Por Fernando de la Riva | Apuntes para la Participasión
Cuando en 2011 estallaba en nuestras plazas el movimiento 15M no imaginábamos – nadie podía hacerlo- cual iba a llegar a ser su alcance. Las fuerzas del orden, los sectores conservadores (de uno y otro signo ideológico) trataron de minimizar la importancia del momento y se frotaron las manos cuando creyeron -al cabo de los meses- que la indignación ciudadana se disolvía en la resignación social y todo volvía a la “normalidad” de una sociedad sumisa.
Pero se equivocaban. Hoy podemos reconocer aquél momento como un punto de inflexión entre un tiempo viejo y uno nuevo en la vida social y política de nuestro país. El 15M ha sido extraordinariamente fructífero, de manera silenciosa y poco visible para los poderes dominantes (los gobiernos, las viejas organizaciones políticas, los grandes medios de comunicación…). Hizo que cientos de miles de personas empezáramos a perder el miedo, nos atreviéramos a pensar, decir y hacer cosas que poco antes parecían imposibles. Empezamos a creer que era posible cambiar las cosas, como expresaba aquél lema gritado desde entonces en miles de movilizaciones: ¡Si se puede!
Y, con el paso del tiempo, de aquellas semillas fueron surgiendo miles de pequeñas iniciativas solidarias, alternativas, colaborativas, comunitarias (o pro-comunitarias)… liberando cada día nuevos espacios para la iniciativa social, para el emprendimiento social y colectivo, demostrando que es posible vivir de otra forma.
Esas iniciativas se focalizaron- según los intereses de las personas y los grupos sociales concretos- en la ecología, la soberanía alimentaria, la permacultura, o la economía social y solidaria, las alternativas habitacionales (la recuperación de pueblos abandonados, la okupación de viviendas, la autoconstrucción sostenible…), o las cooperativas integrales, la nueva espiritualidad, la solidaridad horizontal y las redes de apoyo mutuo, comedores sociales autogestionados y otras muchas iniciativas. Todas ellas fundamentales, tal vez no por su dimensión pero si por lo que significan de búsquedas colectivas (aunque a menudo centradas en si mismas, desconectadas entre si, cuando no aisladas).
Y, junto a estas propuestas alternativas, llegaron también muchas “mareas” de colores diferentes, con una extraordinaria transversalidad social, oponiéndose a los recortes o defendiendo los servicios públicos, movilizando a actores y sectores tradicionalmente sumisos: trabajadores y trabajadoras de la sanidad, de la educación, de la justicia, pensionistas, personas usuarias de los servicios públicos, pequeños inversores estafados, etc.
Pero -más allá de su diversidad- la mayoría de estas iniciativas y nuevos movimientos sociales compartían un rasgo esencial: la apuesta por nuevos métodos para la construcción de los proyectos colectivos, la cooperación, el diálogo, la participación, la horizontalidad, el respeto a la diversidad… Ya nunca más la imposición, la jerarquía, el liderazgo personalista y patriarcal… como modelos organizativos.
En el último año, lo más novedoso ha sido la eclosión de Podemos -en las elecciones al Parlamento Europeo de mayo de 2014- y el surgimiento de una gran cantidad de iniciativas municipalistas (Ganemos, En Común, Ahora…) en las que confluyen diversas fuerzas políticas progresistas, movimientos y colectivos sociales, personas sin partido… con un más que destacable éxito en las recientes elecciones municipales y regionales (mayo 2015), no solo en grandes ciudades como Madrid y Barcelona, sino en centenares de pueblos y ciudades.
Ada Colau –la lideresa de “Barçelona en Comú” y más que probable alcaldesa de Barcelona cuando se publique este artículo- habla a menudo de “revolución democrática” para nombrar lo que bulle tras esos proyectos de confluencia social que se han extendido por todo el país. Es la ciudadanía que recupera el espacio de la política desbordando a los partidos tradicionales (y a los “nuevos”), pasando de la protesta a la propuesta, de la indignación a la construcción colectiva, “gente corriente” que toma en sus manos la responsabilidad de hacer posible un futuro mejor para todas.
Se trata también de una resignificación de la misma política, que ya no es más –o, al menos, ya es mucho más que- la disputa partidaria o la pugna electoralista, sino la gestión colectiva de lo cotidiano, del desarrollo de la comunidad. La política no al servicio de los partidos, sino de la vida, de la gente. Una política que se afirma “nueva”, no solo en los discursos, en las palabras, sino en sus métodos, en las formas de hacer y “hacerse”.
