Santiago García Tirado | La Marea. La gestión de la pandemia ha tenido en el lenguaje una de sus principales estrategias. En tanto la realidad se mostraba ingobernable y, por encima de todo, impredecible, observamos de día en día cómo se hipertrofiaba el papel comunicador de la clase política. Había que llamar a la calma de todo un país, es cierto, y mantener en el tiempo una situación anómala para la que no se veía final. Y todo ello asegurando un cierto clima de normalidad que permitiera sostener el encierro sin que se desatara la inestabilidad social. Fruto de ese empeño lingüístico fue la creación del término Nueva normalidad.
Todo el desarrollo posterior de la idea ha dado forma a un campo referencial de tintes menos violentos que la realidad misma, mejor domesticado, sin aristas cortantes ni peligro de deflagración. Sustituyendo la realidad por el campo referencial -lingüístico- que la nombra, lo que se consigue es consolidar la base temática de un relato que vendrá a renglón seguido. En ese sentido, lo que hemos vivido este verano en términos estéticos puede definirse como una ficción.
En el ámbito educativo encontramos lo que tal vez sea la mejor plasmación del fenómeno hasta la fecha, con algunos capítulos memorables emitidos en los últimos días. Es cierto que la pandemia por la COVID-19 ha traído problemas mayores en la economía, y que algunos apuntan incluso a cambios estructurales a nivel mundial, pero en la escala de lo inmediato no hay duda de que la escuela alcanzó desde el minuto cero un puesto alto en la lista de las preocupaciones sociales. Para calmar los ánimos y alimentar la paciencia de varios millones de familias -en situaciones muy dispares y, muchas de ellas, al límite- la clase política, tanto del gobierno central como de las diversas administraciones autonómicas, echaron mano de distintos mecanismos de ficción amable.
En marzo se comenzó hablando de un paréntesis, de que sin ninguna duda el curso acabaría de manera presencial en junio. Se aceptó el mensaje. La atención entonces estaba en estado de shock y apenas dábamos para creer lo que estaba pasando. No tardó en aparecer la metáfora de la guerra para recalcar la idea de excepcionalidad de lo que se estaba viviendo, con toda su carga añadida de heroísmo y resistencia frente al enemigo común: la guerra contra el virus, decían, la teníamos que ganar. Con todos esos factores en contra, el curso se acabó dando por finiquitado y se felicitaba a la comunidad escolar -profesorado, alumnado, PAS, familias-. El nuevo curso podría ver una mejora sustancial en la organización frente al virus. Había cinco meses de por medio.
La (no) producción ejecutiva de la serie
Entre el decreto de confinamiento de marzo y el final del verano transcurren 24 semanas. Hay tiempo más que suficiente para gestionar el nuevo curso, tomar nota de las carencias, aprender de cómo se ha gestionado en otros países, etc. Sin embargo, ha sido esta última semana de agosto cuando parece haberse puesto en marcha la maquinaria de la gestión, y todos los gobiernos regionales se lanzan a la promoción de su nuevo capítulo.
El curso está a un tris de comenzar, pero es desde el 24 de agosto, lunes, cuando surgen los anuncios de medidas estrella. Hasta la tercera semana de agosto se habían anunciado 20.000 plazas nuevas de profesores, entre todas las comunidades autónomas. Esa cifra no llega a asegurar ni un solo docente por centro, por lo que se entiende mejor como un argumento para mantener la ficción según la cual se está haciendo un esfuerzo considerable en el arranque del curso. Madrid -oh, sorpresa- no anuncia contrataciones. Pero el martes 25 de agosto se difunde un anuncio en prime time: la comunidad piensa contratar a 10.610 profesores de manera temporal con el objetivo de reducir las ratios. Las semanas anteriores, y con la advertencia de huelga de profesorado en marcha, el Gobierno de Díaz Ayuso no había dado trazas de que fuese a reaccionar ante lo que se le venía encima.
¿Qué se ha hecho, entonces, en estas 24 semanas con miras a preparar el nuevo curso? Básicamente se ha emitido una serie de capítulos para mantener en alto la ficción. Por lo demás, y a tenor de lo que estos días no parecen más que gesticulaciones de última hora, podemos afirmar que la producción ejecutiva no ha trabajado. Nada. Cero, en cualquier comunidad autónoma. En cambio, sí se ha hablado. Enrique Ossorio, consejero de Educación en Madrid, apareció el 20 de agosto en la COPE poniendo el foco sobre el gremio de los docentes. Según su relato, los responsables de un eventual comienzo de curso anómalo: «Cuando estuvieron confinados, les gustó comer y tener luz, ¿no se dieron cuenta de que había gente trabajando por ello?” -y añade detalles de su felonía-: ¿Ahora cómo les pagan, diciendo que no hay seguridad cien por cien? No la hay, todos corremos riesgos, pero yo creo que es una traición, hay gente que se ha jugado la vida todos los días”. Lo de poner a trabajadores -de cualquier gremio- contra trabajadores -de la enseñanza- no es un invento nuevo. Lo de traidores, por otra parte, ha sido tendencia durante estas 24 semanas de evidente inacción de los gobiernos.
