Jordi Carmona Hurtado | El Salto. La cultura neoliberal nos ha acostumbrado a un tipo de ciencia ficción conservadora, que solo prolonga el presente en un futuro distópico. La ciencia ficción de Ursula K. Le Guin, en cambio, explora otros mundos alternativos posibles, como el de la anarquía en Los desposeídos.
Es posible entender los productos de la cultura comercial como encarnaciones de diversas especies de delirios colectivos, es decir, como síntomas que expresan con exactitud, para quien sabe leerlos, cierto estado anímico de la sociedad, manifestando sus obsesiones, miedos y deseos más profundos. Desde este punto de vista, no tanto crítico sino clínico, resulta interesante tomar algunas producciones al azar que dibujan el arco completo de la dominación neoliberal. En busca del arca perdida de Spielberg, de 1981, es una especie de western imperialista que se desarrolla a escala planetaria, y expresa el momento de la utopía neoliberal triunfal y ascendente. Pero a diferencia de los héroes del western clásico, Indiana Jones es tan infinitamente superior a sus enemigos, tan sumamente inteligente, rápido, listo, guapo, fuerte, hábil, resistente y prácticamente inmortal que flota por encima de cualquier relación humana real: no es tanto un héroe dramático como un superhéroe. Por eso, a pesar de ser un gran producto de entretenimiento (o un ejemplo muy logrado de escritura cinematográfica, como diría Robert Bresson), la película es incapaz de plantear el menor problema moral o de rozar algo de la complejidad de la vida adulta real. El “realismo capitalista” (Mark Fisher) naciente es en el fondo incapaz de todo realismo y solo se mueve a gusto en la irrealidad.
El infantilismo del cine de Spielberg expresaba la necesidad de tener fe, de creer en cualquier cosa, aunque fuese en los extraterrestres, aunque fuese en que el capitalismo es el mejor de los mundos posibles; una vez que no se debe creer ya en la utopía adulta, en una sociedad que vaya más allá de las relaciones capitalistas de producción. Es el complemento de la renovación de la santa alianza producida en los mismos años por Francis Fukuyama, que decreta el final de la Historia con el triunfo de la democracia liberal como estadio insuperable de la sociabilidad humana. La gran utopía neoliberal se ponía así en marcha, junto a las políticas del tipo Thatcher o Reagan de destrucción de toda forma de solidaridad colectiva, y la nueva cruzada neoevangélica consistente en extender las lógicas de mercado a todas las relaciones sociales y situaciones humanas.
La cultura neoliberal en su ocaso
Sin embargo, sentimos que en los últimos tiempos esa fe en la utopía neoliberal empieza a tambalearse y hasta a resquebrajarse. El éxito del género distópico, la obsesión milenarista por el fin del mundo, así como el deseo de muerte que atraviesa películas como Melancholia de Von Trier son signo de ello. Pero no es necesario buscar en los sofisticados productos del cine de autor. Tampoco el género de superhéroes, representante por excelencia de la cultura neoliberal, es inmune a esta tendencia. Si el momento naciente del neoliberalismo es el de la apoteosis capitalista, en que todos los antiguos héroes se volvieron superhéroes, como el caso de Indiana Jones, en las producciones actuales no hay un solo superhéroe que no trate de humanizarse, de “mostrar su lado oscuro” y sus ambivalencias, de presentarse como “fracasado” y antihéroe, etc. La mitología de nuestro tiempo eleva a la categoría de superhéroe al antiguo superantagonista Joker, semidios del caos y la destrucción, que encarna el puro principio del desorden con el que la cultura neoliberal confunde a la anarquía, frente al orden policial y financiero defendido en la sombra por el hombre dotado de los superpoderes del murciélago.
La cultura neoliberal sigue completamente pegada a la irrealidad, y ni siquiera las llamas que devastan el planeta ni los niños que deciden actuar consiguen despertar del todo a los adultos de su sueño pueril.