Me propongo, en este artículo, subrayar algunos pocos rasgos que, en mi opinión, caracterizan esa revolución democrática en marcha. Son solo algunos apuntes, sobre la marcha, y habrá que volver –una y otra vez- sobre este momento y estas experiencias, porque esto no ha hecho más que empezar y se construye en el camino, caminando.
El método es el mensaje
Hace algunos meses, en el programa televisivo Salvados escuchábamos a Sergio Fajardo -que fue alcalde de Medellín con una candidatura popular- defender la idea de que en política “los medios justifican el fin”, que la forma en que se alcanza el poder determina como se ejerce, o la forma en que se construye un proyecto político hace que éste sea o no transformador, más allá de sus fines.
El medio -el método- es el mensaje, la forma de hacer las cosas se convierte en parte fundamental del discurso. No basta con perseguir buenos objetivos por cualquier medio, se trata de hacerlo con procedimientos que sean coherentes con los fines que se declaran, que anticipen los valores que se predican.
No cabe proponer transparencia si no se es transparente, o proclamar la participación si no se aplica al propio funcionamiento organizativo, o defender el diálogo si la comunicación horizontal no es la norma, etc., etc.
Los nuevos movimientos, el nuevo municipalismo, la nueva política no pretende solamente conseguir determinados objetivos de cambio social y político, sino lograrlos de determinada manera, en plena coherencia entre los fines y los medios: dime cómo construyes el cambio y te diré lo que piensas y el mundo que sueñas.
Los objetivos mínimos
Junto a los medios, también existe una coincidencia básica en los objetivos mínimos a conseguir. Pareciera que tal consenso fuera imposible por la diversidad de actores que participan en esta revolución democrática, pero lo cierto es que son, al menos, tres los ejes básicos sobre los que pivotan los objetivos:
- La lucha por la igualdad, la defensa de la mayoría social frente a los abusos de una minoría, una “casta” económico-política, acabar con la exclusión y la pobreza extrema, terminar con los desahucios, combatir la precariedad…
- La profundización de la democracia, el pleno ejercicio de la participación ciudadana, el desarrollo de la democracia participativa, la reivindicación de protagonismo de la gente como sujeto y objeto de la política, frente al dominio de los mercados y las élites económico-financieras.
- La revolución ética en la política, el fin de la corrupción y el clientelismo, el fin de la opacidad y la lucha por la transparencia, la ejemplaridad de los actores políticos.
Estos objetivos básicos no impiden que, en cada caso, se ponga el acento en las necesidades y problemas específicos de la población de cada territorio, o que cada sector y actor social de los que participan en la confluencia subraye la importancia de los temas que les movilizan: el empleo, la ecología, la salud, la vivienda… pero resulta significativo, y alentador, que más allá de la diversidad sea tan fácil establecer objetivos comunes.
Las personas en el centro
Efectivamente, un rasgo fundamental de la “nueva política” es entender y plantear los procesos políticos –eso que se ha llamado la “gobernanza”- centrados en las personas y protagonizados por las personas.
Se trata -como se ha repetido mil veces en estos meses pasados- de “rescatar a las personas y no a los bancos”, de superar la dictadura de los mercados, de romper con un capitalismo salvaje, neoliberal, en cuyas estadísticas la pobreza extrema, la exclusión, la desigualdad, la violencia, la injusticia, la corrupción, la violencia… son solo efectos colaterales del sagrado objetivo principal: el beneficio de unos pocos. Las personas no cuentan, solo la economía, o mejor, la macro-economía.
La revolución democrática trata de reorientar las políticas hacia sus objetivos más nobles: la felicidad de las personas, su bienestar, su desarrollo personal y colectivo, la convivencia, la cooperación y la solidaridad, los derechos humanos…
Las personas no solo están en el centro, en el foco de los objetivos, sino también en el centro del desarrollo e implementación de las políticas. No políticas “para” la gente, sino políticas “con” la gente, implicándolas, fortaleciendo sus capacidades individuales y colectivas, estimulando su iniciativa, empoderándolas, para que ya no sean más objetos pasivos de las políticas diseñadas e implementadas por otros, sino sujetos activos, actores protagonistas.
Y este principio de centralidad de las personas sirve también a los procesos, a los medios: la búsqueda e implementación de las respuestas a las necesidades y problemas tiene que hacerse mediante la construcción colectiva, desde el respeto y el cuidado de las personas.
La revolución democrática es la de la “Cuidadanía”, ciudadanos y ciudadanas que se cuidan, que cuidan su convivencia, que cuidan a los más débiles de la comunidad, cuidan su ciudad y su entorno. La “cultura del cuidado” aplicada a la política.
