Bari Dz | lasoli.cnt.cat. Muchas de nosotras llevamos tiempo preguntándonos sobre las identidades: ¿qué es la identidad? ¿Cómo se articula? ¿Es interesante o estratégicamente recomendable enarbolar las banderas identitarias dentro del marco de los procesos revolucionarios? Trataremos en este texto de aportar otra mirada al debate.
Entendemos por identidad el proceso simbólico y estructural de identificación o pertenencia, y por lo tanto también de separación. Es necesario realizar una distinción entre identidades impuestas por el biopoder (mujer, negro, gordo, etc) e “identidades revolucionarias” que son dadas a sí mismas por diversidad de organizaciones, colectivos o individualidades (anarquista, comunista, nihilista, etc), es decir, son identidades que no vienen impuestas por símbolos discursivos, sociales y lingüísticos históricamente determinados por el poder, sino que son dadas por los propios individuos.
En muchos casos, las identidades impuestas por el biopoder son categorías de opresión. Ser llamada mujer no te hace mujer, pero sí otorga una categoría social con lo que ello significa y conlleva. Reapropiarse, resignificar las categorías dadas por la opresión es, en la mayoría de los casos, un paso necesario para articular un empoderamiento colectivo desde la identidad. Como dice Nxu Zana, mujer indígena y feminista:
«es decir me impusieron una serie de disposiciones que debía cumplir por el hecho de ser mujer y de no hacerlo sería juzgada, castigada, marginada, estigmatizada y hasta violentada, con esto no estoy de acuerdo pero jamás negaría la realidad de mi cuerpo y lo que conlleva en mi grupo, historia, vida personal y colectiva, porque desecharlo implica negar una realidad y mi experiencia al respecto tratando de abandonarme en una mentira»
Nada tenemos que decir sobre estas identidades impuestas, pues tanto su función coactiva como su reapropiación están claras en el marco de una lucha discursiva, simbólica y material que se libra todos los días, en todas partes. Por otro lado, las “identidades revolucionarias” esconden tras de sí una serie de sutilidades que de cerca nos apestan.
Afirmamos sin que nos tiemble la voz que declararse “antisistema”, “anarquista” o cualquier otra etiqueta similar, representa hoy entrar en la lógica del poder. Esta declaración no es una simple provocación; es ante todo una necesidad tanto estratégica como conceptual. En pocas palabras, en el momento que alguna individualidad o colectivo se designa a sí mismo como “anarquista” (o cualquier otra etiqueta similar, se entiende), lo que está haciendo es dotarse voluntariamente de un rostro reconocible a ojos del poder y, de paso, se está separando del resto de la población. Recordemos que la lógica de la separación es siempre la lógica del poder. Con esta asignación identitaria se están señalando a sí mismos, están llamando la atención, y el poder se aprovecha de que se revistan con estas máscaras tan identificables. De esta forma al poder le resulta mucho más sencillo aislar, reprimir y discursivamente erigir un monstruo a ojos de los demás para mantener la separación que los propios anarquistas han creado. El resultado previsible de asumir esta estrategia es aislamiento, identificación y represión. Y mucha impotencia, de postre.
El poder, lejos de querer destruirnos (como en ocasiones leemos en algunos textos repartidos por las okupas de nuestros barrios), busca más bien “producirnos”. Producirnos como sujetos políticos; como anarquistas, antisistemas, radicales, etc. Producirnos para posteriormente poder neutralizar fácilmente cualquier tentativa de organización. Es hora de dejar atrás todo este lastre. Frente a la separación que generan las “identidades revolucionarias”, tan solo queda disolvernos. Disolverse significa: devenir indiscernibles, pasar inadvertidos, mantenerse apartados del radar mientras se actúa en los lugares donde habitamos, junto con la gente que nos es cercana, sin proclamar nada pero dejando que la práctica hable por nosotros.
La dialéctica que se sigue es la siguiente; se parte desde una cierta ideología preestablecida (con la consiguiente identidad anclada) y de forma completamente aislada, desde esa exterioridad, desde ese vacío, uno pretende bajar a la materialidad del mundo para “dirigirse a las masas” y conseguir tal o cual objetivo. Esto es política de extraterrestres y forma parte del fracaso en curso; es necesario invertir esta dialéctica. Más bien partimos de una cierta situación común, de unas ciertas necesidades y acompañados de ciertas personas heterogéneas sin ningún tipo de “identidad revolucionaria”, y es desde ahí, desde nuestra cotidianidad, desde los lugares que habitamos y junto con las personas de nuestro alrededor, donde construimos mediante la práctica colectiva una estrategia revolucionaria que puede apuntar al ideal más libertario que se quiera. Como dicen unos amigos; una comunidad no se experimenta jamás como identidad, sino como práctica, como una práctica común.
