PATRICIO MONCAYO | PlanV. - Julio Boltvinik | La Jornada [12/03/99].
El sociólogo inglés Edward P. Thompson habló en 1978 de la “economía moral de la multitud” para explicar los motines de subsistencia en la Inglaterra del siglo XVIII. Tras de estos motines había no solo motivaciones económicas sino prácticas culturales derivadas de una sociedad pre capitalista. Con esas prácticas -afirmaba Thompson- los hombres y mujeres “creían estar defendiendo derechos o costumbres tradicionales”.
El término “economía moral” fue acuñado por E.P. Thompson en su clásica obra The Making of the English Working Class. Thompson rastrea el origen de la expresión economía moral a los siglos XVIII y XIX, como un cuerpo de pensamiento que enseñaba la inmoralidad de lucrar en base a las necesidades de la gente, pero que después definió más cuidadosamente el concepto. Indica que “una teoría de la economía moral” ha despegado ahora en más de una dirección, pero que su propio uso se limitó a las confrontaciones en los sitios de mercado sobre los derechos o titularidades (entitlements) a los alimentos básicos.
La economía de mercado en aquella área rural no podía operar libremente: regía un modelo paternalista. El resentimiento popular se agudizaba “cuando cambiaban las viejas prácticas de mercado”. Éste devino en un campo de batalla de la guerra de clases “en la misma medida en que llegaron a serlo la fábrica y la mina durante la revolución industrial”. Pero era en el mercado donde los trabajadores “podían llegar a organizarse con más facilidad”. “El paternalismo como mito o ideología mira casi siempre hacia atrás” sostenía el historiador inglés.
Según Thompson, “la cultura conservadora de la plebe resiste muchas veces, en nombre de la ‘costumbre’, a aquellas innovaciones y racionalizaciones económicas que gobernantes o patronos deseaban imponer”.
Thompson señala cómo entiende el concepto: el conjunto de creencias, usos y formas asociadas con la comercialización de alimentos en tiempos de escasez, así como las emociones profundas estimuladas por ésta, las exigencias que la multitud hacía a las autoridades en tales crisis, y la indignación provocada por el lucro durante emergencias que ponían en peligro la vida, le daba una carga “moral” particular a la protesta. En el artículo original, 20 años antes, Thompson había introducido el concepto de la siguiente manera (Cap.4, p.188):
Las revueltas eran provocadas por precios al alza, por prácticas indebidas de los comerciantes, o por hambre. Pero estas ofensas operaban dentro de un consenso popular sobre lo que eran prácticas legítimas e ilegítimas de comercialización, molienda, horneado, etc. Esto a su vez estaba cimentado sobre una visión tradicional consistente de las normas y las obligaciones sociales, de las funciones económicas propias de diversos grupos dentro de la comunidad, las que vistas en su conjunto, puede decirse que constituyen la economía moral de los pobres. Un atropello de estos supuestos morales, tanto como las privaciones experimentadas, era la ocasión para la acción directa.
Para el autor el término es el mejor para describir la manera en la cual, en comunidades campesinas y en comunidades industriales tempranas, muchas relaciones “económicas” eran reguladas de acuerdo con normas no monetarias. Éstas existen como un tejido de costumbres y usos hasta que son amenazadas por racionalizaciones monetarias, y se hacen conscientes como economía moral. En este sentido, la economía moral es convocada a existir como resistencia a la economía del “libre mercado” (cap.5, p.340). He aquí la base de nuestro epígrafe.
Puesto que para los campesinos, continúa Thompson, la subsistencia depende del acceso a la tierra, las costumbres del uso de la tierra y de los derechos sobre sus productos se vuelven aquí centrales (en vez de los referidos a la comercialización de alimentos).(Thompson, Cap.5, p.341).
La posición de la población rural es la de un hombre parado con el agua al cuello permanentemente, de tal manera que basta una ola pequeña para ahogarlo (Tawney, Land and Labour in China).
El temor a la insuficiencia de alimentos ha dado lugar, en la mayoría de las sociedades campesinas pre-capitalistas a una ética de subsistencia. Las técnicas agronómicas al igual que muchos arreglos sociales, están orientados, en estas sociedades, a limar las olas pequeñas que pueden ahogar a un hombre: patrones de reciprocidad, generosidad forzada, tierras comunales, y otras, estaban destinadas a suavizar las inevitables simas en los recursos familiares, lo que de otra manera arrojaría a la familia por debajo de la subsistencia.
En la base de las rebeliones campesinas está una furia y una indignación que lleva a los campesinos a levantarse en protesta. Si entendemos estos sentimientos entenderemos lo que he llamado su economía moral: su noción de la justicia económica y su definición operacional de explotación, su visión de cuáles exacciones externas sobre su producto eran tolerables y cuáles intolerables. Los modestos pero críticos mecanismos redistributivos existentes en esas sociedades, proveen un seguro de subsistencia mínima para los habitantes. La seguridad estructuraba también las relaciones con las élites externas. Se trataba, con éstas, de lograr un equilibrio entre transferencias de excedentes campesinos a los gobernantes y la provisión de seguridad mínima para el cultivador.
