Fernando de la Riva | Apuntes para la particiPasión. Las causas sociales en sí mismas (o, en-si-mismadas), como conceptos puros, no existen. O, mejor dicho, existen en el “mundo de las ideas”, pero solo se materializan cuando hay personas que las hacen suyas y las convierten en acciones que transforman el mundo.
El feminismo no son solo sus ideas y valores, son las mujeres que han luchado y luchan por la igualdad (con el apoyo de algunos varones), lo mismo que el ecologismo son las personas que trabajan para producir un cambio en la relación con la naturaleza. Y así sucesivamente. Las personas son imprescindibles para hacer tangibles las ideas y las causas.
Pero las personas, una a una, espontáneamente, tampoco transforman nada (aunque habría mucho que decir sobre esto…en otro artículo), al menos en términos sociales y políticos. Necesariamente, han de organizarse, sumar fuerzas, definir objetivos, repartir tareas… Es la acción organizada de las personas la que cambia el mundo.
Lo sabemos desde la noche de los tiempos. Detrás de cada uno de los grandes avances históricos -hablando de igualdad, de derechos humanos, económicos, sociales y políticos- hay un proceso colectivo; detrás de cada líder o lideresa (que son quienes suelen salir en las fotos) siempre ha habido una u otra forma de organización, acorde con la cultura y las circunstancias de cada tiempo.
A menudo, en la historia, se ha considerado a esas organizaciones como un mero instrumento finalista, un medio para alcanzar el fin. Muchas veces, se ha entendido que cualquier esfuerzo dedicado a cuidar ese medio, a afinar el instrumento, restaba atención a la consecución del fin, a la causa, a lo verdaderamente importante.
Personalmente, desde que tengo memoria como activista social, desde las luchas por poner en pie el movimiento vecinal en las postrimerías del franquismo, o por el 0,7% algo más tarde, o en el 15M después, este dilema ha estado siempre presente: se trataba de avanzar lo más deprisa posible hacia los objetivos perseguidos y se consideraba “una pérdida de tiempo”, algo secundario fortalecer la organización. Daba lo mismo como fuera el gato organizativo siempre que cazará ratones.
Todavía, más recientemente, en los procesos municipalistas, en el intento de construir confluencias de cambio capaces de articular una diversidad de personas y fuerzas para conquistar electoralmente el gobierno de los municipios, hemos escuchado a menudo que “lo más importante es contar con una buena candidatura y un buen programa” y que “dedicar tiempo a la construcción organizativa es mirarse el ombligo”.
Y, sin embargo, Saúl Alinsky, uno de los más brillantes y probablemente el más original de los activistas por los derechos sociales y políticos del pasado siglo decía, en uno de sus principios metodológicos, que “primero es la organización, luego el programa“.
No creo que Alinsky menospreciara el programa, el objetivo, la causa. Creo que lo que sabía bien -desde su larga práctica activista- es que, para conseguir cualquier logro social, cualquier cambio político, es imprescindible contar con un grupo de personas organizadas para alcanzarlo.
Las formas organizativas pueden ser de mil formas, de acuerdo con cada contexto y cada momento histórico: formales o informales, estables o pasajeras, flexibles o rígidas, autoritarias o democráticas, sólidas o líquidas… más o menos eficaces y eficientes.
Pero siempre son estructuras vivas, complejas, en permanente transformación, dependientes de la delicada dinámica de cualquier grupo humano, de la correlación de egos, confianza, capacidad de comunicación y trabajo en equipo…y mil factores más.
Es en el terreno de lo organizativo donde se disputa la cuestión del poder, inevitablemente presente en todas las organizaciones, en todos los grupos humanos (y una de las principales causas de las rupturas, las divisiones, los fracasos). Y es por ello que, con mucha frecuencia y en nombre de la eficacia, se ha optado por modelos organizativos autoritarios, basados en la jerarquía, en la disciplina y la obediencia ciega de la “militancia” (del latín, “mílites”, soldados) a sus líderes/as.
Pero otros modelos organizativos más abiertos, más democráticos y participativos no se libran por ello de los conflictos de poder, ni garantizan por sí mismos mayor eficacia, ni mayor satisfacción de sus miembros. Las organizaciones, todas las organizaciones, son estructuras frágiles y delicadas, en la búsqueda de un equilibrio inestable y de incierta permanencia.