En el transcurso del conflicto, nos sorprende que una pregunta tan esencial como “¿qué aporta exactamente el hecho de que nos declaremos anarquistas?” no se formule. Anclados como estamos en viejas tradiciones revolucionarias, perdemos la claridad de lo que acontece ante nuestros ojos. Poner este aspecto sobre la mesa nos parece fundamental. Proclamarse anarquista (o cualquier otra “identidad revolucionaria”) no aporta ni facilita absolutamente nada, no incrementa nuestra potencia revolucionaria ni ayuda a una mejor o mayor organización. En cambio, nos aisla y nos hace un blanco fácil para la represión. Las identidades ideológicas son un pilar sobre el cual el enemigo se apoya, por lo tanto está en nuestras manos renunciar a ello. Foucault escribía acertadamente que «sin duda el objetivo principal hoy en día no es el de descubrir, sino el de rechazar lo que somos». Asumir esta premisa tan solo es un ejercicio de humildad y sinceridad. Esto no significa olvidar, y mucho menos a nuestros muertos, sino empezar de otra manera.
Nosotros partimos del siguiente punto; el contenido de una lucha reside en las prácticas que adopta, no en las finalidades que proclama. De nada sirve cargar con una mochila repleta de intransigencia identitaria, de purismo refinado y de radicalidad moral si seguimos anclados en esta parálisis colectiva. Actuando desde los lugares que habitamos y desarrollando formas de vida, no nos unen tanto las grandes pretensiones ideológicas sino más bien las pequeñas verdades comunes, dentro de un proceso complejo, dinámico y en ocasiones hasta contradictorio. Es en este punto donde nuestra potencia revolucionaria crece y puede devenir en algo más.
Finalmente, queremos señalar el divorcio que en muchas ocasiones se produce entre el mundo militante del ghetto (con todas sus identidades ideológicas) con la centralidad de la vida cotidiana. En otras palabras; en estos espacios no se abordan aspectos tan básicos y necesarios para la vida de cualquiera como son por ejemplo la vivienda, el transporte o el trabajo. Hacer charlas, debates y movilizarse pero descuidando organizarnos sobre la base de nuestras necesidades y situarse en un marco puramente ideológico e identitario es parte del problema. Tenemos que volver sobre la tierra. Es necesario demoler los muros que nosotros mismos hemos construido a nuestro alrededor. Esta escisión entre el mundo militante/identitario con la centralidad de la vida y sus necesidades son un obstáculo a superar; debemos operar un desplazamiento necesario hacia otro eje de coordenadas, y basar nuestra organización en lo verdaderamente político, es decir, en construir otras formas de vida junto con las personas que nos rodean. Esta escisión también es lo que permite que muchos militantes puedan abandonar la lucha al mínimo atisbo de duda individual y “retirarse”, ya que su actividad no gira en torno a aspectos centrales de la vida. Tan solo esa exterioridad con respecto a la vida puede permitir que eso sea posible. De lo contrario, no podría retirarse de aquello que vive cada día. No puede haber una esfera militante o identitaria y otra esfera apartada que corresponde a “la vida”; nuestra tarea es disolvernos, pasar desapercibidos, organizarnos en base a las necesidades de nuestras vidas y colectivamente poner en práctica nuestras aspiraciones.
Creemos firmemente que la lucha es otra cosa a lo que estamos acostumbrados. No nos sorprende que en ciertos espacios, muchas personas terminen quemadas de su actividad militante, hartas, vaciadas por la impotencia a la que se ven reducidas. No se puede disociar lucha y vida, de la misma manera que no podemos separarnos de los demás en base a no se qué identidad ideológica. Las relaciones de vecindad y amistad, simple y llanamente, constituyen la argamasa sobre la cual se asienta la llama de la insurrección. Son estos vínculos los únicos capaces de sostener una situación de emergencia revolucionaria, y por lucha y político también entendemos la proliferación de estos vínculos y su puesta en organización. El juego de la identidades ideológicas supone un lastre para que estos vínculos se constituyan, de manera que es hora de renunciar discursivamente y conceptualmente a esa parte de nosotros que tanto nos frena a avanzar en la construcción de otra forma de habitar este mundo.
Otoño de 2017