos mecanismos de rechazo como objeto de nuestro propio análisis crítico. De hecho es la crítica de esa dependencia no reconocida la que constituye el punto de partida de una nueva política del cuerpo, de una política que comienza por entender la dependencia e interdependencia de los humanos, o dicho de otro modo, que pueda dar cuenta de la relación entre precariedad y performatividad.

¿Y qué sucede si uno parte de la condición de dependencia y de las normas que facilitan su negación? ¿Qué diferencia supondría este punto de partida para la idea de la política e incluso para el papel de la performatividad dentro de la esfera política? ¿Se pueden separar las dimensiones agente y activa del discurso performativo con respecto de los demás ámbitos de la vida corpórea, incluidas la dependencia y la vulnerabilidad, de esos modos del cuerpo viviente que no pueden transformarse fácilmente, o en su integridad, en formas inequívocas de acción? Para ello no solo tendríamos que asumir la idea de que el discurso verbal es lo que distingue a los animales humanos de los no humanos, sino que además habría que afirmar esas dimensiones del habla que no siempre reflejan una intención consciente y deliberada. De hecho, como ha señalado Wittgenstein, a veces hablamos, pronunciamos palabras, y solo más tarde percibimos su vida. Mi habla no empieza en mi intención, aunque sin duda hay algo que podríamos llamar intención que toma forma cuando hablamos. Es más, la performatividad del animal humano se desarrolla a través de los gestos, de los movimientos al andar, de las formas que adopta la movilidad, el sonido y la imagen, así como otros medios expresivos que no pueden reducirse a las formas públicas del discurso verbal. Sin embargo, el ideal republicano va a dar paso a una visión más amplia de una democracia de los sentidos. Nuestra manera de reunirnos en las calles, de cantar y corear consignas, o incluso de quedarnos en silencio, puede formar parte (y de hecho lo hace) de la dimensión performativa de la política, en la cual aparece el habla como uno de los diversos actos del cuerpo. De manera que, cuando hablan, los cuerpos están sin duda actuando, pero el habla es solo una de las maneras en que el cuerpo actúa; y desde luego no es la única de la que el cuerpo dispone para actuar políticamente. Y cuando las manifestaciones públicas o las acciones políticas se plantean con el objetivo de combatir el declive de ciertas formas de apoyo —la carencia de alimentos y de vivienda, el trabajo inseguro y no remunerado—, entonces lo que antes se concebía como el trasfondo de la política pasa a convertirse en su objeto explícito. Cuando las personas se congregan para manifestar su oposición a las condiciones de la precariedad que se les imponen, están actuando performativamente, dando forma corpórea a la idea arendtiana de la acción conjunta. Pero si en tales momentos se plantea la performatividad de la política es porque surge de las propias condiciones de precariedad y en la oposición política a esa precariedad. Cuando las poblaciones son abandonadas por los organismos económicos o políticos, entonces se considera que estas vidas no merecen recibir apoyo. Frente a tales medidas, la política de la performatividad de nuestros días insiste en la interdependencia de las criaturas vivas, así como en las obligaciones éticas y políticas que se derivan de toda norma que priva, o quiere privar, a una población de una vida vivible. La política de la performatividad es además una manera de expresar y representar el valor en el marco de un esquema biopolítico que amenaza con infravalorar a tales poblaciones.

Este debate, como es lógico, nos lleva a plantearnos una cuestión distinta, y es que cabe preguntarse si solo nos estamos refiriendo al cuerpo humano. Antes hemos mencionado que no se pueden entender los cuerpos sin aludir a los entornos, las máquinas y la organización social de la interdependencia sobre la que aquellos descansan, todo lo cual compone las condiciones de su permanencia y desarrollo. Por lo demás podemos preguntarnos si, aunque hayamos llegado a entender y enumerar las exigencias del cuerpo, luchamos solamente por que tales requerimientos corporales sean satisfechos. Como ya hemos visto, Arendt no compartía en modo alguno esta idea. ¿O acaso no luchamos también por que los cuerpos se desarrollen y las vidas sean vivibles? Creo haber dejado sentado que no podemos luchar por una buena vida, por una vida vivible, sin atender a las necesidades que permiten a un cuerpo persistir. Es preciso exigir que los cuerpos tengan lo necesario para sobrevivir, porque no cabe duda de que la supervivencia es una precondición de todas las demás reivindicaciones que se puedan plantear. Y sin embargo, esta exigencia se revela insuficiente, ya que si sobrevivimos es justamente para vivir, y la vida, por mucho que necesite de la supervivencia, debe ser algo más que la supervivencia para que ella sea vivible. Uno puede sobrevivir sin ser capaz de vivir su propia vida. Y en algunos casos, no parece algo digno sobrevivir en tales condiciones. Por tanto, una de las exigencias que debe preponderar es justamente la demanda de una vida vivible, esto es, de una vida que pueda ser vivida.

