El ciclista lo crea todo a partir de casi nada, convirtiéndose en el ser más eficiente energéticamente de entre todos los animales y máquinas que se mueven; y, como tal, tiene una capacidad ímproba para desafiar todo el sistema de valores de esta sociedad. Los ciclistas no consumen bastante. La bicicleta puede ser demasiado barata, demasiado saludable, demasiado independiente y demasiado equitativa como para que le vaya bien. En una era del exceso, es minimalista; y ostenta el potencial subversivo de hacer feliz a la gente en una economía impulsada por la frustración de los consumidores.
Jim McGurn
Jim McGurn
BICICLETAS PARA IR HACIA EL SOCIALISMO
Mucho más que dos ruedas
ALFREDO APILÁNEZ en viento sur
La bicicleta es, aunque no lo parezca, una cosa muy seria. En palabras de Jorge Riechmann, se trata “del artefacto ecosocialista por excelencia” /1. Un producto típico de la maquinaria industrial moderna que apunta a otra sociedad, remitiendo a la vieja afirmación marxista de que lo nuevo ha de surgir de las entrañas de lo viejo. Sus rasgos materiales y simbólicos anudan los dos ejes esenciales del movimiento emancipatorio: socialismo y sostenibilidad. Siendo un embrión de bien comunista, la potenciación de su uso tiende a desgarrar las costuras del envoltorio mercantil de la vida social.
Pero, precisamente por reunir estas características de enorme potencial socializante, a la bici no le puede ir bien. Como refiere la brillante cita inicial, es demasiado barata, demasiado saludable y demasiado equitativa para que le vaya bien en la barbarie del productivismo petrolero y la obsolescencia programada.
Todo el modelo antropológico pequeñoburgués de consumo encarnado en el mall, el adosado familiar y la locomoción encapsulada en potentes motores de explosión saltaría por los aires con la hegemonía del austero y temperado ciclista. El velocípedo deviene, pues, un símbolo peligroso, al contaminar de racionalidad una sociedad furibundamente irracional.
“¿Tiene algún sentido, desde el punto de vista de la eficiencia energética, mover 70 kilos de peso con una máquina que pesa una tonelada y que se traslada de media tres kilómetros (la distancia habitual que se recorre al ir a trabajar en coche en Madrid con el peso del ocupante y el vehículo)?” /2 cuestiona Luis Álvarez-Cervela, ingeniero experto en movilidad. ¡Tres kilómetros! ¿Podemos siquiera concebir la metamorfosis ambiental y la mutación cultural sobrevenidas si esos desplazamientos se realizaran en bicicleta? El cotidiano flujo pendular de ida y vuelta al trabajo desde las urbanizaciones del extrarradio y los masivos desplazamientos vacacionales darían paso a una ciudad pacificada y humanizada, transformando radicalmente la vida cotidiana.
No sólo eso; la bici encarna en sus características esenciales de bien de uso un rasgo del que la inmensa mayoría de los bienes privados carecen. Dicho de una forma puerilmente solemne: cumple el imperativo categórico kantiano. Una sociedad en la que siete mil millones de terrícolas usaran el coche o la moto en sus desplazamientos recordaría la cruda distopía de Manuel Sacristán: “un inmenso rebaño de atontados ruidosos en un estercolero químico, farmacéutico y radioactivo”. El crucificado planeta se convertiría en una caldera inhabitable de gases invernadero a un ritmo infinitamente superior al actual. Antagónicamente, el uso de la bici podría llegar a extenderse indefinidamente sin reventar las costuras ecológicas de la biosfera. Un equilibrio perfecto entre la satisfacción de las necesidades y los medios empleados para subvenirlas. Habría que devanarse mucho los sesos para encontrar otro bien que reúna en sí mismo esa cualidad de arquetipo de otra forma de organización social.
Empero, embutida en su corsé capitalista, la bicicleta muestra deformado su carácter socializante. El sinfín de posibilidades de vida comunitaria que moviliza queda segregado de su contenido sociopolítico y reducido a la inocente esfera lúdico-paliativa: menor contaminación, prevención de arterioesclerosis, práctica deportiva, baratura, etc. En su crisálida mercantil, el potencial subversivo de desafiar el sistema de valores imperante queda diluido en la estética naíf de bien ecológico y saludable, pero fundamentalmente residual. Su forzada integración en el marco consumista se realiza, así, por dos vías: cuña reformista y artículo de uso lúdico impregnado de cierto esnobismo deportivo-cool.