La imposición del sistema del capitalismo habría minado el sistema de seguridad preexistente y violado la economía moral de la ética de subsistencia. Habría significado la transformación de la tierra y del trabajo en mercancías para la venta. Los campesinos perdieron derechos de usufructo gratuitos y se convirtieron en arrendatarios o en trabajadores asalariados. El valor de lo producido era crecientemente arrebatado por las fluctuaciones de un mercado impersonal. Se trataba de una reedición local de la acumulación originaria de capital: la producción de fuerza de trabajo asalariada por la expropiación de su acceso a medios de producción y la eliminación de todas las garantías de subsistencia provistas por el orden feudal anterior. La nueva clase de implacables terratenientes hacían exigencias sobre las cosechas sin tomar en cuenta las necesidades de los arrendatarios. Los campesinos resistían como mejor podían y cuando las circunstancias eran favorables se rebelaban.
Las protestas campesinas reflejaban esta inseguridad. Dos temas prevalecían en ellas. En primer lugar, las exigencias que sobre los ingresos campesinos hacían los terratenientes, prestamistas o el Estado, eran consideradas ilegítimas cuando infringían lo que era considerado como el mínimo nivel de subsistencia culturalmente definido. En segundo lugar, el producto de la tierra debería ser distribuido de tal forma que garantizase a todos un nicho de subsistencia. Se apelaba, para ambas cosas, al pasado, a las prácticas tradicionales.
En los motines relacionados con el precio del pan, de la harina o del trigo, que analiza E.P. Thompson en la Gran Bretaña del siglo XVIII, queda claro también el derecho a la subsistencia. Las multitudes de pobres urbanos se levantaban en protesta ante el alza de los precios del alimento básico, o ante prácticas de mercado que violaban lo que Thompson llama el modelo paternalista y que derivaba de las reglas de comercialización instituidas por las autoridades en periodos anteriores para buscar el abasto de los alimentos a precios adecuados. En los motines, la multitud casi nunca se apropiaba gratuitamente de los alimentos, sino que los vendía a un precio justo fijado por ella, y el dinero de tal venta era entregado al propietario del pan, harina o trigo.
Además de mostrar la existencia social objetiva de niveles de vida considerados socialmente mínimos, y mostrar el conocimiento y consenso que de ellos tiene la población, Thompson muestra una manera opcional de entender el mundo de lo económico, diferente del de la economía política, la de la economía moral. Veamos como plantea esta confrontación Thompson. Por una parte, señala que pocas victorias intelectuales han sido más contundentes que la que los proponentes de la nueva economía política ganaron en materia de regulación del comercio interno de cereales. Más que un modelo, el planteamiento de laissez-faire (dejar hacer), representado en La Riqueza de las Naciones de Adam Smith (1776), es un antimodelo, una negativa a las políticas de abasto del período Tudor. En lugar de estas políticas, se establecía la libertad irrestricta del comercio de granos. La nueva economía entrañaba una de-moralización de la teoría del comercio y el consumo, con implicaciones de importancia no menores a la de la disolución, más ampliamente debatida, de las restricciones sobre la usura. Es decir, la nueva política económica estaba liberada de imperativos morales.
Thompson critica la doctrina de Adam Smith, haciendo notar tres graves deficiencias: 1) Es doctrinaria, y antiempírica. No quería saber cómo funcionan los mercados, al igual que sus seguidores actuales tampoco desean saberlo. 2) Promovió la noción que los precios altos eran un (doloroso) remedio para la escasez (¿les suena conocido?), al hacer que los abastos fluyeran a la región afectada por la escasez, pero lo que atrae la oferta no son los precios altos sino gente con suficiente dinero en sus bolsillos para pagar los altos precios. 3) El más desafortunado error fluye de la metáfora de Smith sobre los precios como forma de racionamiento. Smith argumenta que los precios altos desestimulan el consumo, llevando a todos, particularmente a la gente de rangos inferiores, a situación de frugalidad y buena administración. Al comparar al comerciante que sube sus precios con el prudente maestro de un navío que raciona su tripulación, hay un persuasiva sugerencia de distribución equitativa de recursos limitados. Hay un truco ideológico en el argumento, ya que el racionamiento por precios no asigna los recursos igualmente entre los que se encuentran en necesidad; reserva la oferta para aquellos que pueden pagar el precio y excluye a los que no pueden hacerlo. Los motines alimentarios fueron una protesta y quizás un remedio contra este racionamiento socialmente desigual del bolsillo.
Las obras de E.P. Thompson así como de muchos de sus seguidores, reflejan el hecho ineludible de que la vida humana no puede ser resuelta por el mercado. Ninguna sociedad ha aceptado que el mercado decida sobre la vida y la muerte de las personas. La fuerza de trabajo no es una mercancía común y corriente, cuyo valor y grado de ocupación pueda ser decidido inconsecuentemente por las fuerzas del mercado. El elemento moral entra inevitablemente.
El alza del precio del pan puede equilibrar la oferta y demanda de pan, pero no resuelve el hambre de la gente. Toda ciencia económica que se respete, toda economía política, tiene que ser también economía moral.
Las responsabilidades morales por la vida de la gente son un hecho presente en la mayoría de las sociedades. Que lo que debemos considerar una anomalía son los periodos y lugares donde tal responsabilidad se ha diluido. Los Estados del Bienestar no serían una anormalidad del capitalismo, cuando éste enfrentaba el reto del socialismo, sino una forma diferente de responder a algo que casi todas las sociedades hacen. Incluso las respuestas menos solidarias, más duras con los pobres, como las leyes de pobres en Inglaterra, reflejaban esta responsabilidad moral.
La economía moral es convocada a existir como resistencia a la economía del “libre mercado”: el alza del precio del pan puede equilibrar la oferta y la demanda de pan, pero no resuelve el hambre de la gente.