Xavier Díez | @herodot10 | revista Mirall. Las comparaciones históricas las carga el diablo y no suelen funcionar para aplicarle a los acontecimientos del pasado las circunstancias del presente. Y sin embargo seducen al espectador perezoso que se deja engatusar por los mitos y la épica de determinadas fechas simbólicas. Servidor de ustedes, que es historiador, y que además ha trabajado sobre el mundo anarquista europeo contemporáneo, y que incluso asumió el encargo de coordinar un monográfico de una revista sobre la figura de Francesc Ferrer i Guàrdia, experimenta ciertas pesadumbres cuando alguien compara lo acontecido en la Semana de Furia vivida los últimos días con lo que los historiadores conservadores llamaron la Semana Trágica de julio de 1909. De aquella fracasada revolución, y de las estampas que dejó, el periodista hispano-uruguayo Antonio Laredo sacaba la imagen poética de la "Rosa de Fuego", publicada en el diario argentino "La Protesta".
Sin embargo, los historiadores tenemos la obligación moral de ser críticos con los mitos y símbolos y tratar de mirar y leer los detalles de los hechos, las acciones y los contextos que llevaron aquella situación extrema, indagar en las causas y consecuencias en varios planos, y entender qué hay de fracaso y qué hay de éxito en este tipo de aceleraciones de la historia que, por comodidad conceptual, los historiadores llamamos procesos revolucionarios.
Es cierto. La Rosa de Fuego fue un mito tan ocultado deliberadamente por el estado y los grupos detentadores del poder local, que al final se convirtió en un mito para unas izquierdas que no siempre han recibido clase de historia contemporánea ni han tomado nunca los apuntes necesarios para superar los exámenes. La principal lección a extraer de este episodio fue que una revolución espontánea, sin objetivos definidos, sin liderazgos firmes, que pierde el tiempo en incendiar edificios religiosos e improvisa sobre la marcha, difícilmente puede tener éxito.
Ahora bien, 1909 y 2019, si bien tienen algunas similitudes son difícilmente comparables. Las circunstancias son demasiado diferentes: existe un interclasismo y una heterogeneidad política entre los independentistas que sus detractores se niegan a reconocer, el grado de incidentes es inferior al de cualquier desorden o alboroto experimentado en los últimos veinte años en Europa occidental, y la información (y la desinformación) circula con mucha más facilidad que entonces, lo que hace incomparables una situación y otra.
Sin embargo, sí existe un elemento común a la mayoría de procesos revolucionarios. En primer lugar, la situación se ha creado a partir de una crisis sistémica: El llamado régimen del 78 (es decir, la continuación del franquismo por medios teóricamente democráticos) parece entrar en una espiral de senilidad acelerada. Como apunta Paul Preston en su último libro "Un pueblo traicionado", hace buena la mítica frase de David Fernández "el sistema no es corrupto; la corrupción es el sistema ". Es decir, el estado ha sido dirigido a lo largo de generaciones por un sistema caciquil, en manos de una minoría depredadora que va quedando desplazada externamente y cada vez es más cuestionada internamente. La incapacidad del estado para reformarse provocaría esta deriva autodestructiva que implicaría una represión desatada contra una disidencia que cuestiona el statu quo y que hace peligrar la subsistencia "de España como nación" que afirmaba el ex ministro Margallo en estos días convulsos .
Es cierto. El Estado español (y utilizamos esta expresión como "conglomerado de intereses de casta compuesto por un núcleo reducido de privilegiados que ven como se le escapa el poder de las manos") está amenazado. Y el desafío más visible, se llama Cataluña, aunque hay otros quizás menos obvios aunque no menos significativos (la geopolítica, un republicanismo dormido, los socios y competidores europeos, países -como los latinoamericanos- que tienen asuntos pendientes, disputas internas entre familias, ...) Esto propicia un cierto ambiente de inquietud entre quien ha revuelto las cerezas [quien ha tenido el poder] y que ve un número creciente de damnificados potencialmente peligrosos, trabaja para descabalgarlos. No está de más recordar las estafas bancarias, la precariedad laboral, la impunidad de la familia real y sus próximos, la incompetencia de unos partidos políticos demasiado dirigidos por los poderes fácticos, la carta blanca y patente de corso de los grupos paramilitares ultraderechistas, la mentalidad de dueño de plantación de los grandes magnates o los fascistas de vieja y nueva hornada que se ocultan bajo gigantescas rojigualdas.
Es por eso que el mismo concepto de "Tsunami Democrático" genere cierta angustia, incluso terror, entre los grupos reducidos de la oligarquía hispánica. Hasta cierto punto son conscientes de su fragilidad, y por tanto, acciones como las ocurridas estos días, en que cientos de miles de personas han ocupado el espacio público han demostrado que son, hasta ahora, poco capaces, de controlar el territorio .