Nietzsche decía que a menudo preferimos querer la nada a no querer nada. Algo semejante manifiesta la cultura comercial reciente en cuanto a las creencias colectivas, como si ya no tuviésemos fe en la utopía neoliberal, pero tampoco consiguiésemos creer en ninguna otra; y como no podemos evitar creer en algo preferimos creer que algún día vendrá la nada. Así, hay quienes viven hoy en día simplemente esperando el momento del gran colapso civilizatorio profetizado por la ciencia del clima. Pero esta actitud todavía encarna una última forma de fe en el futuro y de esperanza, aunque sea en un modo nihilista. A quienes toman como moneda contante la futura autodestrucción de la civilización capitalista, aunque eso implique también la desaparición de la especie humana, habría que decir lo mismo que Lacan decía sobre el fin individual: que creer en la propia muerte todavía es una forma de fe a la que agarrarse para soportar la vida lamentable que llevamos, pues ¿cómo soportaríamos vivir así si no creyésemos que en algún momento todo esto se va a acabar?
En la reciente Ad astra de James Gray, el superhéroe depresivo encarnado por Brad Pitt ya sabe que la fe neoliberal no tiene objeto, que no hay Dios ni E.T. al final del camino de la expansión capitalista, que la colonización neoliberal no tiene otro fin que reproducirse sin cesar a sí misma en todas partes y aniquilar toda otra forma de vida, extendiendo los mismos centros comerciales y el mismo cáncer civilizatorio a toda la galaxia, y que nuestra única esperanza es recuperar el sentido de la Tierra, el amor a nuestra casa y a lo más próximo. Pero esa nostalgia y ese deseo de volver a casa llegan demasiado tarde, en un momento en el que, como grita sin cesar Greta Thunberg, nuestra casa está en llamas. La cultura neoliberal, incluso en su ocaso y en su fase descendente, con todos sus antihéroes, sigue completamente pegada a la irrealidad, y parece que ni siquiera las llamas que devastan el planeta ni los niños que deciden actuar en consecuencia consiguen despertar del todo a los adultos de su sueño pueril.
Dos modalidades de la ciencia ficción
Ursula K. Le Guin es una de las escritoras del siglo XX que más ha hecho para desdibujar las fronteras arbitrarias que separan las búsquedas más serias del arte de los encantos del entretenimiento de masas. Su obra se adscribe a la ficción científica, género que renueva por completo. En la introducción de 1976 a su novela La mano izquierda de la oscuridad, se desmarca de lo que tradicionalmente se entiende por ciencia ficción. Es decir, ese tipo de “ficción extrapolativa”, en la que se toma una tendencia actual, se la purifica e intensifica para obtener un efecto dramático, y se la extrapola al futuro. El procedimiento es el mismo que usan los científicos en sus laboratorios, cuando administran alguna sustancia en grandes dosis y en períodos cortos a ratones, para probar qué tipo de efecto tendría tomada en pequeñas dosis y en largos períodos por humanos. Y como dice Le Guin, el efecto resultante, indefectiblemente, es el cáncer; o en el caso de la ciencia ficción, la segura extinción de la libertad humana, y muy probablemente de toda vida terrestre. El uso y abuso de esta receta, en que se aísla un caso de la realidad presente y se lo lleva a su extremo lógico en el futuro con resultados fatalmente distópicos, es lo que ha impedido que la ciencia ficción llegue a una madurez artística semejante a la alcanzada por la literatura realista, y le ha dado esa fama de escapismo.
Esa misma receta resulta aplicada tanto o más hoy en día que en los tiempos de Le Guin (pensemos en la serie Black Mirror, pensemos en todos los Mad Max, etc.), y puede que determine más de lo que estamos dispuestos a admitir nuestros imaginarios y expectativas sobre el futuro. Pero, como decía radicalmente el filósofo, el futuro no existe, o como afirma más prudentemente Le Guin, es solo una metáfora. En cualquier caso, lo que se nos presenta como futuro en este tipo de ficciones extrapolativas no es más que la extensión concentrada de algún aspecto del presente deprimente de nuestra civilización fundamentada en la rapacidad propietaria y la agresión mutua. De ahí que a pesar de los elogios y promociones que recibe habitualmente, el género de ciencia ficción distópica que predomina en la fase descendente de la cultura neoliberal sea profundamente conservador.
'Los desposeídos' nos puede hablar hoy con tanta fuerza porque muestra que, aunque hayamos comprobado que el capitalismo está preparando nuestra futura pobreza, eso no nos condena a un futuro del tipo 'Mad Max'.