La diversidad es una fortaleza
Quienes conforman la amplia base social de esta revolución en marcha comparten la convicción de que para transformar la realidad, erradicar la pobreza, avanzar hacia la igualdad, combatir la injusticia, profundizar la libertad y la democracia… es imprescindible la unidad de las organizaciones sociales y políticas y de los ciudadanos y ciudadanas no organizados que comparten esos mismos objetivos. No hay otro camino. Es una cuestión elemental de eficacia: solo así -desde una nueva mayoría social activa- es posible transformar la realidad en beneficio de la mayoría social.
La unidad es, también, un imperativo ético, por aquello -una vez más- del fin y los medios, de la coherencia entre ambos, porque no es posible construir un mundo cooperativo y solidario desde el fraccionamiento, la competencia y la disputa por el poder.
Pero unidad no significa homogeneización, uniformización, pensamiento único… Por el contrario, la diversidad es un valor fundamental que da pleno sentido y multiplica la eficacia de la inteligencia colectiva. Y este es uno de los aportes innovadores, y al mismo tiempo de los desafíos claves, de esta revolución que vivimos: ¿cómo trabajar juntas, para transformar la realidad, pero sin renunciar a nuestra identidad propia, a nuestra diversidad?
Este, junto con otros muchos aspectos que seguiremos mencionando, pone en el primer plano de este tiempo y este proceso de cambio la necesidad de la educación para la participación, en la que volveremos a insistir.
La cooperación como condición
Aquí merece la pena recordar de nuevo la definición que Paulo Freire hacía de latolerancia como la “virtud de ponerse de acuerdo entre los afines para hacer frente a los antagonistas”. En suma, la capacidad de encontrar ese mínimo común desde el que construir una realidad nueva.
Precisamente porque somos personas diversas, la revolución democrática exige que las personas seamos capaces de trabajar juntas. No es preciso que pensemos exactamente igual. La diversidad es una fortaleza, nos hace más sabios y más fuertes.
Pero es imprescindible que concretemos algunos objetivos básicos -acerca de la ciudad y la sociedad en la que queremos vivir- y sumemos nuestras fuerzas para conseguirlos. Apostando, además, por la perspectiva gozosa de que, en ese esfuerzo colectivo, volveremos a descubrir la satisfacción, el placer de hacer cosas juntas.
Aunque, para no engañarnos, hemos de empezar por reconocer que esa nueva forma de hacer –juntas, cooperando…- exige que hagamos nuevos aprendizajes (y des-aprendizajes) individuales y colectivos: aprender a escucharnos, a dialogar, a pensar juntas, a llegar a conclusiones y tomar decisiones, a organizar nuestros esfuerzos, a repartir tareas, a establecer métodos y procedimientos comunes, a trabajar en equipo, a evaluar y autoevaluarnos… De nuevo la educación para la participación, para la construcción y la acción colectiva… en el centro de las necesidades que evidencia la revolución en marcha.
Otra visión del poder
La manera de entender el poder es otro de los rasgos a destacar. Frente a la viejas maneras que lo entienden como algo a conquistar, de la forma que sea, para acumularlo y ejercerlo o imponerlo a los demás, en esta nueva mirada -en esta revolución democrática- el poder se construye colectivamente, a partir de la suma de las capacidades individuales y colectivas y de su desarrollo (lo que se han llamado “procesos de empoderamiento”), el poder se reparte y se comparte, y cuanto más lo hace mayor es.
El del poder es un concepto “polisémico”, cargado de significados distintos: habla de potencias y de fuerzas, pero también de influencias y de capacidades, de oportunidades y de acción… Pero, a todos estos sustantivos, la revolución que vivimos le añade adjetivos fundamentales: colectivo, compartido, distribuido… adjetivos que potencian (de poder) su sentido.
No existe (no debe existir) lucha interna por el poder, porque ello debilita al colectivo -a todas y todos- sino construcción colectiva, suma, sinergia… porque ello fortalece (empodera) a todas y todos.
La clave de la participación
Como ya hemos adelantado, hay una coincidencia básica en el cómo, en el método para lograr la transformación social: la inclusión de todas, la participación horizontal… que se materializa –entre otros rasgos- en la asamblea, las primarias abiertas, la movilización ciudadana, la ocupación de la calle y de las instituciones…
La revolución democrática hace una apelación a que las personas de a pie nos levantemos del sofá, recuperemos la voz y la acción, nos comprometamos, nos pongamos a trabajar juntas, sin limitarnos a votar cada cuatro años. Eso significa esfuerzo, salir de la zona de confort en que el sistema pretende mantenernos sumisos. Es mucho más cómodo quedarse en casa o quejarse en el bar. Pero lo que está en juego es demasiado importante, es nuestro presente y el futuro de quienes vienen detrás.
