Santiago Alba Rico | Público.
Como venimos haciendo desde hace años, esperamos su llegada semiocultos tras unas rocas, con todo el campo visual despejado ante nuestros ojos. Sus costumbres son bastante regulares, aunque todas los días introduce pequeñas variaciones que hay que registrar con cuidado. Ahora en verano llega más tarde y, por decirlo así, con un espíritu más decidido, lo que se manifiesta desde el principio en una repentina rabieta de colores en los bordes de las nubes, por encima del azul terso y vacío, casi blanco, ligeramente tembloroso.
A las 21.03 desata una especie de espuma naranja, penetrada por trazos muy finos, parecidos a arañazos, del tono carmesí de la lava espesa. Luego, a las 21.07, irrumpe el violeta con suave metal, tiñendo el agua al pie de la montaña, a la que da una densidad pegajosa de tinta china. A las 21.12, toca por fin los dientes del cerro y se produce primero una vibración amarilla de yema de huevo, a continuación un estallido de rojo metalúrgico -chispas de fragua y rescoldos de hierro- y finalmente el gran incendio, una pavorosa llamarada contra la que nada podemos y que nos obliga a protegernos los ojos con la mano. Una vez más nos sentimos desarmados frente a este despliegue de violencia que no podemos contrarrestar con los escasos medios que nos proporciona el Ministerio.
Pero el momento más peligroso llega a las 21.26, cuando todo este despliegue de luces es absorbido de pronto -de pronto- en un botón negro. Aúlla un perro y miles de pájaros chirrían angustiados. Se ha hecho de noche.
Los responsables de este informe estamos acostumbrados a situaciones de riesgo, pero no recordamos haber vivido nada semejante. Reiteramos nuestra petición al Ministerio de nuevos y más eficaces medios contra los crepúsculos. Nadie podrá garantizar la seguridad de la patria mientras el sol se siga poniendo todos los días