Ciudades lentas, con (d)espacios públicos para estar, para sentarnos y encontrarnos

Javier (los díez) | El asombrario. Se habla mucho de movilidad en las ciudades, pero hoy queremos fijarnos en otro concepto básico para la vida: la quietud. No queremos movernos tanto, a veces nos apetece estarnos quietos. Tras estos meses de confinamiento en nuestros espacios privados, ¿no es momento de plantearnos otros modelos de espacios públicos en las ciudades? Espacios donde poder sentarnos sin consumir, encontrarnos con los vecinos sin prisas, charlar o simplemente descansar al aire libre. Frente a las consignas productivistas y consumistas, es el momento de exigir muchos más espacios ralentizados. (D)espacios públicos en las grandes ciudades.




Existían dos posibilidades. La primera, que el conocido por los especialistas como espacio público y genéricamente como la calle por la gente corriente fuese percibido, una vez finalizado el periodo de confinamiento, como un espacio cuestionado, sospechoso y peligroso, un ámbito donde acecha, todavía, el enemigo invisible, y al resto de nuestros conciudadanos, a nuestros vecinos en la esfera más cercana, como sus potenciales portadores.

La segunda, que, en parte por la estimación nostálgica que muchas veces se hace de algo sólo cuando se ha perdido, pero también por la reflexión objetiva que nos ha permitido este tiempo suspendido, por fin se valorase lo que ese espacio representa como ámbito de encuentro y relación social, como ese ágora que de manera simbólica siempre ha representado la res pública.

Afortunadamente, parece ser que ha prevalecido esta segunda opción; volvemos a ocupar las calles y las plazas, las avenidas y las alamedas, los parques y los jardines de nuestras ciudades y pueblos dando valor a esos encuentros y saludos perdidos durante meses, y es ahora cuando valoramos, tal vez en su justa medida, ese escenario donde se representa gran parte de nuestra dramaturgia vital, y que, vacío, hemos observado desde nuestros balcones y ventanas cual escenografía de una obra existencial digna del teatro del absurdo.

Tal vez sea el conocido por los especialistas como espacio doméstico y genéricamente como la casa o el hogar por la gente corriente lo que, vivido durante semanas como un espacio de reclusión, limitador de nuestras actividades y movimientos, pero, no lo olvidemos, también de nuestra protección, salga cuestionado después de esta experiencia; pero esto es tema para otro artículo.

Ahora, viendo y viviendo ese espacio público de otra manera, discurriendo por él como no hemos podido hacerlo durante estas jornadas –ahora sí, históricas–, aunque afectaran a nuestra cotidianidad más prosaica y banal, podamos plantear algunas cuestiones que afectan a este ámbito, pero que suelen quedar eclipsadas, cuando no simplemente olvidadas, en las discusiones y planteamientos teóricos y prácticos sobre él.

Uno es el de la cuestión, ya que no me gusta hablar de problemas al referirme a este asunto, de la quietud, sobre todo en las grandes ciudades, en contraposición a los problemas, esos sí, de movilidad en las mismas; espero que el concepto les resulte llamativo porque significaría que de lo que voy a hablar es novedoso, al menos en los términos en los que lo voy a plantear.

Estamos ya habituados, cuando no saturados y cansados, de oír hablar de los problemas de movilidad en nuestras grandes urbes; pero hace ya tiempo a la consabida discusión sobre el tráfico se ha venido a sumar toda una panoplia de elementos movientes como son ciclistas y monociclistas, patinadores y skaters, maratonianos runners y simples corredores de fondo, usuarios de segways, patinetes y similares, caminadores (con o sin bastones nórdicos, jubilados o no) y simples y llanos peatones usuarios de la ciudad de los 15 minutos, etc…, y cada uno de ellos requiere, cuando no exige, un tratamiento, normativa y espacio específico para ejercitar, e incluso expresar, su libertad de movimiento.

Pero en esa vorágine caótica de líneas que se cruzan, cuando en el peor de los casos no intersectan y en el mejor de los mismos se mueven en paralelo, ¿alguien piensa, alguien se ha percatado de la cuestión de la quietud?, ¿nadie ha oído hablar del movimiento slow y de las slow cities?

Tal vez, y permítanme el juego de palabras, deberíamos empezar a pensar en el (d)espacio público.