¿Cómo se puede entonces pensar en una vida vivible sin proponer un ideal uniforme o unitario para tal vida? Como he indicado en los capítulos anteriores, creo que no se trata de averiguar qué es en realidad lo humano, o qué debería ser, ya que ha quedado bien claro que los humanos son animales también, y que su propia existencia corporal depende de sistemas de apoyo que son tanto humanos como no humanos. Por tanto, hasta cierto punto coincido con mi colega Donna Haraway al plantear que debemos pensar en la compleja relacionabilidad que constituye la vida del cuerpo, y al sugerir que no necesitamos ninguna otra forma ideal de lo humano; lo que tenemos que hacer más bien es comprender y atender ese complejo conjunto de relaciones sin las cuales no existimos en absoluto.[10]

Obviamente, hay condiciones bajo las cuales el tipo de dependencia y de relacionabilidad al que me refiero parece completamente insoportable. Y es que si un trabajador depende de un patrono que le está explotando, entonces su dependencia se presenta como el equivalente a su capacidad para ser explotado. Se podría concluir en tal caso que tenemos que acabar con todo tipo de dependencias, ya que la dependencia se presenta socialmente bajo la forma de la explotación. Y sin embargo sería un completo error identificar la forma contingente que la dependencia adopta bajo las condiciones de las relaciones laborales de explotación con el significado final o necesario de la dependencia. Aunque la dependencia siempre adopte una forma social, cualquiera que esta sea, es algo que puede transferirse a una forma u otra, y esto demuestra que no puede reducirse a una sola de ellas. De hecho, el eje central de mi argumentación es simplemente este: que ninguna criatura humana sobrevive o persiste sin depender de un entorno que la sustente, de unas modalidades de relacionabilidad social y de unas formas económicas que asumen y estructuran la interdependencia. Es cierto que la interdependencia conlleva vulnerabilidad, y en ocasiones se es justamente vulnerable a las formas del poder que amenazan o deprecian nuestra existencia. Y sin embargo, esto no quiere decir que podamos aprobar leyes contra la dependencia o contra la vulnerabilidad que sentimos ante las formas sociales. Es más, si fuéramos invulnerables a esas formas del poder que explotan o manipulan nuestro deseo de vivir, no podríamos entender por qué resulta tan difícil llevar una buena vida cuando se tiene una mala vida. Los humanos deseamos vivir, y hacerlo bien, en el marco de una organización social de la vida, de regímenes biopolíticos que a veces definen nuestras propias vidas como algo prescindible o desdeñable, o aún peor, que tratan de anular nuestras vidas. Si no podemos persistir sin ciertas formas sociales de la vida, y si las únicas a nuestra disposición son las que trabajan contra la posibilidad de nuestra existencia, nos hallamos en un trance difícil, si no imposible de solucionar.

En otras palabras, como cuerpos, somos vulnerables a los demás y a las instituciones, y esta vulnerabilidad constituye uno de los aspectos de la modalidad social merced a la cual los cuerpos persisten. El hecho de que tú y yo seamos vulnerables nos implica en un problema político de mayor alcance que afecta a la igualdad y la desigualdad, ya que la vulnerabilidad se puede proyectar y negar (categorías psicológicas), pero también se la puede explotar y manipular (categorías sociales y económicas) en el curso de la producción y naturalización de las formas de desigualdad social. Y a esto es a lo que me refiero cuando señalo que la vulnerabilidad está distribuida de manera desigual.