La deriva represiva de estos días implica varias conclusiones. Que el golpe de estado interno, al menos el declarado tácitamente con la intervención monárquica del 3 de octubre de 2017, implica que una parte del estado se ha alzado contra su gobierno y que actúa al margen de sus propias leyes. En otros términos, una dictadura no declarada, aunque efectiva. Lo hemos podido comprobar claramente esta última semana, con una intervención policial en la que el sector más reaccionario de la policía ha actuado violando de manera flagrante todos sus protocolos de actuación. En el que los ultras han actuado como sus auxiliares y paramilitares impunes (como, de hecho, ha pasado durante los últimos cuarenta años). En el que los tribunales han actuado con las cartas marcadas. En la que el Supremo ha suspendido, de facto la Constitución, y la Audiencia Nacional ha actuado por cuenta propia, con premeditación y nocturnidad, en un desafío abierto a los canales institucionales. En el que la prensa, dominada por un oligopolio vinculado a los intereses de la casta, ha actuado como la verdadera cobertura aérea de la represión institucionalizada. No podemos hablar de desproporción policial, sino de ataques deliberados en busca de la intimidación de millones de personas no necesariamente independentistas. Sólo hay que ver la virulencia con que se ha atacado y detenido a periodistas para hacer crónica y testimonio de lo ocurrido estos días en Cataluña.
Sin embargo, y también como historiador y con cierta experiencia de lector de hemerotecas, sé que a menudo las notas al margen, los hechos que, aparentemente parecen secundarios, pueden ser de gran trascendencia. Las manifestaciones en Valladolid, San Sebastián, Sevilla, Valencia o Madrid han producido cierto estupor entre los poder de verdad, y personajes como Marlaska en particular. Especialmente significativas son estas últimas, Valencia y Madrid, donde la ultraderecha ha actuado como ocurría en los años setenta, como una especie de subcontratas de la represión policial que busca abortar un contagio revolucionario. Valencia, porque siempre ha habido un temor fundado en la conexión con Barcelona (no tanto por un supuesto "pancatalanismo" como por la tradición libertaria y republicana de los valencianos, que puede emerger) y Madrid, porque, a pesar de todo, existe un republicanismo dormido, que como un volcán apagado podría resurgir. No debemos olvidar que el 15-M fue más firme y activo en la capital española que en la catalana, y que la protesta sólo fue reconducida mediante la aparición de un Podemos que se dedicó a extinguir el fuego de la revuelta. Por si fuera poco, está el episodio del medio millar de republicanos que se manifestaron en Oviedo a la "puesta de largo política" de la heredera de la monarquía, y que helaron la sonrisa a la señora Letycia Ortiz, en una escena propia de una novela de Stephen King.
La revolución catalana, este foco de desestabilización permanente del imperio español, preocupa, y mucho. Y no tanto por su dimensión independentista. La represión desatada no hace distinciones entre unos y otros. La condena kafkiana los presos políticos ha buscado aplastar una sociedad que no da síntomas de desfallecer, sino al contrario. A pesar de la gran prueba a la que se ha tenido que enfrentar varias generaciones, especialmente las más jóvenes que han perdido definitivamente la inocencia y la ficción de vivir en una democracia, están desbordando un estado tan podrido y carcomido como la estaca que cantaba Lluís Llach. El estado usa el terrorismo porque se sabe vulnerable, porque sabe que puede perder. Y es por eso que ha sacrificado a su altar la Constitución, la democracia, o la mínima ética y humanidad. Ahora, como una bestia feroz y herida es peligrosa. Y de hecho, las escenas que estamos viviendo recuerdan claramente a "Z" aquella gran película de Costa Gavras donde narra como los coroneles griegos, títeres de la oligarquía, se van cargando poco a poco su democracia a base de crímenes y violencia, a base de ir desmantelando, poco a poco, todos aquellos elementos del estado de derecho a los que hoy tanto se apela y que, en la práctica, tanto ignoran.
Ahora bien. La violencia lo corrompe todo, y también se ha cargado la autonomía catalana. Lo peor de esta semana de furia ha sido la forma en que se ha escondido la clase política catalana bajo las piedras. Más allá de rumorología diversa, es difícil saber qué está pasando en las interioridades del gobierno y los partidos catalanes. Nada bueno, imagino. Y sospecho que hasta dentro de unas décadas, cuando las memorias y confidencias empiecen a colarse entre las mentiras, la ocultación y la propaganda, no tendremos una radiografía más fiable de lo que ocurre. Un presidente Torra asediado por los enemigos externos e internos se puede considerar como un prisionero en la Casa dels Canonges [sede de la Generalitat]. Lo más razonable, la destitución inmediata de un personaje como Miquel Buch, no se ha producido, por lo que es de sospechar que sea este siniestro funcionario quien realmente lleva las riendas del Gobierno. La ausencia de una respuesta institucional adecuada (y la única que se me ocurre es la desobediencia, aunque sea simbólica) demuestra que, no es que la Generalitat esté intervenida, sino que se encuentra directamente secuestrada. Y eso dificulta mucho las cosas a cientos de miles de personas que están en las calles, las plazas, las estaciones, las autopistas o los juzgados.
Los independentistas han demostrado tener fuerza. Y el objetivo también es bastante claro. Falta, sin embargo, lo más esencial en momentos convulsos como estos: una estrategia mínimamente coherente para dar el paso definitivo que lleve a la ruptura. No se entiende mucho esta obsesión por Via Laietana cuando hay puntos más interesantes en la ciudad. Hay, básicamente, dos opciones: o bien la vietnamita (es decir, hacer la vida imposible al Estado, tal como hemos visto esta semana de furia), o bien la del Palacio de Invierno. Ambas tienen riesgos y ambas son difíciles. Claro, que también existe la vírica. La Cataluña desestabilizadora a menudo tiene una capacidad de extender y exportar el virus de la revolución más de lo que sospecharíamos. Ya nos lo recordaba Vicens Vives, somos la sociedad con más revoluciones del continente europeo.
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