Prácticas de apoyo mutuo proletario en la II República

Chris ­Ealham | Diagonal (19.02.2013) Los desempleados en la Barcelona de los años ‘30 paraban desahucios, expropiaban alimentos y cultivaban huertos urbanos de guerrilla para sobrevivir.





Las acciones del Sindicato Anda­luz de Trabajadores (SAT) en los supermercados del pasado mes de agosto y otras iniciativas de solidaridad de base que se han retomado últimamente forman parte de una larga tradición dentro de lo que E. P. Thompson definió como la “economía moral” de las clases populares: una serie de ideas acerca de lo que es justo que moldeó una cultura de resistencia al mercado libre y a los estragos que genera entre sus víctimas.

Desde los motines de subsistencia del siglo XVII hasta los proletarian shopping trips de la época thatcheriana en Inglaterra, los obreros mal pagados y los parados se han sentido obligados a requisar lo que necesitaban o lo que querían para vivir con dignidad y, por lo tanto, sobrepasar las leyes económicas y judiciales que pesan sobre los excluidos. Muchas veces eclipsadas por las grandes luchas sindicales, estas acciones de pequeñas guerrillas urbanas o estos individuos anónimos constituyen otro frente de la lucha de los desposeídos para sobrevivir dentro de un sistema económico excluyente e inhóspito.

Aunque con frecuencia parezcan prácticas espontáneas, si rascamos la superficie podemos ver en muchas ocasiones la mano de los activistas, como los comunistas en el Berlín de entreguerras, los autónomos italianos de los ‘60 y ‘70, y los anarquistas franceses en nuestros días. En España, el ejemplo más claro es el de la Barcelona republicana, cuando, en un contexto de paro forzoso galopante, los activistas de la CNT respaldaron y refinaron un universo amplio de prácticas populares de autoayuda proletaria, acciones directas que muchas veces pertenecían más a las calles que a los sindicatos.


Huelga de inquilinos

Así, los cenetistas promovieron luchas colectivas no industriales, como la famosa huelga de inquilinos que afectó a la zona barcelonesa esporádicamente desde el comienzo de la República hasta la Guerra Civil, una lucha que movilizó a barrios enteros, hombres, niños y, sobre todo, a las mujeres. Anclados en una solidaridad profunda, los vecinos opusieron resistencia a los desahucios con todo lo que ello implica: enfrentamientos con la policía y los propietarios y, en caso necesario, la acogida de los desa­huciados en sus casas. Para dar énfasis a la situación de los parados, se organizaron manifestaciones masivas que en ocasiones acabaron violentamente, con enfrentamientos con la policía y saqueos de las tiendas por parte de los manifestantes. Los parados también se organizaron en grandes grupos para visitar los talleres en busca de empleo, una práctica intimidatoria para los empresarios que solía acabar en más choques con la policía.

Pero también los activistas fortalecieron acciones de grupos más pequeños, como las expropiaciones de las tiendas (todavía no existían los supermercados). Los parados y los pobres requisaban alimentos básicos como la fruta, las verduras, el pan y otros elementos fundamentales de la dieta proletaria. Normalmente, la amenaza de violencia bastaba para lograr sus fines, pero de no ser así, hacían uso de la fuerza física. En ciertas ocasiones, se unieron grupos más grandes y organizados de parados para asaltar almacenes. Incluso, en una ocasión, un grupo armado y bien organizado –probablemente constituido de piquetes– tomó el mercado principal y salieron de allí con camiones de verduras para distribuir entre los sin trabajo. También, en los barrios periféricos, punto de encuentro entre la ciudad y el campo, los parados incautaban alimentos en las granjas de los alrededores. Tan frecuentes eran los asaltos a las fincas que a finales de 1931, según la Sociedad de Patronos Cultivadores, los granjeros tenían que vigilar sus cosechas “todo el rato, día y noche”. Pero los parados también cultivaban la tierra: algunos se convirtieron en jardineros de guerrilla avant la lettre sembrando en tierras comunes o no usadas, una práctica que podía culminar en choques contra la policía.

Otra actividad para luchar contra el hambre era la de comer sin pagar en restaurantes. Normalmente hombres solos o grupos pequeños entraban en un restaurante o bar, pedían y consumían la comida y, al terminar, se negaban a pagar, explicando que estando en paro les era imposible, o bien se daban a la fuga. Durante y después de grandes huelgas hubo casos de sindicalistas practicando este tipo de acciones. A veces estos grupos eran más grandes, y por tanto más intimidatorios. En una ocasión hasta lograron que les sirviesen comida en el Ritz de Barcelona. Lo más corriente, sin  embargo, eran las visitas a hoteles y restaurantes para exigir comida de las cocinas, buscando la solidaridad de los empleados o intimidándolos.

Y por último, hay muchos indicios de que algunos parados se dedicaron al robo. Debido a la segregación espacial de clases, no era siempre fácil acercarse a las casas de los burgueses pero hay que destacar que los robos dentro de los barrios obreros no fueron comunes. Solidaridad Obrera, el auténtico portavoz diario de los problemas de los barrios en esa época, rara vez registró robos entre o contra obreros. Los que querían robar buscaban objetos valiosos, así que hubo abundantes robos de iconos religiosos de las iglesias, bicicletas y piezas de coche (en una ocasión un  mecánico en paro fue detenido desmontando un coche de lujo en plena calle). La mayor parte de estos robos no tenía un carácter “profesional” sino más bien “ocasional” o circunstancial, como respuesta a las condiciones precarias de la vida cotidiana dentro de un sistema social que obligaba a una parte significativa de la población urbana a transgredir la ley para garantizar su supervivencia física y material.

Una economía criminal, el robo más grande

Obviamente la perspectiva anarquista de la propiedad privada favorecía todas estas prácticas. Para Solidaridad Obrera, el ‘robo’ más grande tenía su raíz en una “economía criminal” basada en “el sudor y la sangre derramados en los campos, talleres, fábricas y minas”. Así, las “clases criminales” eran los políticos, los capitalistas, los caseros y los comerciantes, quienes constituían la ‘aristocracia del robo’, ‘los traficantes en la miseria del pueblo’ y ‘los verdaderos estafadores de la humanidad’. En fin, era una visión que confirmaba las experiencias de los más excluidos y que atrajo al movimiento anarquista a unos grupos sociales militantes y radicalizados.

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