Javier Jaen


No obstante, en términos normativos solo me propongo hacer un llamamiento en pro de una distribución igualitaria de la vulnerabilidad, pues se puede conseguir mucho si la forma social de la vulnerabilidad que se está distribuyendo es en sí misma una forma vivible. Dicho de otro modo, no queremos que todas las personas tengan una vida igualmente invivible. Aunque la igualdad sea una meta necesaria, esta resulta insuficiente si no sabemos cuál es la mejor manera de evaluar si la forma social de la vulnerabilidad que se ha distribuido es o no es justa. Por una parte sostengo que la negación de la dependencia y, en concreto, de la forma social de la vulnerabilidad a que ha dado lugar, funciona a la hora de distinguir entre quienes son dependientes y quienes no lo son. Y esa distinción actúa en beneficio de la desigualdad, apuntalando formas de paternalismo o lanzando aquellas que necesitan de términos esencialistas. Por otra parte sugiero que solo a través de un concepto de interdependencia que ratifique la dependencia del cuerpo, las condiciones de la precariedad y el potencial para la performatividad se puede pensar un mundo social y político que trate de superar la precariedad para que se puedan tener unas vidas vivibles.

Desde mi punto de vista, la vulnerabilidad constituye uno de los aspectos ligados a la modalidad política del cuerpo, en la cual se nos presenta el cuerpo como algo indudablemente humano, pero entendiéndolo como algo propio del animal humano. Esto quiere decir que la vulnerabilidad frente a los demás, aunque se considere recíproca, marca una dimensión contractual de nuestras relaciones sociales. Y ello a su vez significa que, en cierto sentido, desafía a esa lógica instrumental conforme a la cual yo solo protegeré tu vulnerabilidad si tú proteges la mía (en donde la política se convierte en una cuestión de negociación, en la negociación de un trato, o en un cálculo de posibilidades). De hecho, la vulnerabilidad es una de las condiciones de la sociabilidad y de la vida política que no puede ser estipulada en términos contractuales y cuya negación y manipulación no es más que un intento de destruir o manejar la interdependencia social de la política. Como ha apuntado Jay Bernstein, no se puede asociar la vulnerabilidad única y exclusivamente con el hecho de ser herido. La sensibilidad respecto a lo que acaece es una función y un efecto de la vulnerabilidad, tanto si supone una apertura a la historia que nos han contado como si se trata de la receptividad a lo que otro cuerpo padece o ha padecido, aun cuando ya esté muerto. Como ya he señalado antes, los cuerpos siempre están en cierto sentido fuera de sí mismos, explorando o moviéndose por su entorno, extendidos y a veces desposeídos a través de los sentidos. Si podemos llegar a perdernos en otro, o si nuestras capacidades táctil, móvil, digital, visual, olfativa o auditiva nos trasladan más allá de nosotros mismos, es porque el cuerpo no está en su propio lugar y porque esta desposesión es lo que caracteriza los sentidos corporales de un modo más general. Si esta desposesión en la sociabilidad es considerada una función constitutiva de lo que significa vivir y persistir, ¿qué consecuencias tiene esto para la idea de la política?

Si volvemos a la cuestión que nos planteábamos al comienzo, cómo llevar una buena vida en medio de una mala vida, podemos replantear este interrogante a la luz de las condiciones sociales y políticas sin eliminar por ello su relevancia desde el punto de vista moral. Puede que la cuestión de cómo llevar una buena vida dependa del hecho de que se pueda efectivamente llevar una vida, así como de la percepción de tener una vida, de vivir una vida o, incluso, de la idea de estar vivo.

Siempre cabe la posibilidad de que uno responda de manera cínica, estableciendo en qué punto puede uno olvidarse precisamente de la moral y de su individualismo y dedicarse a la lucha por la justicia social. Si se sigue este camino, podríamos concluir que la moralidad tiene que ceder su lugar a la política en un sentido amplio, es decir, en tanto proyecto común encaminado a la realización de los ideales de justicia e igualdad de manera que sean universalizables. Lógicamente, para llegar a esta conclusión hay que sortear todavía un problema inquietante y perturbador, y es que aún existe ese yo que tiene que involucrarse de alguna manera, negociar y participar en un movimiento social y político de mayor alcance; y cuando este movimiento trata de desplazar o erradicar ese yo y el problema de su vida, entonces tiene lugar otra forma de eliminación, que no es otra que la absorción en una norma común y, por tanto, la destrucción del yo viviente. Pero la cuestión de cómo se puede llevar una buena vida, o cuál es la mejor manera de conducir nuestra vida, no puede desembocar en la eliminación o destrucción de este yo y de su vida. Y si lo hace, entonces la propia forma de responder a tal cuestión acaba con ella misma. Aunque no creo que se pueda plantear la cuestión de la moralidad fuera del contexto de la vida social y económica sin partir de algún presupuesto acerca de quiénes cuentan como sujetos de la vida, como sujetos vivientes, no me cabe duda de que la respuesta a la cuestión de cómo se puede llevar una buena vida nunca será correcta si conlleva la destrucción del sujeto de la vida.

