Ruyman Rodríguez | A las barricadas [13.03.20] El coronavirus, esa pandemia que tan interesadamente han sabido explotar los medios de comunicación y que es imposible obviar aún en la conversación más breve, está permitiendo contemplar a la sociedad en su esqueleto, sin toda la sofisticada infraestructura que se ha construido sobre ella.
Hablar de los aspectos negativos, sociales e individuales, que ha sacado a relucir el coronavirus es una perogrullada. Más allá de las cuestiones estrictamente sanitarias, en las que no voy a entrar para evitar esa tendencia en alza de dar lecciones sobre lo que se desconoce, el «fenómeno coronavirus», como elemento mediático y sociológico, ha sido construido sobre el pánico más que sobre la información. Más allá de las incontrolables pulsiones atávicas y ancestrales, la cultura pop nos ha predispuesto perfectamente a ello. En la literatura y el cine, los infectados fueron desplazando poco a poco a los zombis (tal y como los zombis fueron desplazando a los alienígenas), y un miedo más real y verosímil, el terror científico, fue sustituyendo al otro, el terror religioso o folclórico.
El miedo a la infección, cíclica en nuestras sociedades, mantiene intacto, con independencia de la época, el miedo invisible y sobre todo el miedo al otro, a nuestros propios semejantes. Lo que cambia con una enfermedad como la gripe A o el coronavirus es que no se puede culpabilizar al infectado por sus hábitos y permanecer tranquilos considerando que es una suerte de castigo moral (al contrario de lo que sí ocurrió con el SIDA a la hora de criminalizar a la comunidad gay o a las personas drogodependientes). Inicialmente esa fue la tendencia, y los efluvios racistas y xenófobos marcaron la génesis del relato mientras las redes se inundaban de sopas de murciélago y de ciudadanos chinos ignorando cuerpos desplomados. Pero el estado de histeria global que estamos padeciendo responde a un hecho ferozmente elemental: cualquiera puede contagiarse. Y eso implica que los ricos, los que controlan la narrativa, los que nos dictan de qué preocuparnos, también se contagian. No es casual que sea el turismo, el ocio de la clase media, la vía preferente de contagio internacional.
No nos preocupamos de otras pandemias como el hambre, la pobreza o los desahucios; nos preocupamos de una enfermedad que sí pueden contraer los concejales, los diputados, los jueces, los corredores de bolsa, los administradores de fincas o los notarios. Por eso el coronavirus, mucho más contagioso que el hambre, pero mucho menos letal, marca la actualidad.
Aparte de esta reflexión, es evidente que este virus está sacando todos los efectos negativos que acompañan a la mayoría de los momentos de crisis y convulsión cuando las recetas revolucionarias no están a la altura para contraprogramar. A nivel personal, la mezquindad, la insensibilidad, el acaparamiento, la insolidaridad, marcan muchos de nuestros comportamientos. A nivel colectivo, político y económico, ésta puede ser una oportunidad inmejorable, como lo fue la crisis que empezó en 2008, para recrudecer el modelo social, imponer unas condiciones laborales aún más indignas, recortar derechos y libertades, cuestionar la sanidad universal gratuita, restringir aún más la migración e invitarnos a ignorar la suerte de cuantos nos rodean.
¿Acaso no sería un disparate concluir que algo bueno se puede extraer de esta situación? Lo sería, y sin embargo... Aún podemos analizar con otra óptica nuestra realidad a pesar de las paladas de mierda que nos echan encima. Las situaciones de caos y colapso también nos permiten entender la vida y las relaciones humanas de forma mucho más simplificada. De esta situación surge el egoísmo más áspero, pero también surge la necesidad de crear redes de cooperación, de apoyo mutuo, para cuidar niños o ancianos. La gente empieza, aunque sea muy superficialmente, a cuestionarse la importancia real de ciertos rituales sociales que antes les angustiaban: juicios pendientes, expedientes disciplinarios, exámenes, objetivos laborales, pago de deudas, etc. La supervivencia, ese instinto primario, puede sacar lo peor de nosotros, pero también nos obliga relativizar todo ese mundo oficial que se agrieta y fragmenta ante nuestros ojos cuando nos jugamos la vida. En estas situaciones le vemos las costuras al Sistema1.
Aún nos pueden seguir obligando a producir (nadie quiere que la rueda deje de girar, de ahí el discurso sobre la obediencia laboral y el imperativo, siempre dictado verticalmente, de «arrimar el hombro»), pero la sociedad tiene que relegar para «más tarde», «cuando todo mejore», mecanismos que hasta hace nada eran ineludibles para el buen funcionamiento social, para seguir existiendo como civilización.
Ahora ya no es tan imperativo castigar a los infractores del contrato social, podemos posponer los juicios que no urgen para más adelante. Se suspenden congresos, reuniones importantes, entrevistas de trabajo, negocios, eventos deportivos, actos políticos, procesos judiciales, todo lo que hasta hace poco constituía una pequeña parte de nuestro orden establecido. Las cosas que ayer eran fundamentales, tan inevitables como la muerte, hoy nos parecen una completa parida. Lo artificial queda al descubierto y aprendemos a priorizar. El mundo de las leyes y de los convencionalismos sociales, la pesada liturgia del statu quo, de repente no significa nada ante la necesidad elemental de mantenernos vivos y a salvo, de preservar a los nuestros (lástima que ese término sea tan restrictivo); ante la pulsión instintiva de sobrevivir2.