En Catalunya, la pira fue preparada por medios afines al Govern, y tuvo en Ignasi Aragay un capítulo de los que hacen furor. El director adjunto del diario Ara, el 18 de abril, interpelaba con un artículo bien condimentado al gremio de profesores. Su tesis se resumía así: durante la pandemia los sanitarios habían sido los héroes, ahora tocaba serlo a los docentes. Para ello debían ofrecerse como voluntarios y dar clases en verano a todos los alumnos que lo precisasen. Gratis. Por el país. Porque -siempre según su ficción- los profesores en ese tiempo no habían trabajado nada, lo que se dice nada, desde que el 15 de marzo se decretara el cierre de centros educativos en Catalunya. Si, como diría Bourdieu, la opinión pública no existe, hay que reconocer entonces a quienes gobiernan su sagacidad al extender una red de opinadores en diversos medios, gente como Aragay que ayuda a instaurar una ficción perfecta para, llegado el momento, levantar a la ciudadanía contra la propia ciudadanía. Todo valdrá con tal de que nadie pregunte a quienes gestionan qué han estado haciendo con su responsabilidad a lo largo y ancho de esas 24 semanas previas.
Un casting de protagonistas para hacer papeles de figurantes
La figura de la profesora, del profesor, ha ido perdiendo poder de seducción incluso en condiciones normales. El tema es bien conocido y ampliamente aceptado, de modo que no voy a extenderme aquí. Sí convendría añadir algunas apreciaciones sobre lo que ha sido su papel dentro del espectáculo que ha sido la escuela en tiempos de la COVID. La primera tiene que ver con la condición de su trabajo. La mayor parte del tiempo se trata de un trabajo fuera de cámara, sin registro posible, que puede ocupar infinitas horas, e incluso dislocar el horario privado o familiar, en todo caso, un trabajo que se difumina en la sombra de los días. En la ficción de quienes explican el mundo, ese trabajo a veces existe y otras no existe en absoluto, según la necesidad del capítulo en el que estemos. Los docentes son grandes héroes, o un gremio egoísta que se aferra a sus privilegios de clase, insolidario, miserable. Pero nadie, excepto los propios docentes, sabrá de qué manera el horario de trabajo arrasó su día a día a lo largo y ancho del confinamiento. Del cómputo final de horas por docente es imposible saber nada cierto. En el relato oficial consta que los profesores se pusieron manos a la obra para dar sus clases online sólo después de que el consejero de Educación de turno diera su rueda de prensa y sacara el látigo. Antes de eso, todo trabajo realizado por profesores desde sus casas, utilizando sus propios medios, es mera invención. No existe. No computa.
La siguiente apreciación tiene que ver con las infraestructuras con las que el profesorado pudo desarrollar sus clases. Hubo desde el minuto cero una red de en torno a 750.000 ordenadores funcionando a pleno rendimiento al servicio de las clases, de las reuniones entre profesores y del trabajo administrativo para que el curso siguiera su ritmo con el menor perjuicio posible. Ese macroordenador que permitió acabar con éxito el curso -y que será imprescindible en el año escolar que empieza- ha demostrado ser altamente eficiente y ha funcionado en condiciones óptimas, y todo ello a coste cero para la administración. El de los profesores es el único gremio que debe poner sus herramientas y pagar sus conexiones para que el trabajo funcione adecuadamente. Ese servicio se presupone, se exige de manera tácita, y a la vez, de igual modo que el consumo de horas, pasa al agujero negro de los servicios que no computan en ninguna parte. Mientras tanto, la administración sí paga a sus proveedores -en el caso de Catalunya, las licencias de Microsoft, SAP y Oracle se llevaron 15 millones de euros durante el confinamiento, por citar un caso-. El hardware de los profesores queda así en un territorio que se parece mucho a la caja donde Schrödinger coloca el gato. Esos ordenadores y dispositivos móviles están y no están.
Pero tienen que estar.
La apreciación final va dedicada a la figura del docente. Protagonista sin credibilidad, progresivamente irrelevante. No sólo vio en los últimos años cómo se desintegraba su dimensión simbólica por un mal entendido y perverso principio de igualdad dentro de la clase; también las nuevas tendencias de aprendizajes constructivistas lo empujan hacia la futilidad. El ardid de que el alumnado ha de aprender por sí mismo, con una profesora o profesor meramente presencial, con funciones de estimulación y acompañamiento, cierra la puerta a la dimensión intelectual del docente. Su figura ya no sirve, es una rémora para la revolución que impulsa el mundo empresarial, de manera que esa figura se tiñe de sospecha -“los profesores son un freno a la creatividad de los alumnos, bloquean sus capacidades”; “muchos profesores utilizan el aula para adoctrinar”, etc.-.