Y sin embargo, si volvemos a plantearnos la idea de Adorno de que no es posible llevar una buena vida en medio de una mala vida, podemos observar que el término vida aparece dos veces, y que no es algo accidental. Si yo planteo la cuestión de cómo llevar una buena vida, entonces es que quiero recurrir a una vida que sería buena con independencia de que yo sea o no el que pueda estar llevándola; pero yo soy el único que necesita saberlo y por eso en cierto sentido es mi vida. En otras palabras, desde la perspectiva de la moralidad, la vida como tal está duplicada. Para cuando llego a la segunda parte de la frase de Adorno, y quiero saber cómo llevar una buena vida en medio de una mala vida, me veo confrontado con una idea de la vida que está organizada en términos sociales y políticos. Que esta organización social y política de la vida sea «mala» obedece al hecho de que no proporciona las condiciones necesarias para una vida vivible, porque la capacidad de llevar una existencia vivible está distribuida de manera desigual. Se podría simplemente desear una buena vida en medio de una mala vida y encontrar cada cual la mejor manera de hacerlo e ignorar las desigualdades sociales y económicas que provoca una organización específica de la vida, pero la cuestión no es tan sencilla. Al fin y al cabo, la vida que estoy viviendo, aun cuando sea claramente esta vida mía y no la de algún otro, está ya conectada con redes más amplias de la vida, y si no estuviera unida a tales estructuras, yo no podría vivir. De manera que mi vida depende de una vida que no es la mía, que es algo más que la vida de los otros, porque se trata de una organización social y económica de la vida que es mucho más amplia. Mi propia existencia, mi supervivencia, depende de este sentido de la vida más extenso, de un sentido de la vida que incluye la vida orgánica, los entornos que están vivos y nos sustentan, y las redes sociales que apoyan y ratifican la interdependencia. Todo ello constituye lo que soy, y esto significa que yo cedo algo de lo que me determina en términos distintivos como vida humana a fin de poder vivir, para ser humano en el amplio sentido de la palabra.

En la cuestión de cómo llevar una buena vida en medio de una mala vida está implícita la idea de que aún podemos pensar qué es una buena vida, que no se puede seguir planteando la cuestión en términos estrictamente individuales. Si existe lo que podríamos llamar dos vidas —mi propia vida y la buena vida, entendida como una forma social de la vida—, entonces la vida de uno está implicada en la otra. Y esto significa que, cuando hablamos de las vidas sociales, nos estamos refiriendo a la manera en que lo social atraviesa lo individual, o a cómo se establece la forma social de la individualidad. Por otra parte, lo individual, aun cuando sea autorreferencial en un grado elevado, está aludiendo siempre a sí mismo a través de una forma mediadora, a través de los medios, y el propio lenguaje con el que se reconoce a sí mismo viene de otro lugar. Lo social condiciona y media este reconocimiento de mí mismo que yo realizo. Como ya sabemos por Hegel, el yo que llega a reconocerse a sí mismo, a reconocer su propia vida, se reconoce siempre como vida de otro. Si el yo y el tú son aquí ambiguos, es porque están ligados en otros sistemas de interdependencia, en lo que Hegel llama Sittlichkeit. Y esto significa que, aun cuando yo realice ese acto de reconocimiento de mí mismo, hay unas normas sociales que están operando en el curso de esta actuación, y cualquiera que estas sean no se desarrollan conmigo, aunque no puedo pensarme a mí mismo sin ellas.

