Mario Espinoza Pino, María Fernanda Rodríguez López | Diagonal Periódico. Uno de los rasgos fundamentales que definió el 15M –movimiento que abrió el ciclo político que vivimos– fue su potente crítica de la representación institucional: frente al uso privado de la función política, desconectado de la sociedad y promotor de todo tipo de corrupciones, el movimiento apeló a la radicalidad democrática, la transparencia y la participación. El “no nos representan” se ejercía contra un régimen que había consolidado una clase política ajena a la ciudadanía, más preocupada por su futuro en alguna gran empresa del sector energético que de responder a un mandato democrático o programa electoral. Conocemos bien los frutos de la política made in 78, de Gürtel a Acuamed. Pareciera que ahora, tras haber entrado en el campo de la representación gracias al asalto institucional, bastase dejar obrar a la máquina burocrática elegida –pues ahora “sí nos representan”– para llegar al paraíso de las reformas, la “buena gestión” e incluso a la “transformación social”. Pero la realidad no deja de desmentir esto último.
Si algo aprendimos del 15M –del que no importan sus esencias, sino sus prácticas– es que el conflicto es necesario para transformar la sociedad. Desde lo más inmediato hasta lo más lejano. Y es que si los desacuerdos se hacen públicos y provocan un debate de ideas y opiniones, generan siempre un fortalecimiento de la cultura democrática tanto en el interior de las fuerzas políticas que discuten como en la ciudadanía. Cuando los medios del régimen entienden que las críticas son “amenazas” o expresan divisiones irreconciliables, no hacen sino entender desde un viejo prisma, el suyo, la nueva política municipal. En este sentido, que Ganemos Madrid exprese su voluntad de construir unas “estructuras territoriales fuertes, democráticas, horizontales, inclusivas y participativas”, acompañada de una fiscalización crítica de su plataforma electoral, Ahora Madrid, no debería llamar demasiado la atención. Como mucho podría alertar a la derecha, por supuesto, cuya cultura política se basa en el secretismo y la unilateralidad, en el silencio cómplice –siempre manteniendo las formas– a pesar de llevar la corrupción en el tuétano. Pero el nuevo municipalismo democrático no nació para repetir las actitudes rancias y opacas de sus “mayores”.
Si los desacuerdos se hacen públicos y provocan un debate de ideas y opiniones, generan siempre un fortalecimiento de la cultura democrática
Las instituciones municipales españolas son –qué duda cabe– un espacio fundamental para poder materializar los mandatos democráticos de la gente, pero al mismo tiempo poseen una serie de inercias propias y bloqueos que lastran su capacidad de agencia. En lo poco que llevamos de gobierno hemos podido comprobar esos límites en varias ocasiones: años de adaptación al “modelo español” (ladrillista y turístico) como a sus necesarios sostenes (léase redes clientelares), reformazos mediante, han hecho de ellas un espacio cerrado a la participación, nada transparente y con recursos diezmados. Sin embargo, la voluntad política hace mucho.
Y para que esa voluntad política exista en la práctica, es necesario que los gobiernos del nuevo municipalismo y los movimientos sociales no acepten sin más el establishment político y mediático, es decir, las agendas impuestas por la “normalidad democrática” derivada del 78 y su modelo de ciudad. De no romper con esta agenda, la estructura ya inercial de las instituciones, combinada con una actitud pacata ante los retos del propio programa político, sólo redundará en reproducir estructuralmente lo mismo. Quitándole, eso sí, el poso setentayochista y aderezando el presente con modificaciones cosméticas. Pero poco más.
Para lograr transformar la ciudad y cumplir el programa por el que fueron elegidas las nuevas candidaturas, el conflicto, el disenso y el debate público son herramientas fundamentales. Son la moneda de cambio básica de una cultura política fundada en la radicalidad democrática, pues no hay acuerdo sin diferencias previas. Y éstas no expresan división, sino que enriquecen los procesos. Lo aprendimos en las plazas un mes de Mayo. Por ello, que la asamblea de Ganemos Madrid o la de otra formación exprese sus diferencias respecto a su candidatura, fiscalice sus decisiones y sea capaz de generar conflicto, no deja de ser una buena noticia. Significa que el movimiento no ha quedado absorbido en la institución. Que la voluntad política todavía desborda los marcos de la representación y se atreve a tomar la palabra. Que los viejos muros son ahora más porosos a las demandas de la ciudadanía. Y si no lo son, habrá que abrir puertas y ventanas.
Por el contrario, negar la política, la cual es consustancialmente conflictiva, es el objetivo político fundamental de las oligarquías, esto es, conseguir desplazar, evitar, cortocircuitar, el antagonismo. Ante el actual repliegue de la movilización, el bloque mediático, brazo político del poder económico, trata de asegurar la posición ganada produciendo una subjetividad encuadrada e impotente, incapaz de confrontación.
Así las cosas, el discurso de estos productores de opinión nos dice: una discrepancia en el sentido del voto es signo de la ingobernabilidad interna de Ahora Madrid, de su incapacidad para gobernar la ciudad. Nos dice también que resistir a una mala política supone oponerse a Manuela Carmena, es decir, a ti mismo o a ti misma en cuanto que la asumes como tu representante, en vez de constituir una contestación a los poderes fácticos, y sólo en la medida en que ella (la representante) sirva de correa de de transmisión de éstos. En este último caso, por el contrario, su persona no constituiría sino un eslabón inesencial, una nimia e ínfima anécdota, pese al espejismo mediático. De hecho, podemos estar seguros de que, si remplazáramos su figura, aislada y sola, sin poder ciudadano que la sujete por cualquier otra en ese mismo lugar de la representación, obtendríamos muy parecidos resultados.
El discurso conservador, incluso si no es del todo consciente de sí mismo, no está dirigido contra Manuela Carmena (un mero y útil espejismo), sino contra los movimientos, contra la gente común haciendo política, esa gente con malos salarios o expulsada del empleo, desahuciada o sin expectativas, desenganchada de toda promesa de futuro, sin estatus o norma que la proteja, y que es lo verdaderamente desafiante.
Asimilar por ello el marco, el frame, conservador, es el mejor camino hacia la nada. Esperemos que ningún actor crítico en la ciudad, de entre los cuales Ganemos Madrid es uno más, lo acepte junto con la cadena de mando, representación mediante, que comporta.
Porque, ante las posiciones del Ayuntamiento de Madrid frente al caso Wanda y al TPA (Taller de Precisión de Artillería), subordinadas a un modelo de ciudad neoliberal, aún cabe la pregunta: ¿Quién manda en Madrid? ¿El Ayuntamiento, la oposición, las empresas o los lobbies? En cualquier caso, la respuesta de un movimiento y una iniciativa municipalista democrática habrá de ser la misma: generar conflicto y contrapoderes para que aquellos que fueron elegidos cumplan el programa, su contrato con la gente.