ADOLFO LUJÁN / DISO PRESS |
Adolfo Estadella | Diagonal. La nueva política se asemeja a esa otra de casta tradicional en el descuido que practica con la cultura y la investigación científica. El oficialismo ha maltratado tradicionalmente esos dos sectores cuando se ha ocupado de ellos y los ha marginado el resto de las veces; indicio de su estrechez de miras y limitado horizonte propositivo. A la desidia institucional se suma la fragilidad constitutiva de dos ámbitos incapaces de hacer visible su valor y congregar una amplia voluntad en torno a ellos. Aunque lo han intentado, han sido incapaces de concitar una movilización social similar a la lograda por la educación y la sanidad en tiempos recientes. Una situación desesperanzadora porque son ámbitos cruciales, no para solucionar los acuciantes problemas del presente sino para poder imaginar un futuro distinto. Este texto describe tres contribuciones de un valor excepcional que una cierta cultura urbana de sensibilidades experimentales nos ha legado en los últimos tres lustros; gracias a ello podemos otear nuevos horizontes para una vida en común.
Hay de partida una dificultad para tratar con la cultura porque al intentar delimitarla se nos escapa por todas partes: o bien se nos va hacia esa idea de cultura como expresión identitaria de los pueblos o bien hacia su expresión civilizatoria y esteticista. Al final todo acaba siendo cultura o bien la cultura explota en mil pedazos de estéticas irreconciliables; el resultado es que el consenso que podría obtenerse en favor de ella salta por los aires. La situación empeora cuando los argumentos que elaboran los profesionales del ámbito suenan a reclamación gremial o movilización por intereses sectoriales. Una manera de salvar ese escollo es hablar de la cultura sin mentarla: la cultura como ausencia presente; porque con la cultura siempre nos jugamos algo más, algo que es distinto pero que resulta inseparable de ella.
Cierta cultura que podríamos llamar de vanguardia, o experimental, o alternativa (adjetivos parciales que la describen parcialmente) ha contribuido en los últimos años a sostener la reinvención y el trabajo permanente de reimaginación en nuestras sociedades a través de la construcción de tres asuntos. El primero de sus aportes es la reformulación de los regímenes de propiedad intelectual y con ello una reorganización de nuestro papel en la cultura. A eso se suma una reinvención de nuestra relación con lo urbano que ha dotado de nuevos materiales, literalmente, a nuestro derecho a la ciudad. La tercera contribución es una nueva sensibilidad experimental, que atraviesa las anteriores y despliega las condiciones para hacernos preguntas que aún no tenemos.
El oficialismo ha maltratado tradicionalmente a la cultura y la investigación científica cuando se ha ocupado de ellas y las ha marginado el resto de las veces
Construir un asunto no es una tarea sencilla, significa ante todo señalar una grieta en un lugar donde nadie es capaz de ver una irregularidad. Un asunto nuevo sólo emerge cuando se ponen a circular argumentos que desestabilizan lo establecido; para ello es necesario generar espacios capaces de contener el disenso y sostener las controversias en el tiempo. La discusión sobre la propiedad intelectual desarrollada desde hace tres lustros en el ámbito de esa otra cultura podría ser descrita en esos términos. Cuando era un tema arcano e ignorado algunos grupos de música alumbraban nuevos modelos para la circulación libre de sus contenidos en Internet, problematizaban con ello una de las categorías básicas de nuestras sociedades occidentales: la propiedad. La presencia de colectivos, asociaciones y centros culturales en esos debates ha sido imprescindible para anticipar un tema crucial que ahora nos concierne a todos. Un proceso que ilustra cómo determinados asuntos procedentes de otros dominios sociales son reformulados de manera absolutamente singular por el sector de esta (otra) cultura. La discusión sobre el procomún es un ejemplo paradigmático de esto último.
El procomún es un concepto que ha emergido en los últimos años como fértil espacio de reflexión; con él se designa un tipo de bienes y forma de gobernanza distinta de lo público y lo privado. La reflexión en torno a tal asunto ha sido abordada en otras geografías prioritariamente desde el derecho, la ecología, o la computación; pero en España ha sido el sector cultural el que ha desarrollado la reflexión más amplia y genuina sobre ese asunto para ensancharlo hacia nuevos horizontes. De la propiedad intelectual sobre el software ha sido expandido a las obras culturales; de ahí ha transmutado en un imperativo de hospitalidad en lo público; ha saltado hacia la ciudad en la forma de mimo por lo urbano y se ha desplazado hacia el cuidado de los cuerpos y el cultivo de los afectos. De los regímenes de propiedad de las tecnologías digitales llegamos a tecnologías nuevas (hospitalidad, afectos, cuidados y mimo) que desestabilizan los regímenes del cuerpo, la ciudad y el medioambiente. A través de ese ejercicio la cultura de la remezcla reelabora de manera fértil elementos centrales para imaginar nuestro ecosistema cultural.