Toda la cantinela sobre la calidad de vida y la movilidad sostenible (interesadamente desgajadas del insostenible ámbito productivo, para recluirlas en el ocio y las costumbres privadas) se moviliza para dar un barniz suave y apacible al uso de la bici. En ciudades convertidas en tráfagos de humeantes tubos de escape, la bicicleta sirve a los “planificadores” y gestores públicos de recurso de emergencia para mitigar el envenenamiento generalizado. Los servicios de alquiler municipales, los mínimos y caóticos carriles bici y, sobre todo, el impacto de la crisis han reducido infinitesimalmente la polución y la congestión urbanas, extendiendo el uso de la bicicleta en leve y temporal detrimento del motor de explosión. Una parte creciente de la sufrida población, descabalgada de sus máquinas motorizadas por las apreturas económicas, recurre a la bici para su movilidad cotidiana.
Sin embargo, el pulso está perdido de antemano. Las modosas y sumamente prudentes reclamaciones de colectivos ciclistas solicitando mayores inversiones y la apertura de espacios urbanos para la bicicleta se ventilan con una paternal palmadita en la espalda: “Muy bien, me encanta, todo muy bonito…” diría el edil de turno, pero mucho cuidado con siquiera rozar la cuenta de resultados de las sacrosantas multinacionales del automóvil.
Sólo habría que comparar las migajas de la inversión en infraestructuras ciclistas de las administraciones públicas con la ingente recaudación fiscal (bien mermada, eso sí, por la creativa ingeniería financiera de las grandes corporaciones) que generan los vehículos de motor y los carburantes. Contra la connivencia flagrante de las instituciones políticas y los gigantes mercantiles de nada sirve la vieja e ingenua máxima reformista de dar “bocaditos” al poder sin alterar un ápice su estructura. Un orden social que crece esquilmando sus fuentes de riqueza humana y natural no es reformable.
En otro ámbito, la bicicleta se convierte en herramienta de desfogue y producción de endorfinas para sobrellevar el estrés cotidiano con gran despliegue de coloristas y costosos equipamientos. Constantemente aparecen nuevos y suntuarios modelos para que los jóvenes recauchutados acróbatas del asfalto exhiban sus habilidades cabalgando sobre sus cromadas monturas. Ello inserta de lleno la bici en el imaginario consumista, convirtiéndola en un bien de lujo y proporcionando pingües réditos a los fabricantes del sector, nada interesados obviamente en su esencia comunitaria y sí en fomentar el consumo ostentoso.
Se completa así la reducción de la bicicleta a su faceta más hortera, limando totalmente sus aristas corrosivas y homologándola con los perfumes caros o los yates de lujo.
En fin, tampoco exageremos: el socialismo sólo puede llegar en bicicleta pero al socialismo no se llegará yendo todos en bici, consumiendo tomates ecológicos o abriendo pequeñas cooperativas de autoconsumo; utopismos todos ellos con creciente predicamento en ambientes sociales alternativos. Las ímprobas tareas a realizar, no ya para transformaciones radicales sino incluso para ralentizar el desastre, exigen apuestas más serias que simples cambios de hábitos cotidianos.
Sin embargo, la construcción de focos de resistencia y activismo que ensayen otro tipo de relaciones interpersonales es la conditio sine qua non para incidir en los aspectos neurálgicos de la vida cotidiana que exigen una mutación radical.
Remedando a Fidel Castro (“la revolución es como una bicicleta, si se deja de pedalear, se cae”), la lucha permanente, por muy minoritaria que ésta sea, por conservar y extender aquellos ámbitos (entre ellos la bicicleta pero también, por ejemplo, el derecho a la vivienda) que incidan en la creación de cultura socialista, tiene un valor pedagógico extraordinario. Un solo centro social okupado (por cierto, siempre llenos de bicicletas), que integre en su cotidianeidad la praxis de la bici contra la cultura del asfalto motorizado, tiene más potencial de crear nuevo tejido social comunitario que los métodos de lucha tradicionales de una clase obrera tiempo ha disuelta en el marasmo neoliberal.
Mientras tanto, trabajemos para potenciar las cualidades únicas que convierten la bicicleta en mucho más que un bucólico pasatiempo para darse una vueltecita en verano o bajar unos kilitos de más: una cosa muy pero que muy seria.
Notas
Agradecimiento: A Jorge Riechmann, cuyas fecundas ideas ecosocialistas han sido tributarias caudalosas del presente trabajo.