No hay transformación social sin participación. La participación ciudadana es, también, objetivo y medio, meta y camino para la búsqueda y la puesta en marcha de las respuestas y soluciones a los problemas y a las necesidades de la ciudadanía.
Aunque conviene recordar que la participación social no es solamente el resultado de la voluntad de sus actores (algo que cuesta mucho despertar), sino que también requiere espacios, mecanismos, medios… y muy especialmente precisa de habilidades y capacidades, personales y colectivas -Querer, SABER y Poder- lo que nos remite de nuevo a la importancia estratégica de la Educación para la Participación, clave para el éxito de esta revolución.
Comunicación y Transparencia
La nueva forma de entender y practicar la política, que pone a la persona en el centro y apuesta por la cooperación y la inteligencia colectiva, que se construye mediante la participación activa de la ciudadanía, se sostiene sobre el pilar fundamental de la comunicación.
La comunicación, o mejor aún el diálogo, en todas las direcciones, atravesando todos los aspectos del proceso organizativo y de la acción colectiva, todos los campos temáticos de la política.
Se trata de que todos los actores, todas las personas que toman parte en el proceso puedan conocer la información disponible y puedan aportar ideas y propuestas, o debatir las que llegan de otros actores y territorios.
Una comunicación que, contra todos los paradigmas del tiempo pasado que defendían reservarse la información para acumular poder, debe ser abierta, plena, transparente. Porque la transparencia –palabra muy de moda- es fundamental para generar confianza entre las partes, entre los diferentes actores.
La importancia de las TIC
Y si la comunicación –en 360º- es una de las claves fundamentales de esta revolución, ello es posible, por primera vez en la historia, gracias a las Tecnologías de la Información y la Comunicación, a Internet y las redes sociales.
Nunca fue tan fácil como hasta ahora el llegar a una población amplia y distribuida por todo el territorio y permitir un diálogo permanente, el contraste de ideas, el trabajo cooperativo, “en tiempo”, simultáneamente, y desde los teléfonos inteligentes de quienes han de construir el proceso.
Las nuevas organizaciones y movimientos sociales han venido utilizando y explorando las posibilidades del uso de las TIC aplicadas a los procesos sociales en los últimos años, desde no mucho antes del 15M, y eso ha generado un alto nivel de conocimiento e innovación que ha sido puesto al servicio de las nuevas experiencias municipalistas.
Y, también en este terreno del uso de las TIC, la cosa no ha hecho más que empezar, adivinándose unas extraordinarias potencialidades futuras.
La volatilidad de los procesos
Pero los procesos de construcción de las “nuevas formas de hacer política” (Podemos, Ganemos, Ahora…) sorprenden cada día por la fluidez con que se producen, por los pasos adelante y los pasos atrás, por las luchas continuas entre lo viejo y lo nuevo, por su volatilidad vertiginosa.
No es posible instalarse en las recetas. No es posible anticiparse a los siguientes pasos. El proceso es imprevisible, inédito. Plantea desafíos y retos para los que no sirven las viejas respuestas, para los que no tenemos soluciones. Hoy más que nunca, los “gurús” de la política o de las estadísticas demoscópicas, tocan de oído, enfrentan situaciones desconocidas, completamente nuevas.
Y los plazos corren mucho más deprisa que en el pasado, a velocidad de vértigo a veces, y obligan a reaccionar y a responder sobre la marcha a los retos continuos que se plantean. Aquí nos viene bien hablar de la “improvisación estratégica”, de la necesidad y la capacidad de mantener el rumbo pese a los cambios continuos de la realidad.
Porque esa volatilidad no permite detenerse, instalarse en lo conseguido, requiere seguir acompañando a los cambios, aprendiendo de ellos, bailando a su ritmo, abiertos/as a la sorpresa, dispuestos/as a la innovación permanente.
La contra-revolución
Aunque, no nos engañemos, como toda revolución que se precie, ésta tiene también su “contra-revolución”.
Están, por supuesto, las fuertes (y sucias) resistencias de quienes ven en peligro sus privilegios –o los de sus amos- y recurren a todas la viejas triquiñuelas de la vieja política, especialmente al miedo para intentar disuadir cualquier cambio.
Están también las de quienes viven (más) alienados/as y abjuran y/o “pasan” de la política, como si fuera posible prescindir de ella, como si tal inhibición no supusiera entregarla en manos de los poderes de siempre. Son, consciente o inconscientemente, cómplices del inmovilismo.