Sería ingenuo, cuando no contraproducente, pretender convertir una gran ciudad como pueda ser Madrid o Barcelona en una ciudad lenta, pero sería de agradecer que frente al poder económico y conceptual que tiene la movilidad, y por extensión su derivada la velocidad, se tuviesen en cuenta espacios ciudadanos ralentizados, donde la figura, entre romántica y rabiosamente moderna, del flâneur tuviese cabida; propuestas como las supermanzanas, las superilles barcelonesas, la peatonalización de calles comerciales o la recuperación de los históricos bulevares son ejemplos plausibles de ello.

Pero yendo más allá, aunque se incurra en cierto contrasentido y paradoja, tendríamos que fijarnos en una figura en serio peligro de extinción, esto es, la del sedente; espero que este término también les sorprenda.

Cada vez resulta más complicado, fuera de parques y jardines, tomar asiento, de forma gratuita, en las calles, plazas y avenidas de las grandes ciudades; por supuesto, en pleno proceso de privatización del espacio público, siempre nos quedará la opción de hacerlo en alguna de las numerosas terrazas de bares y cafeterías que colonizan nuestras aceras.

Pero pensemos en quienes puedan incluirse en esa categoría de sedente, ejemplo extremo y último de esa quietud de la que hablábamos y por la que algunos abogamos.

Así, podemos entender el espacio público como uno de los ejemplos de “tercer lugar” de los que hablaba el sociólogo norteamericano Ray Oldenburg allá por el año 1989 en su obra The Great Good Place, que junto al espacio doméstico (“primer lugar”) y el espacio laboral (“segundo lugar”) conforman, aunque cada vez más de forma solapada, los ámbitos fundamentales de los habitantes de las grandes ciudades.

Este “tercer lugar” representaría el espacio social por antonomasia, el espacio de encuentro, relación y diálogo entre personas no vinculadas, necesariamente, ni familiar ni laboralmente.

Pensemos en la cantidad de gente mayor para la cual su casa no deja de ser sino un espacio de soledad, y que en un parque, en una plazuela, encuentra ese interlocutor con quien charlar, compartir recuerdos y algún que otro sueño.

O en esas personas desempleadas, carentes por tanto de ese “segundo lugar” del que habla Oldenburg, que descubren en la calle un punto de reunión, y que tal vez propicie un trabajo, aunque sea eventual.

O de esos migrantes que hayan en el espacio público el punto de reunión donde compartir remembranzas y vivencias de sus países de origen.

O simplemente un lector, o un paseante cansado, o cualquiera que crea, frente a las consignas productivistas y consumistas, que la mejor manera de ganar tiempo es perderlo.

Todos ellos, como potenciales seres sedentes, encontrarán en el banco, el elemento de mobiliario urbano por antonomasia, su punto de referencia, su espacio particular de quietud.

Y llegados a este punto, y para finalizar, fijémonos en el escaso, cuando no nulo, interés que suelen despertar los elementos del llamado mobiliario urbano cuando los grandes especialistas sobre temas urbanos (demógrafos, urbanistas, ingenieros, arquitectos, etc.) definen estrategias e implementan soluciones para nuestras ciudades.

Me permitirán que como diseñador de producto y habiendo desarrollado numerosos proyectos de este tipo en nuestro estudio, haga hincapié en el valor que dichos elementos tienen en la articulación y definición del espacio ciudadano, y no únicamente como piezas ornamentales o decorativas del gran mosaico citadino.

Partamos del concepto de acupuntura urbana, derivado de la teoría del organismo urbano desarrollada por el arquitecto y teórico social finlandés Marco Casagrande, y que durante años puso en practica el urbanista Jaime Lerner como alcalde de la ciudad brasileña de Curitiva. Esta estrategia de ecologismo urbanístico consiste en priorizar la realización de multitud de intervenciones de escala reducida repartidas de forma extensa a lo largo y ancho de toda la geografía de la ciudad en detrimento de actuaciones faraónicas concentradas en áreas muy focalizadas de la misma.

Pues bien, en nuestro estudio siempre hemos contemplado y concebido los elementos de mobiliario urbano (bancos, papeleras, bolardos, luminarias, marquesinas, etc.), por su tamaño e implementación extendida, como las agujas más finas, precisas y eficientes de la referida acupuntura urbana. Es el mobiliario urbano, por su escala, proximidad y utilidad inmediata, el elemento que, de manera más directa y cercana, conexiona al habitante de la ciudad con las políticas y realizaciones de orden territorial, urbana y arquitectónica que en ella se realizan.

Resumiendo, pensemos en nuestras grandes ciudades como espacios no sólo de tránsito, sino de permanencia y pertenencia, donde tenga cabida cualquiera, donde cualquiera tenga su lugar, sea cual sea su velocidad vital, sea cual sea la forma que tenga de contemplar, entender y vivir su propia vida.

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