Si hay medidas que se resisten a adoptar, como lo de suspender las clases a nivel de todo el Estado, es simplemente porque saben cómo repercutiría esto en la producción (las escuelas también están concebidas para almacenar niños). Si no fuera por esta circunstancia, incluso el adoctrinamiento, la necesidad de generar currículo académico, la educación nacional que ya cuestionaba William Godwin desde sus inicios3, puede pausarse hasta tiempos mejores.
Sin embargo, que nadie entienda esto como un «cuanto peor mejor». En absoluto. El plan esperado es que la situación no siga degenerando, parar el apocalipsis sin necesidad de que las clases altas pisen un búnker y lo más probable y realista es que se logre. Pero, si no fuera así, ¿creemos que el mundo que sobrevivirá al colapso sería necesariamente mejor que éste? Las distopías post-apocalípticas tienen siempre algo de reaccionario. El mensaje de fondo es «valora la sociedad en la que vives, lucha por conservarla, porque es mejor que cualquier cosa que esté por venir». Es una falacia conformista, sin embargo, tal y como están organizados los proyectos sociales y los colectivos políticos que deberían presentar una alternativa a este sistema, lo más probable es que el mundo de mañana no tenga por qué mejorar al mundo de hoy, por muy horrible que éste sea.
El futuro, con una estructura capitalista y gubernamental débil, no tiene por qué depararnos una arcadia idílica de apoyo mutuo, decrecimiento y vida simplificada. Las opciones más probables son muchas y muy otras: dictaduras militares más drásticas que las actuales dictaduras democráticas, guerra de todos contra todos, señores de la guerra peleando por reinos de taifas y quién sabe qué más.
Para que surja de los momentos de crisis algo positivo no basta con profetizar el fin del mundo y quedarnos a presenciar el ocaso desde nuestra torre de marfil. Hay que crear ya, desde ahora, el andamiaje, las redes y la organización necesaria, para poder dar una respuesta al naufragio, para no empezar de cero cuando la sociedad se resquebraje y la especie humana pierda su brújula. Si no estamos en eso, en crear hoy las estructuras cooperativas y solidarias que ensayen ya la autogestión económica y la autonomía política en nuestros barrios (y no en comunidades aisladas para convencidos), el futuro se parecerá con mucha más probabilidad a lo que la cultura pop nos ha enseñado desde hace décadas en la gran pantalla.
El colapso es una oportunidad, pero no necesariamente una oportunidad de mejora. Eso depende de nosotros.
Ya lo avisaba Gustav Landauer: “La revolución ha llegado de una manera que yo no había previsto; ha llegado la guerra, que sí había previsto; y vi muy pronto que en ella se preparaban, incontenibles, el derrumbe y la revolución”4.
Ruyman Rodríguez | A las barricadas [13.03.20]
1 La fragilidad de todo el entramado social se ve con total nitidez en momentos de crisis colectiva, pero también, esporádicamente, en varias situaciones de conflicto personal. Nada nos muestra mejor lo endeble e inmaduro del Sistema que asistir a la farsa de un juicio o pernoctar en un calabozo. Una sociedad que manda a sus transgresores a un cuarto oscuro, como hacen los malos padres con sus hijos desobedientes, es una sociedad quebrada. Henry David Thoreau llegó a la misma conclusión durante la única noche que pasó en un calabozo: “[...] Me tuvieron una noche en la cárcel y, cuando meditaba examinando las paredes de sólida piedra […] y la reja de hierro que filtraba la luz, no pude menos que pensar en la estupidez de esta institución que me trataba como si simplemente fuese un montón de carne, sangre y huesos, susceptible de encerrarse bajo llave. […] Comprendí que, si había un muro de piedra entre yo y mis vecinos de la ciudad, había otros aún más difícil de escalar o romper, antes de que ellos llegaran a ser tan libres como lo era yo. […] Comprendí que el Estado era ingenioso a medias, […] y perdí todo el respeto que conservaba por él y le tuve lástima” (La desobediencia civil, 1849).
2 Un método infalible para resolver qué es vitalmente imprescindible en una sociedad real, desde los oficios a las cosas, es plantearse su utilidad en un entorno no industrializado, por ejemplo, en una isla desierta. ¿Qué utilidad tiene en ese contexto el dinero en relación con el agua potable? A quién preferiríamos como compañero de viaje, ¿a un joyero o a un enfermero? La necesidad marca la respuesta y deja al descubierto que vivimos en una sociedad puramente artificial.
3 En su Investigación sobre la justicia política (1793) Godwin le dedica un capítulo entero a la “Educación nacional” (educación estatal) y lanza algunos análisis de plena actualidad que sólo encontrarían continuidad avanzado el siglo XX: “Desde el mismo momento en que un sistema [educativo] adquiere forma institucional, ofrece de inmediato esta característica inconfundible: el horror al cambio. […] En vez de dotar a sus alumnos de la capacidad necesaria para someter cualquier proposición a la prueba del examen, les enseña a defender los dogmas establecidos”.
4 En el prefacio que él mismo hizo a la segunda edición (1919) de su Llamamiento al socialismo.