Javier Jaen

Adorno comienza su Probleme der Moralphilosophie con la cuestión de cómo se puede llevar una buena vida en medio de una mala vida, y termina afirmando que, para que esto sea posible, es preciso presentar resistencia a la mala vida. Como él mismo dice: «Das Leben selbst eben so entstellt und verzerrt ist, dass im Grunde kein Mensch in ihm richtig zu leben, seine eigene menschliche Bestimmung zu realisieren vermag—ja, ich möchte fast so weit gehen: dass die Welt so eingerichtet ist, dass selbst noch die einfachste Forderung von Integrität und Anständigkeit eigentlich fast bei einem jeden Menschen überhaupt notwendig zu Protest führen muss» («La vida misma está tan deformada, tan distorsionada, que nadie es capaz de vivir realmente la buena vida en esta vida, o de cumplir su destino como ser humano. Es más, casi me siento inclinado a decir que, tal como está organizado el mundo, hasta la más simple demanda de integridad y de decencia tiene que conducir necesariamente a la protesta de casi todas las personas»).[11] Resulta interesante que, llegado un punto, Adorno afirme que se siente casi («fast») inclinado a decir lo que efectivamente dice. No está seguro de haber expresado algo correcto, pero sigue adelante pese a todo. Hace caso omiso de sus propias dudas y se mantiene en lo mismo. ¿Se puede decir simplemente que, en las condiciones de nuestra época, la búsqueda de una vida moral puede y debe culminar en la protesta? ¿Puede la resistencia quedar reducida a la protesta? Más aún, ¿es la protesta, tal como la concibe Adorno, la forma social que adopta en la actualidad la búsqueda de una buena vida? Más adelante sigue debatiendo esta misma idea, cuando apunta: «Das einzige, was man vielleicht sagen kann, ist, dass das richtige Leben heute in der Gestalt des Widerstandes gegen die von dem fortgeschrittensten Bewusstsein durchschauten, kritisch aufgelösten Formen eines falschen Lebens bestünde» («Hoy en día, la única vida que podría calificarse de buena es la que adopta la forma de la resistencia a esas modalidades de la mala vida que han sido examinadas y estudiadas críticamente por las mentes más progresistas»).[12] En alemán, Adorno alude a una vida «falsa», que nosotros traducimos como una «mala vida»; es una diferencia importante, desde luego, ya que en términos morales la búsqueda de la buena vida puede ser también la de una vida verdadera, pero aun así es preciso explicar cuál es la relación entre ambas concepciones de la vida. Por lo visto, Adorno mismo señaló quiénes formaban ese selecto grupo de mentes progresistas y capaces de guiar la actividad crítica que se debe llevar a cabo. Resulta significativo que la práctica de la crítica se presente en esta última frase como sinónimo de resistencia. Y sin embargo, en la cita anterior podría dudarse de que Adorno haga esta clase de afirmaciones. Tanto la protesta como la resistencia son características de las luchas populares, de las acciones multitudinarias, y sin embargo Adorno las presenta en esta última frase como algo reservado a unos pocos. Él mismo vacila un instante cuando trata de aclarar sus observaciones meramente especulativas y plantea una afirmación levemente distinta acerca de esa reflexión: «Dieser Widerstand gegen das, was die Welt aus uns gemacht hat, ist nun beileibe nicht bloss ein Unterschied gegen die äussere Welt […] sondern dieser Widerstand müsste sich allerdings in uns selber gegen all das erweisen, worin wir dazu tendieren, mitzuspielen» («Esta resistencia a lo que el mundo ha hecho de nosotros no implica en modo alguno una oposición al mundo exterior sobre la base de lo que tenemos pleno derecho a resistirnos. […] Es más, tenemos que activar nuestra capacidad de resistencia para no ceder a aquellas partes de nosotros mismos que tienen la tentación de entrar en juego»).[13]

Podríamos replicar a Adorno apelando a la idea de la resistencia popular, de la crítica que adopta la forma de cuerpos congregados en las calles para expresar su oposición a los regímenes de poder de nuestra época. Pero es preciso entender también que la resistencia se puede concebir asimismo como una forma de «decir no» a la parte del yo que quiere participar (mitzuspielen) del statu quo. Esta se concibe como una forma de crítica reservada a los pocos elegidos que pueden llevarla a cabo y además como una resistencia a la parte del yo que desea unirse a lo que es incorrecto, una suerte de control interno frente a la complicidad. De este modo se limita la idea de la resistencia de tal manera que, al final, ni yo misma podría aceptarla. Desde mi punto de vista, estas afirmaciones de Adorno nos obligan a plantearnos otras cuestiones, por ejemplo, ¿qué parte del yo es rechazada y qué parte está siendo empoderada a través de la resistencia? Si me niego a aceptar una parte del yo que es cómplice de la mala vida, ¿significa eso que estoy haciendo de mi yo algo puro? ¿He intervenido de algún modo para cambiar la estructura de ese mundo social del que yo misma me he excluido, o me he aislado por completo? ¿Me he aliado con otros en un movimiento de resistencia y en una lucha por la transformación social?

