Miguel Ángel Furones | Yorokobu. En las tribus primitivas copiar estaba mal visto. Tanto era sí, que en algunas de ellas los contadores de historias podían acusar a quienes repitieran sus narraciones solicitando para ellos incluso la pena de muerte por apropiación indebida.
Con la aparición de la palabra escrita la cosa cambió por completo. Desde los copistas de la Biblioteca de Alejandría hasta los monjes de los monasterios cristianos, copiar se convirtió en un arte extremadamente valorado.
La imprenta de Gutenberg cambió de nuevo las reglas de juego. Por primera vez se generalizó el regalar (es decir, compartir) un libro sin haberlo leído de antemano.
Después vino el papel de calco, la fotocopiadora, el fax… Pero en todos ellos, el emisor solía conocer tanto el contenido como el receptor del mensaje.
Y llegó la tecnología digital con el «copia y pega» primero y con el «compartir» después.
Es en ese momento cuando el acto de copiar se disoció en dos direcciones opuestas. Por un lado, en el ámbito académico la reproducción de textos ajenos sigue siendo algo tan denostado que, como hemos visto recientemente, algunos políticos han pagado un alto precio por ello.
Pero en las redes sociales, el salto del copiar al de compartir ha servido para legitimar las peores prácticas del primero. La cosa ha llegado ya a tal extremo que incluso Chris Wetherell, el padre de retuit, ha confesado en una reciente entrevista que se arrepiente de haberlo implantado.
En principio, compartir un video o un texto que no se ha visto o leído no tiene nada de particular. Puede que se haga por la credibilidad que ofrece el autor, o por afinidad ideológica, o por simple amistad.
Pero cuando algo alcanza una cobertura masiva gracias a la acumulación de retuits maquinales, el mensaje deja de ser mensaje para convertirse en falso paisaje. Es decir, en algo que a todos nos gusta, no porque en realidad exista, sino tan solo por eso: porque a todos nos gusta.
Entonces, el retuit se convierte en un poderoso instrumento de manipulación. Porque al llegarnos avalado por alguien que forma parte de nuestro entorno, lo que sucede es que nuestra capacidad crítica se ve enajenada por dos razones: por la legitimidad que le otorga la persona que lo envía y por la cantidad de likes que lo avalan.
Antes de la llegada del mundo digital, Marshall McLuhan ya nos explicó en su libro La galaxia Gutenberg que los medios de comunicación son prolongaciones del ser humano. Así, la radio es una prolongación de nuestro oído; la televisión, de nuestra vista…
Si viviera hoy tal vez añadiría que las redes sociales son una prolongación de nuestras emociones. Porque al compartirlas sin filtro alguno, las propagamos como lo que son: elementos irracionales que nos devuelven a nuestra dimensión más primitiva.
En su nivel más íntimo, las emociones sirven para establecer nexos afectivos entre personas o grupos muy cercanos. Pero cuando dichas emociones comienzan a compartirse con seres completamente desconocidos, pueden convertirse en un arma de destrucción masiva.
Compartir no es partir. El problema es que, cuando compartimos sin control, son otros los que asumen dicho control para ponerlo al servicio de sus intereses. Y es entonces cuando comenzamos a partirnos (es decir, a separarnos, rompernos, golpearnos) sin tener ni la menor idea de por qué lo hacemos.