Jaime Buedo | CTXT. Texto escrito por un profesor de Bachillerato para sus alumnas y alumnos con motivo del final del curso escolar
Queridos alumnos, queridas alumnas:
Creo que es de rigor que comience por felicitaros. Hoy llegáis al final de un camino que iniciasteis hace ya algunos años y del que creo que debéis estar orgullosos. Un orgullo, por cierto, que os pertenece a todos, con independencia de cuál haya sido vuestra particular peripecia por este sendero común al que llamamos educación secundaria.
¿Por qué tenéis que estar orgullosos?
No voy a ocultar que comenzar un discurso halagando a su principal audiencia es el truco retórico más viejo que existe. Por ello, lamento deciros que, con el fin de demostrar que mi felicitación es rigurosamente honesta y no una mera estrategia discursiva, no me queda más remedio que apelar a una de esas anécdotas filosóficas que estáis hartos de escuchar en mis clases.
Resulta que hace más de dos mil años, un famoso rey macedonio, Ptolomeo II, quiso aprender geometría. Para añadir un poco de contexto, hay que decir que la geometría era trending topic en la civilización griega y que los geómetras más famosos eran prácticamente estrellas del rock. En aquellos tiempos, el geómetra más famoso se llamaba Euclides, y este había escrito un libro complicadísimo donde reunía y sistematizaba todo el saber geométrico de los griegos hasta el momento.
Así pues, el famoso monarca agarró aquel libro, que llevaba por título Los Elementos, y se dispuso a empaparse de teoremas y demostraciones, quién sabe si para presumir después calculando hipotenusas ante la corte. Por lo visto, el rey no había pasado de la segunda página cuando ya estaba reclamando la presencia del maestro en palacio. “Oye, Euclides, ¿tú no puedes darme algún truco para que pueda yo saber de geometría sin necesidad de leerme este tochaco?”.
¿Qué creéis que respondió Euclides al hombre más poderoso de Grecia?
“Mi señor, en geometría no hay atajos para la realeza”.
Con ello, Euclides quiso mostrar al rey Ptolomeo cuál había sido el verdadero descubrimiento de los griegos: dependiendo de la condición social con la que nacemos, nuestro camino en la vida puede ser más pesado o más liviano; por el contrario, comprender la geometría nos exige a todos lo mismo. Da igual si uno es el rey de Macedonia o una joven de Usera, porque cuando se trata de aprender el teorema de Pitágoras, los mismos pasos deben recorrer los hijos de una dinastía imperial y los hijos de un humilde campesino.
Y lo dicho de este teorema, hay que decirlo también de la Ley de la gravitación universal, de los descubrimientos arqueológicos de Atapuerca, del imperativo categórico de Kant, o de los poemas de García Lorca. Lo fascinante de la anécdota de Euclides es que nos muestra cómo el teorema de Pitágoras, que todos conocéis, no solo nos exige que el cuadrado de la hipotenusa sea la suma del cuadrado de los catetos; sino que al mismo tiempo nos exige, con la misma necesidad, la existencia de una escuela pública. Y lo exige porque el saber científico y humanístico constituye una riqueza común que no se deja apropiar con dinero o con privilegios, sino que solo es accesible a través del uso de la razón. El único camino aquí, por tanto, es el de la curiosidad, el esfuerzo y el estudio.
Yo espero que estéis orgullosos, entonces, porque ese camino que habéis recorrido hasta aquí es el mismo que Euclides le exigía al rey Ptolomeo; el mismo que la humanidad ha tardado siglos en conquistar. Y por ello, merecéis todo mi reconocimiento, más allá de vuestros resultados concretos, por el mero hecho de haber decidido recorrer ese camino. Con ello habéis contribuido, seáis conscientes o no, a conservar la única vacuna que hasta ahora conocemos contra la tiranía, el abuso de poder y las desigualdades sociales: el acceso público al conocimiento.
Por otro lado, creo que tenéis que estar orgullosos porque el último año no os lo ha puesto fácil. Os ha tocado culminar el Bachillerato en un contexto de pandemia mundial, de crisis económica galopante, y de cambios que han convertido la vida cotidiana en una película de ciencia ficción. Llegáis al final de esta etapa en un momento en el que el mundo os enseña los dientes. No puedo ocultar la indignación que me ha producido ver cómo los medios de comunicación utilizaban la etiqueta de “los jóvenes” para hacer de vosotros el símbolo de la irresponsabilidad ciudadana; al tiempo que era un testigo diario de la fortaleza con la que habéis asumido la privación del contacto con vuestros compañeros, del derecho a veros las caras e incluso del calor en invierno.
A esas caras, que ahora solo puedo ver de nariz hacia arriba, me gustaría también expresarles un sincero agradecimiento. No os sorprenderá saber que esas caras, vuestras caras, fueron las primeras a las que, hace ahora tres años, pude llamar “mis alumnos”. Y fueron esas caras, que me miraban desde el otro lado del aula, quienes por vez primera se dirigieron a mí como “profe”. Es inevitable pues, reconocer, que en muchos sentidos habéis sido vosotros quienes me habéis enseñado a mi, y por eso os estaré eternamente agradecido.
Me había propuesto llegar al final de este discurso evitando cualquier tipo de consejo para el futuro. No voy a mentiros: el futuro es un tiempo verbal que hoy tiene difícil conjugación.
Me hubiera gustado deciros, aprovechando la anécdota de Euclides, que os espera un mundo geométrico, donde la igualdad entre hipotenusas y catetos, se traduce en la igualdad entre mujeres, hombres, clases y pueblos. Pero lo cierto es que salís a un mundo que conspira contra la geometría.
Me hubiera gustado deciros que salís a un mundo bello, como es bello el amor en Garcilaso, como la luna es bella en García Lorca, pero lo cierto es que salís a un mundo que conspira contra la belleza, contra el amor e incluso contra la luna.
En fin, queridos alumnos, porque salís a un mundo que conspira, acordaos de la escuela; pues todavía, por suerte, la escuela conspira contra el mundo.
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Jaime Buedo es profesor de Filosofía en el IES Pradolongo, en el distrito de Usera, en Madrid.