El tipo de ciencia ficción cultivada por Le Guin se basa en otro procedimiento, que ella llama “experimento mental”, y reconoce en algunos pocos autores que también han practicado el género (Mary Shelley, Philip K. Dick). En lugar de extrapolar a un futuro una tendencia del presente, se trata de alterar alguna de las premisas mismas que rigen nuestro presente. De ese modo, la ciencia ficción no explora un futuro de caricatura sino otro mundo posible, tan complejo y diverso como el nuestro, y que permite plantear problemas morales con la misma agudeza y profundidad que el realismo. Un ejemplo extraordinariamente logrado de este procedimiento es la novela Los desposeídos. En ella se explora, en el contexto de un universo imaginario, una hipótesis de carácter histórico: ¿qué ocurriría si la revolución social hubiese tenido éxito? ¿Y si la anarquía, o el comunismo libertario, hubiesen sido establecidos en alguna parte? ¿Cómo es posible una sociedad que en lugar de basarse en la explotación se fundamentase en la ayuda mutua? ¿En qué condiciones geográficas, políticas o económicas podría darse este tipo de sociedad? ¿Qué tipos humanos produciría, qué lenguajes, qué formas de vida, qué relaciones humanas, qué conflictos?
Los desposeídos
De este modo, renovando lo que entendemos por ciencia ficción, que ya no es “ficción extrapolativa” sino realismo de otro mundo, Ursula K. Le Guin también renueva en esta novela el género utópico. En la mayor parte de las utopías históricas, la abundancia, o el desarrollo avanzado de los medios de producción, aparece como la condición fundamental de la emancipación social. Podemos pensar en esos palacios de oro en los que viven los obreros en la Icaria de Étienne Cabet; o si se trata de intentos de realizar la utopía, en los túneles de mármol del metro de Moscú. Sin embargo, Le Guin, más cerca de la austeridad ecologista de la imaginación utópica de un William Morris, sitúa su utopía anarquista en Anarres, una luna seca, árida, desolada, en que la lucha por la existencia se presenta con toda su dureza. Son esas mismas condiciones, aproximadamente, las que observó Kropotkin en la estepa rusa, y le llevaron a concluir que en ellas la evolución de la vida solo era posible gracias al apoyo mutuo. Antaño se creía que el capitalismo, poniendo todo el mundo a trabajar y revolucionando por todas partes las formas de producción, estaba preparando la abundancia necesaria para el comunismo del porvenir. Si Los desposeídos nos puede hablar hoy con tanta fuerza, en este momento de ocaso de la cultura neoliberal, es porque muestra, con su exploración realista de un mundo alternativo al nuestro, que aunque hayamos comprobado más bien que lo que el capitalismo está preparando es nuestra futura pobreza de recursos, eso no nos condena a un futuro del tipo Mad Max. Le Guin nos muestra que existe la otra opción, que el otro mundo posible es igualmente realista, el mundo de la ayuda mutua, el mundo de Anarres.
Solo que no es sencillo entrar en ese mundo. Anarres significa afirmar hasta el fin, y en todas sus consecuencias, el principio de ayuda mutua. Pero esto a su vez supone una experiencia iniciática, la de descubrir la verdadera fraternidad a partir de la experiencia del dolor, de la absoluta vulnerabilidad, que es la que realmente une a los seres humanos. Anarres significa descubrir el vínculo completamente anti-liberal entre la auténtica libertad y la ausencia de posesiones. De ahí que solo sea posible entrar en Anarres con las manos vacías, “desnudos, como el niño viene al mundo sin ninguna propiedad, dependiendo totalmente de otras personas para vivir.” Ni siquiera está garantizado que todo el mundo tenga para comer, simplemente que “nadie pasará hambre mientras otra persona come”. En Anarres cualquier lujo es excremento, y la única belleza es la de los rostros, la de esos ojos anarrestis que nunca desvían la mirada, en los que se puede observar “el esplendor del espíritu humano”. En fin, tal y como muestra la novela que se articula alrededor del conflicto entre los actos anarquistas de Shevek y el anarquismo establecido de la comunidad, Anarres no es la sociedad perfecta, y no hay en realidad ninguna sociedad perfecta. Ser fiel a la promesa que encarna Anarres puede significar, en ocasiones, ir contra Anarres, desafiar a Anarres o llevar a Anarres más allá de sí misma, según la lógica de la revolución permanente. La libertad solo se obtiene a ese precio, nos indica el bello libro de Ursula K. Le Guin, que nos ofrece, bajo la superficie amable de una novela de ciencia ficción, la fuerza explosiva de una utopía social adulta.