Estas cuestiones, como es natural, ya se las plantearon a Adorno en su momento; recuerdo que en 1979 tuvo lugar una manifestación en Heidelberg en la que algunos grupos de izquierda se enfrentaban a Adorno recriminándole su propia idea de la protesta, que consideraban demasiado limitada. Desde mi punto de vista, y puede que desde el de toda nuestra comunidad hoy en día, todavía podemos preguntarnos en qué sentido debe hacer la resistencia algo más que rechazar un modo de vida, por cuanto esta posición al final extrae la moral de la política a costa de la solidaridad, produciendo la misma crítica inteligente y moralmente pura que el modelo de la resistencia. Si esta va a poner en marcha los mismos principios de la democracia por los que lucha, entonces ha de ser plural y debe estar corporeizada. La resistencia, además, va a traer aparejada la reunión en el espacio público de quienes no son dignos de duelo, señalando así su existencia y su reclamación de unas vidas vivibles, o dicho más claramente, su deseo de vivir una vida antes de la muerte.

De hecho, si resistir es dar lugar a un nuevo modo de vida, a una vida más vivible que se oponga a la distribución diferenciada de la precariedad, entonces los actos de la resistencia serán una forma de decir no a un modo de vida que al mismo tiempo dice sí a otro distinto. Para tal fin debemos reconsiderar las consecuencias performativas que tiene hoy en día la acción conjunta en el sentido defendido por Hannah Arendt. En mi opinión, la acción coordinada que caracteriza a la resistencia se encuentra a veces en los actos verbales del habla o en las luchas heroicas, pero también podemos verla en esos gestos del cuerpo que indican rechazo, silencio, movimiento e inmovilidad deliberada y que son rasgos característicos de todos esos movimientos que ponen en marcha los principios democráticos de la igualdad y los principios económicos de la interdependencia en una misma acción, en aquella por medio de la cual hacen un llamamiento a la adopción de un nuevo modo de vida que sea más radicalmente democrático y mas interdependiente. Todo movimiento social es en sí mismo una forma social, y cuando clama por una nueva modalidad de la vida, por una vida vivible, entonces tiene que poner en marcha, en ese momento, los mismos principios que ese movimiento quiere hacer realidad. Esto significa que, cuando funciona, se está dando una actuación performativa de la democracia radical, pues solo en esos movimientos se puede articular lo que podría suponer llevar una buena vida en el sentido de vida vivible. Como ya he apuntado, la precariedad sería la condición contra la cual luchan buena parte de los nuevos movimientos sociales. Estos no buscan acabar con la interdependencia o la vulnerabilidad cuando luchan por combatir la precariedad; más bien lo que intentan es producir las condiciones bajo las cuales la interdependencia y la vulnerabilidad puedan experimentarse como algo vivible. Esto nos lleva a una política en la que la acción performativa adopta una forma plural y corporeizada, llamando al mismo tiempo la atención sobre las condiciones en que los cuerpos sobreviven, persisten y se desarrollan en el marco de una democracia radical. Si voy a llevar una buena vida, será una vida en unión con otros, una vida que no es tal sin esos otros; pero no voy a perder el yo que soy; sea lo que sea este yo, se transformará merced a mi conexión con los demás, ya que mi dependencia del otro y mi capacidad de dependencia son algo necesario para vivir, y para vivir en buenas condiciones. Nuestra exposición compartida a la precariedad no es más que una de las bases de nuestra igualdad y de nuestras obligaciones recíprocas respecto a la producción de las condiciones de una vida vivible. Conscientes de la necesidad que tenemos unos de otros, reconocemos asimismo los principios básicos que dan forma a las condiciones sociales y democráticas de lo que aún puede llamarse «la buena vida». Estas son condiciones esenciales de la vida democrática, no solo porque forman parte de una crisis aún en marcha, sino porque, además, pertenecen a una forma de pensar y actuar que responde a las demandas de nuestra época.

