La idea misma del comunitarismo, al menos el de tradición epicúrea, es que no hay causa más importante que las personas reales y concretas con las que construimos espacios, seguridad y bienestar, cada una con su particular y único conjunto de elecciones, preferencias y aportes; todas embarcadas en su propio camino a la felicidad. Cada una de ellas, en el sentido más esencial del término, «sagradas».
David de Ugarte en el Correo de las Indias
Cuando el comunitarismo igualitario resurgió en el siglo XIX como respuesta a la vida que el capitalismo industrial ofrecía a los trabajadores, recuperó muchos de los valores epicúreos.
Pero también asumió buena parte de las ideas salvíficas de redención que el socialismo y el nacionalismo habían heredado de las creencias cristianas. El resultado fue un «doble alma», a veces hipócrita y siempre contradictoria: las comunidades igualitarias -como las cooperativas, sus «hermanas pequeñas»- se presentaban como un nuevo modo de vida al servicio de sus miembros, pero al mismo tiempo se justificaban como herramientas al servicio de un «cambio mayor». Desde los años cuarenta del siglo XIX, la revolución social y la independencia nacional habían tomado el papel que la «segunda venida» jugaba en la ideología monacal cristiana. Lo curioso, a más de un siglo vista, es que tarde o temprano esa concepción instrumental del comunitarismo acabó generando una crisis existencial en todos los que la habían adoptado, tanto cuando el «objetivo final» se hizo realidad -los kibutzim israelíes- como cuando no -la transformación social radical en EEUU y en Europa.
¿Es la comunidad un medio?
Sin embargo, la tendencia a «justificar» la comunidad en nombre de una «gran causa» surge una y otra vez. Y sigue siendo un error. Una comunidad igualitaria, no es un medio para otras causas, debe considerarse a si misma y a las personas que la forman como un fin en si mismo. No hay otra posible base para una cultura comunitaria honorable y en realidad no caben medias tintas a este respecto: toda instrumentalización de la comunidad y de las personas que la forman es destructiva.
Las «grandes causas», por «nobles» que sean o nos parezcan, no pueden ponerse por encima de las personas reales o destruirán a la comunidad. Es muy probable que incluso abran la puerta a cosas peores.
Nadie sensato pretende que su círculo íntimo, su familia o sus compañeros de hobby se conviertan en herramientas de ninguna «causa superior». Todos entendemos por qué: no hay cesión de autonomía personal y comunitaria sin consecuencias.
Si se acepta un «bien mayor» cuyos resultados nos resultan más importantes que la forma en que nos relacionamos con los nuestros, se siembra el terreno para una ética del sacrificio en la que nuestra vida, la de los que queremos y la de cualquier otro, pueden acabar despojadas de todo sentido. No es casualidad que los kibbutz acabaran convirtiendo sus grupos de defensa en el núcleo del ejército nacional israelí ni que algunas de las comunas sesentayochistas acabaran con sus fundadores entre los terroristas más buscados de los setenta. El sacrificio por la «causa superior» es el argumento que ha servido desde las guerras de religión para reclutar carne de cañón que llevar al campo de batalla.
Atacando el núcleo duro de la ética comunitaria
Y aun sin llegar a tales extremos el resultado no es nunca alentador, porque la verdad es que es moralmente nocivo, para todos, para cada uno. Porque el discurso según el cual la comunidad es una «experiencia», un experimento que resulta valioso en la perspectiva de un cambio «superior», «más importante», es solo una forma de rebajar la responsabilidad y la necesidad de compromiso de la comunidad con sus miembros, es decir, de cada uno con los demás. Por eso «poner la justificación fuera» resulta atractivo: nos hace sentir falsamente seguros, falsamente «buenos» y «generosos»… dándonos una coartada para ser menos responsables.
Por eso también, incluso cuando se usa hipócritamente, es peligroso. Existe un síntoma típico: la «comunitarización de las dependencias», la necesidad de ver «reconocida» a nuestra comunidad en círculos representativos de tal o cual causa, movimiento o identidad universal, como si de ello dependiera su éxito y no de satisfacer nuestras propias necesidades individuales y colectivas. Es una expresión que se pretende virtuosa del más típico sentimiento de inferioridad: colocando el objetivo de la comunidad fuera de la comunidad, gritamos a los cuatro vientos que no somos tan importantes como para que algo sea bueno simplemente porque nos haga bien a nosotros y a los nuestros.
Conclusiones
Una comunidad solo tiene un objetivo al que no puede renunciar: servir a sus miembros para vivir mejor, para ser más libres y responsables. En el curso hacia ese objetivo, la comunidad construirá metas con otras personas, definirá ideas sobre cómo mejorar su entorno y estrategias colectivas para conseguirlo. Pero nunca, nunca, podrá supeditar las necesidades de los suyos a una «causa superior», sean dioses o patrias, dogmas o utopías, sin poner en peligro cuanto hayan construido juntos.
En realidad, la idea misma del comunitarismo, al menos el de tradición epicúrea, es que no hay causa más importante que las personas reales y concretas con las que construimos espacios, seguridad y bienestar, cada una con su particular y único conjunto de elecciones, preferencias y aportes; todas embarcadas en su propio camino a la felicidad. Cada una de ellas, en el sentido más esencial del término, «sagradas».