Pero también están las de quienes declarándose a favor del cambio social, solo lo entienden si es liderado por ellos/as. Quienes, pronunciándose a favor del pueblo, de la gente de a pie, en realidad los desprecian y temen ser desbordados/as. Quienes han sido llamados “patriotas de partido” y no son capaces de asumir la dimensión instrumental de sus organizaciones (partidos, sindicatos, ong…) y prefieren naufragar con ellas antes de renunciar a su protagonismo de aldea…
Las resistencias de unos y otros alimentan la desconfianza en la política y los partidos, alientan la decepción, el desencanto, la desmovilización social…
Paradójicamente, el mayor riesgo de la revolución democrática reside también en su mayor fuerza: las personas. Y es que, queremos construir algo nuevo pero, cuando nos ponemos a ello, nos salen por todos lados los gastados tics de las viejas formas de pensar y hacer: los intereses particulares, los egoísmos, los protagonismos, las luchas de poder, la disputa por la hegemonía, la descalificación de la disidencia, la tentación del pensamiento único, el monopolio de la razón, la obsesión por el control, las visiones sectarias, los cálculos electoralistas… de unos y otros.
No puede ser de otra manera, porque en este tiempo -desde el 15M, desde las elecciones europeas hasta las municipales- ha crecido nuestra indignación y hemos cambiado nuestros discursos, pero no necesariamente nuestros valores, los marcos mentales, las actitudes, nuestros comportamientos políticos. Seguimos siendo los mismos perros (y perras) que antes, aunque los collares (y los discursos) puedan parecer distintos.
Y esto vale para los partidos políticos –los viejos y los “nuevos”- aunque, para ser justos, también a los ciudadanos y ciudadanas no organizados nos da mucho vértigo asumir un protagonismo sin tutelas, decimos que los partidos “no nos representan”, pero seguimos esperando que la iniciativa la tomen otros y reclamamos (aunque sea con la boca chica) nuevas tutelas.
Este proceso histórico que vivimos requiere –volvemos a insistir en ello- de des-aprendizajes (de muchos vicios acumulados) y nuevos aprendizajes (de nuevas habilidades, valores y comportamientos políticos). Y exige humildad. Y cooperación.
Construir lo nuevo desde lo viejo
Pero, del mismo modo que nuestras diferencias, que existen afortunadamente, no pueden ser una coartada, un pretexto para negar todo aquello en lo que coincidimos, también hemos de empezar por reconocer que las personas “puras” y las organizaciones perfectas no existen, todas tenemos defectos e incoherencias, todas tenemos un pasado cargado de contradicciones. Es en esta realidad imperfecta donde necesariamente ha de construirse la unidad, la revolución democrática, o renunciar a ella.
La unidad popular ha de buscarse sin condiciones previas, sin pretender imponer la visión particular de cada cual, desde la generosidad y el compromiso. Quienes miran por encima del hombro a las otras personas y organizaciones, se sienten superiores y ponen condiciones a la confluencia y la unidad, han de asumir la responsabilidad que ello implica, la incoherencia que supone (no se puede afirmar la búsqueda de la transformación social y negar el camino necesario para lograrla) y han de contar con el rechazo que ello genera en todos los demás.
Pero soy optimista: el coste -social y político- de esa unidad frustrada puede ser tan alto para todas las personas y organizaciones que perseguimos un cambio social y, muy especialmente, para quienes ponen condiciones y obstáculos a la unidad, tan alto que apostaría a que al fin prevalecerá la voluntad de unidad.
La revolución democrática ya ha triunfado
Quisiera terminar –por ahora- estos apuntes volviendo a insistir en esa dinámica entre los medios y los fines que hace peculiar a esta revolución que vivimos, la hace distinta de todas las que hemos vivido anteriormente.
En ésta ocasión, como decía Ahora Madrid en su campaña, “ganar no es la meta, es el camino”. O sea, que como en el Viaje a Itaca, es el camino cargado de experiencias el que da sentido al viaje.
Cada día que pasa en esta revolución significa un paso más, un aprendizaje más, una victoria. Las personas que participamos en ello –y son más las que se suman cada día- vivimos experiencias, sentimientos, emociones… que nos transforman, que nos hacen mejores.
Es el intercambio de ideas y experiencias, la construcción colectiva, el cuidado mutuo, la cooperación, el trabajo en equipo, la inteligencia colectiva… vivencias inéditas y otras casi olvidadas, que nos cambian y nos permiten afirmar –como dice uno de (tantos) mis maestros en este viaje- que YA HEMOS GANADO!