[1] Theodor W. Adorno, Minima Moralia: Reflections from Damaged Life, trad. E. F. N. Jephcott, Londres, New Left Books, 1974, pág. 39 (versión cast.: Mínima moralia, trad. de Joaquín Chamorro, Madrid, Akal, 2013).

[2] Theodor W. Adorno, Probleme der Moralphilosophie, Frankfurt, Suhrkamp, 1996, págs. 34-35; Adorno, Problems of Moral Philosophy, trad. ingl. Rodney Livingstone, Palo Alto, CA, Stanford University Press, 2002, pág. 19, en adelante citado como PMP.

[3] Ibíd., pág. 205; PMP, pág. 138.

[4] Ibíd., pág. 262; PMP, pág. 176.

[5] Ibíd., pág. 250; PMP, pág. 169.

[6] Orlando Patterson, Slavery and Social Death: A Comparative Study, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1985.

[7] En «El ejército judío: ¿el comienzo de una política judía?», publicado en Aufbau en 1941, Arendt escribe: «La voluntad de supervivencia judía es, al mismo tiempo, famosa e infame. Famosa porque se extiende durante un período relativamente largo en la historia de los pueblos europeos. Infame porque, durante los últimos doscientos años, ha amenazado con degenerar en algo totalmente negativo: la voluntad de supervivencia a cualquier precio». Recogido en Jewish Writings, ed. de Jerome Kohn y Ron H. Feldman, Nueva York, Schocken, 2007, pág. 137 (versión cast.: Escritos judíos, trad. de Eduardo Cañas, Miguel Cancel, R. S. Carbó y Vicente Gómez Ibáñez, Barcelona, Paidós, 2009, pág. 211). En 1946, cuando está saliendo a la luz todo el horror de los campos de concentración nazi y se debaten intensamente los resultados políticos del sionismo, Arendt vuelve a examinar la cuestión en un artículo titulado «El Estado judío: cincuenta años después. ¿Adónde ha llevado la política de Herzl?». Aquí escribe: «Lo que los supervivientes desean ahora por encima de todo es el derecho a morir con dignidad: en caso de ser atacados, con armas en las manos. Pasó, probablemente para siempre, aquella preocupación básica de los judíos durante siglos: sobrevivir a cualquier precio. En lugar de ello encontramos en los judíos un rasgo esencialmente nuevo: el deseo de dignidad a cualquier precio». Y a continuación añade: «Por muy positiva que pudiera ser esta nueva situación para un movimiento político judío sensato, encierra con todo un cierto peligro en el marco de las actitudes sionistas. La doctrina de Herzl, privada como está ahora de su original confianza en la utilidad del antisemitismo, solo puede dar aliento a gestos suicidas para cuyos fines el heroísmo natural de personas que se han acostumbrado a la muerte resulta fácil de explotar», pág. 386 (versión cast., págs. 482-483).

[8] Hannah Arendt, «The Answer of Socrates», en The Life of the Mind, vol. 1, Nueva York, Harcourt, 1977, págs. 168-178 (versión cast.: La vida del espíritu, trad. de Carmen Corral y Fina Birulés, Barcelona, Paidós, 2002).

[9] Hannah Arendt, Zwischen Vergangenheit und Zukunft: Übungen im politischen Denken 1, ed. Ursula Ludz, Múnich, Piper, 1994, págs. 44 y ss. (versión cast.: Entre el pasado y el futuro, trad. de Ana Poljak, Barcelona, Península, 2016).

[10] Sobre las relacionalidades complejas, véase Donna Haraway, Simians, Cyborgs, and Women: The Reinvention of Nature, Nueva York, Routledge, 1991 (versión cast.: Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza, trad. de Manuel Talens, Madrid, Cátedra, 1995); y The Companion Species Manifesto: Dogs, People, and Significant Otherness, Chicago, Prickly Paradigm Press, 2003.

[11] Adorno, Probleme der Moralphilosophie, op. cit., pág. 248; PMP, pág. 167.

[12] Ibíd., pág. 249; PMP, págs. 167-168.

[13] Ibíd.; PMP, pág. 168.

Los derechos de este texto pertenecen al autor, Mal Salvaje solo actúa como curador de contenido con mucho cariño

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