En la práctica, el docente ha sido ninguneado desde las primeras leyes educativas de la democracia, todas ejecutadas bajo directrices marcadas por organismos internacionales de tipo económico -la OCDE de manera notoria- y por presuntos expertos en pedagogía. Nunca una ley orgánica o su adaptación por las comunidades autónomas contó con la opinión del profesorado a la hora de formularse, sin embargo, estos días el discurso oficial quiere poner a los docentes como responsables si algo no arranca de la manera debida. Los mitos se cuelan fácilmente en este tipo de relatos: los profesores de larguísimas vacaciones y fuertes derechos laborales ahora tienen miedo de contagiarse y se niegan a asumir riesgos. La realidad fuera del relato es otra: toda la improvisada normalidad -efecto de las distintas normas– es obra intelectual y material de quienes gobiernan. Al profesorado, y a cada docente en particular, hace siglos que le quitaron cualquier capacidad de protagonismo. Su nombre aparece en el casting, pero su papel se parece cada vez más al de un mero figurante sin texto.
Septiembre incierto: La nueva temporada asegura emoción
Dado que la realidad se ponía demasiado brava, desde el día uno la ficción debía servir para hablar de una situación controlada y perfectamente estudiada para que nada quedase al albur. Si durante los meses de vacaciones las familias tenían que permanecer al margen, entonces había que dejar claro a comienzos del verano que todo el proceso de inicio de curso estaba perfectamente establecido. Que podían marcharse y olvidarse de todo, puesto que la administración trabajaría en ese tiempo para atar flecos y dejar el proceso encarrilado cara a septiembre. Un buen ejemplo de verbo lenitivo es Javier Imbroda, consejero de la Junta de Andalucía. El 5 de junio, aun antes de acabar el curso y en medio de una pandemia descontrolada, decía: “Va a haber vuelta a las aulas en septiembre, que quede claro”. En una línea similar se expresaban los responsables en cada comunidad autónoma. La realidad era menos dócil: en julio los equipos docentes sólo podían jugar con escenarios virtuales. Diversos. Rarunos. Al principio, los jefes de estudios se pusieron a elaborar horarios específicos para el hipotético caso de un curso normal. Cuando a mediados de mes cada consejero de educación adelantaba algunos de sus planes estrella -grupos burbuja, clases semipresenciales, asistencia en días alternos, etc.- los jefes de estudios se vieron obligados a cuadrar un conglomerado de condicionantes que, por otro lado, eran imposibles de compatibilizar, ni lógica ni matemáticamente. A base de horas interminables, dieron forma a un segundo modo organizativo, más o menos aceptable, aunque con elementos extraños, como profesores que debían impartir dos y tres asignaturas ajenas a su formación específica. Todo, con tal de que el trabajo quedase hecho antes de agosto. Pero fue imposible: la inmensa mayoría de equipos directivos acabaron julio sin plan claro, y con todos los frentes abiertos. Las noticias, mientras tanto, apuntaban a un aumento descontrolado de contagios por todo el mapa. Los equipos asumieron así que este año estarían en sus puestos antes de lo establecido, hacia finales de agosto.
En estos momentos, mientras escribo este artículo, siguen apareciendo declaraciones de los diferentes consejeros autonómicos de Educación. Todos se empeñan en que su palabra sea sanadora y sirva para calmar a la población que, como era de esperar, comienza a dar señales de cansancio con atisbos de desesperación. El relato -ficticio- dice que todo irá bien. La realidad es que no hay un solo equipo directivo ni un solo profesor que sepa a día de hoy cómo comenzará el curso. Qué día, en qué circunstancias, con qué condicionantes. En la realidad, esa materia que queda fuera del relato, hay por suerte detalles que sirven o podrían servir para dar con posibles soluciones. Pienso en varias: el dinero, sin ir más lejos. Si no es con dinero, no hay otra forma de multiplicar los espacios y el profesorado para bajar las ratios y dar la atención que los alumnos necesitan; si no lo tienen, expliquen a su ciudadanía cómo han repartido sus presupuestos en los últimos años, por qué la sanidad privada y la educación concertada han recibido lluvias de millones de dinero público en los últimos años. Por qué, por ejemplo, Madrid alardeaba de su buena economía hasta hace unos meses a la vez que era la comunidad que menos dinero invertía por alumno -2.800€ por alumno menos que en el País Vasco, con datos del 2016-.
Pienso en una última solución: que los trabajadores de la enseñanza vuelvan a tener la capacidad de organizar sus centros. Que, de la misma manera que van a ser responsables de cuanto ocurra dentro de sus aulas -y esto afecta de manera inmediata a los y las directores/as-, sean los docentes quienes diriman las normas de organización sin temor a fiscalizaciones estrechas impuestas desde fuera del propio ámbito educativo. Más o menos lo mismo que se viene necesitando desde hace décadas: que la escuela sólo se deba a la escuela, que el objetivo sea una enseñanza de calidad, libre y laica, que profesoras y profesores ejerzan, sin injerencias de otros, eso que Hannah Arendt explica como “la transmisión del mundo” a la nueva generación.