Fernando de la Riva | Apuntes para la participasión. Lo sabíamos desde siempre, pero ahora es más claro que nunca que, frente a la obsesión por la acumulación bancaria de conocimientos (que diría Paulo Freire), la educación ha de dar prioridad a la formación de personas capaces de pensar, decir y hacer por sí mismas y de hacerlo juntamente con otras, capaces de activar la inteligencia colectiva que es nuestra principal esperanza.
El mundo patas arriba
Como se encargan de recordarnos los estudiosos de la realidad, vivimos una era de cambios tan importantes que más bien hemos hablar de un “cambio de era”. Son cambios profundos y afectan a todos los órdenes de la vida personal y colectiva, la comunicación, el conocimiento, la ciencia, la educación, las relaciones, la economía… Son vertiginosos, se producen en plazos de tiempo rapidísimos y tienen un alcance universal, afectan -de una u otra forma- a toda la humanidad sin que sea posible escapar de ellos.
Al mismo tiempo, esa humanidad enfrenta hoy retos inéditos en su historia, se nos acumulan las “crisis” –medioambientales, económicas, migratorias, energéticas, alimentarias, etc.- hasta el punto de que también se ha llamado a la nuestra la “Sociedad de la Crisis” porque, lejos de ser una excepción, las crisis son la regla, pauta “normalizada” del paisaje en el que hemos de desenvolvernos.
El caso es que no parece que tengamos soluciones y respuestas eficaces a los problemas que enfrentamos. Ni las viejas soluciones del pasado, ni los avances tecnológicos del presente, parecen suficientes para asegurar un horizonte de felicidad (ni tal vez de supervivencia) al conjunto de la humanidad. Solo queda cruzar los dedos para que la tecnología encuentre las respuestas que hoy nos faltan o aceptar un futuro incierto y oscuro.
En nuestro escenario más próximo también vivimos cambios significativos. No solo los que nos corresponden como parte de la humanidad, sino los propios de un país que ha experimentado en los últimos años transformaciones profundas.
Desde el 15M de 2011 hemos visto crecer la indignación, la protesta, la reacción popular frente a la desigualdad, la pobreza, la corrupción política… Una población que parecía dormida ha empezado a despertar y cuestionar el sistema político y económico establecido.
Todo está “patas arriba” (recordando a Eduardo Galeano) y una de las palabras de moda es “reinventar”. Reinventar la administración pública, la política, los partidos, los sindicatos, las organizaciones sociales, la educación, la economía, etc. Necesitamos reinventarlo todo.
La esperanza de la inteligencia colectiva
Una novedad, en comparación con otros períodos históricos de cambio, es la “dimensión colectiva” de éste. Nuestro mundo es, como consecuencia de la revolución de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) aquella “aldea global” que vaticinará MacLuhan hace décadas. Esas mismas TIC han puesto en evidencia que el reto no es hoy acceder al conocimiento, más a nuestro alcance que nunca, sino gestionarlo, procesar e interpretar el extraordinario volumen de información disponible, para ser capaces de convertirlo en respuestas útiles a las grandes preguntas. Y ese reto descomunal solo es abordable desde una nueva cultura de la cooperación en la que el conocimiento ya no es más objeto de acumulación sino objeto de intercambio: hoy no es más sabia una persona cuanta más información retiene sino cuanta más comparte.
Vivimos –y esto forma parte del lado luminoso de la fuerza en estos tiempos oscuros- una eclosión de la inteligencia colectiva y cooperativa, cada día más imprescindible.
Hoy somos más conscientes que nunca de que necesitamos poner a funcionar toda la inteligencia posible, en todos los lugares del mundo, y ponerla a cooperar para buscar y aplicar las respuestas necesarias a los desafíos de este tiempo.
Eso no quiere decir que no sean importantes las personas expertas, los y las genios, las inteligencias personales. Siguen siendo necesarias, pero solo si son capaces de interactuar, de sumar fuerzas.
La educación para la participación
Por todo lo dicho, la educación para la participación se convierte en una necesidad estratégica de primer orden.
Necesitamos personas, colectivos, comunidades, que sepan aprender y actuar juntas, que sepan cooperar y trabajar en equipo, que sepan resolver conflictos, establecer consensos, tomar decisiones… que sepan tomar parte en los procesos colectivos de búsqueda y desarrollo de alternativas a los viejos y nuevos problemas, de soluciones a las grandes necesidades de un planeta y una humanidad que parecen bordear los límites de su supervivencia.
Estas habilidades personales y sociales son imprescindibles si queremos alcanzar ese otro mundo posible que soñamos.
Y entonces se dibujan con fuerza dos actores fundamentales:
En primer lugar la escuela, el sistema educativo, desde la escuela infantil a la universidad. Lo sabíamos desde siempre, pero ahora es más claro que nunca que, frente a la obsesión por la acumulación bancaria de conocimientos (que diría Paulo Freire), la educación ha de dar prioridad a la formación de personas capaces de pensar, decir y hacer por sí mismas y de hacerlo juntamente con otras, capaces de activar la inteligencia colectiva que es nuestra principal esperanza.
Y, en segundo lugar, las organizaciones altruistas y solidarias, las mal llamadas Organizaciones No Gubernamentales, aquellas que –consciente o inconscientemente- cumplen un papel fundamental en la educación socio-comunitaria, la educación informal, la educación en valores de una sociedad que los necesita más que cualquier otra cosa. Porque esas otras cosas –la justicia, la igualdad, la libertad, la paz, el cuidado de la naturaleza, etc.- solo serán posibles si nacen de ciertos valores esenciales.
(Este artículo fue publicado inicialmente en el número 171 de la revista Monitor Educador)