La ciudad ha emergido en esos contextos de otra cultura como un lugar de intervención paradigmático en un gesto que reinventa nuestra relación con ella. Hay una cierta manera de hacer ciudad que se ha diseminado en los últimos años en grandes (y pequeñas) ciudades, que hunde sus raíces en el movimiento okupa y toma inspiración de otros ámbitos como la arquitectura. El Campo de Cebada y el Patio Maravillas en Madrid son dos ejemplos, pero no son los únicos; su ejercicio de reimaginación urbana es similar al que ejemplifica la ocupación vecinal del recinto fabril de Can Batlló en Barcelona y se extiende también a ciudades como Málaga, Sevilla, Bilbao y muchas otras. Son espacios donde los ciudadanos y vecinos experimentan, aprenden y producen conocimiento sobre cómo componer una ciudad distinta. Proyectos arropados por laboratorios de creación, espacios de producción y centros de cultura, desarrollados a menudo por vecinos, colectivos de arquitectos y asociaciones culturales en condiciones laborales cada vez más precarizadas.
Ese movimiento de reinvención de la ciudad se encuentra en las antípodas de la política oficialista que ha hecho de la cultura un pretexto para la especulación inmobiliaria. La suya es una especulación movilizadora que alumbra una manera distinta de imaginar y practicar lo urbano. Mientras la ciudad inteligente emerge como figura deslumbrante que seduce a corporaciones municipales de todo el planeta, la verdadera creatividad urbana se desarrolla en huertos urbanos, espacios autogestionados y proyectos vecinales. Unos ejercicios de intervención que generan las condiciones para un espacio urbano que ya no cifra su vitalidad en el tránsito apresurado sino que se consagra a la construcción literal de las condiciones para otra vida urbana en común. Ese espacio urbano intervenido materialmente nos dota de nuevas capacidades mientras equipa nuestro derecho a la ciudad con infraestructuras que nos permiten hacer visible los asuntos comunes que nos conciernen a todos.
La ciudad intervenida materialmente y los regímenes de propiedad reinventados legalmente han habilitado las condiciones para explorar nuevas condiciones de lo público y otras configuraciones del procomún, sea en espacios digitales o entornos urbanos. Esa exploración se encuentra atravesada por un gesto genuinamente experimental. Esto no es una metáfora, esa otra cultura ha desplegado nuevas infraestructuras en Internet y en la ciudad: las que van desde la Wikipedia a los huertos urbanos; ha creado nuevos públicos que se movilizan en esos lugares e implican en ellos, y, finalmente, toda una nueva manera de relatar la ciudad ha sido ingeniada: de los streamings en directo a los archivos que dan cuenta de esa manera de hacer y practicar la ciudad. El despliegue de esas infraestructuras, públicos y géneros narrativos acompaña un ejercicio experimental que nos ofrece algo que no estaba en el mundo:una nueva composición del espacio urbano, otra sensibilidad para la ciudad y un derecho distinto a habitarla.
Ciertamente esa otra cultura no es representativa, pero ni aspira a ello ni necesita serlo: no pretende representar a unos o a otros sino al mundo en otros términos. Es una cultura que elabora un relato distinto de nuestras ciudades: de aquello que son y que el oficialismo invisibiliza y desoye; de aquello que pudieran ser y que la cultura distraída y dominante es incapaz de atisbar. La cultura ha desbordado sus límites en esos lugares y se ha diseminado hacia la ciudad, en busca de un aprendizaje emancipador que nos ayuda a imaginar cómo podría ser una ciudad diferente, una sociedad distinta. Las respuestas sabidas a las preguntas que ya conocíamos se han quedado hace tiempo sin potencia política; la experimentación de esos lugares nos desafía con nuevas preguntas para tomar parte en la reinvención del mundo y nos proporciona los materiales para darle respuesta: sin ella el aire que respiramos seguirá siendo el mismo de siempre, de ahí el valor de esa (otra) cultura.