Precisamente es su fragilidad la que, junto a su importancia estratégica, hace tan importante el cuidado de las organizaciones, la atención a su construcción. No son dos cosas distintas: el medio y el fin, la organización y la causa. Cuidar lo uno es clave para poder lograr lo otro.
Intuimos que esto ha sido siempre así, a lo largo de la historia, y que las causas sociales y políticas más exitosas -particularmente las que consiguieron mayor impacto y continuidad en el tiempo- tuvieron detrás procesos organizativos que, de forma consciente o por pura intuición, dieron su espacio a las personas, cuidaron lo afectivo, lo relacional, lo emocional, lo simbólico… O, quizás, fueron procesos organizativos que, por circunstancias propias del momento, del contexto o de las personas que las protagonizaron, sintonizaron mejor con las necesidades y las emociones profundas de aquellas personas.
Lo seguro es que, en el final o en el fracaso de muchas de esas causas, además de otros factores, tuvieron gran importancia los desafectos, las envidias, los desencuentros, la incomunicación, los conflictos internos, las luchas de poder…
Serán las personas que estudian la historia quienes puedan ayudarnos a confirmar o desmentir esas intuiciones, pero si tenemos la certeza de que, en la segunda década del siglo XXI, la construcción organizativa, lejos de ser una pérdida de tiempo o un desvío de la atención, es una inversión esencial para alcanzar los objetivos de la acción social y política.
En plena decadencia de los modelos organizativos “duros”, de la disciplina militante, de la pertenencia incondicional, cuando los modelos organizativos del pasado se muestran agotados e incapaces de reflejar la realidad de un tiempo nuevo, aparecen -todavía sin cristalizar- otras formas organizativas (que Bauman llamaría “líquidas”) abiertas, en las que la participación y el compromiso no se entregan incondicionalmente y por tiempo indefinido, sino desde la crítica y solo mientras persiste la identificación con las causas y las formas organizativas y de acción que éstas adoptan.
Si organizar la participación y la acción colectiva siempre fue difícil, en este momento histórico no lo es menos. Si el cuidado de los procesos organizativos fue siempre importante, en las actuales organizaciones líquidas parece imprescindible.
Cuando decimos cuidado, nos referimos a situar a las personas en el centro, haciéndolas protagonistas de los procesos, atender a su conocimiento mutuo y al reconocimiento de su papel y su importancia, a sus relaciones, a sus emociones, a su comunicación, a su conocimiento e identificación con la causa que les une, a su percepción de utilidad, a su capacidad de interacción y trabajo en equipo con las demás personas, etc.
Si las organizaciones que se constituyen y trabajan para transformar el mundo prestaran mayor atención y dedicación a su propia construcción organizativa, descubrirían fácilmente que una mayor cohesión interna y una mejor comunicación influyen directamente sobre la capacidad de acción y la calidad y eficacia social de ésta.
Ello no significa invertir la tendencia y convertir en un fin en sí mismo lo que es un medio (la organización) y en un medio puramente instrumental -una especie de pretexto para organizarse- lo que es un fin (el objetivo, la causa).
No. Creemos que puede existir un equilibro entre medios y fines, entre métodos organizativos y objetivos, que han de estar siempre relacionados (por no decir mezclados) de forma coherente. Las causas sociales y políticas responden a valores y principios (o deberían tenerlos) que han estar plena y coherentemente presentes en las fórmulas organizativas de las que se dotan, en sus formas y prácticas de organización. Las organizaciones ecologistas deben organizarse ecológicamente, desde el respeto a la diversidad, el aprovechamiento de los recursos, etc., y las feministas han de practicar la igualdad, el empoderamiento, el cuidado mutuo…
Esa coherencia entre medios y fines, entre modos de organizarse y maneras de actuar colectivamente, entre los principios que defendemos y las formas de intentar alcanzarlos, nos parece esencial. Se trata de no esperar a alcanzar los logros que perseguimos para vivir conforme a los valores que proponemos.
Y eso requiere dedicar mucha atención no solo al discurso y al programa, sino también al cuidado de la organización.