Nuestro modelo de desarrollo condenó a muchas regiones al abandono. En Europa el camino era el contrario
JULIO LLAMAZARES | ElPaís.es
Desde 1960, cuando comenzó en España el éxodo del campo a la ciudad, cientos de aldeas han desaparecido o se han convertido en fantasmas al modo de la Comala de Rulfo. Se calcula que en nuestro país son ya más de 3.000 los núcleos deshabitados y que en los próximos años otros tantos lo serán también.
Nuestro particular modelo de desarrollo, que primó la industrialización de cuatro o cinco ciudades grandes y la expansión de la periferia, especialmente del arco mediterráneo, en perjuicio del resto del país, condenó a muchas de sus regiones, sobre todo a las más montañosas o las que, por la razón que fuera, habían quedado más atrasadas, al abandono y a la despoblación. Así, cientos de aldeas de Aragón, de la Castilla más montañosa (Guadalajara y Soria sobre todo), de Galicia, de Asturias, de León, fueron quedando deshabitadas, desapareciendo físicamente incluso bastantes de ellas. El espectáculo de sus ruinas tomadas por la maleza está al alcance de todos.
Que sea el negocio el que los redima y que este venga del extranjero no hace sino más triste la historia de esos lugares
Durante mucho tiempo, no obstante, el fenómeno sólo le interesó a los vecinos de esos lugares y a cuatro o cinco románticos para los que el espectáculo de las aldeas abandonadas constituía toda una metáfora de este país. Porque, mientras sus ciudades y algunas zonas privilegiadas avanzaban en la historia viento en popa convertidas en los espejos de su presunta modernidad y riqueza, miles de pueblos y aldeas quedaban en el olvido, discriminados por su pobreza o su lejanía. Mejor todos reunidos en ciudades que diseminados por la geografía española, que es más caro para el erario público. Mientras tanto, en Europa el modelo que se seguía era el contrario, es decir, el de promover con la economía el equilibrio geográfico del país de manera que ninguna región quedara desfavorecida ni ningún pueblo tuviera que desaparecer. Por eso es difícil hallar en esos países lugares deshabitados del todo, por lo menos en la medida española, y por eso ocurre que a sus habitantes les resulte exótico ver un pueblo abandonado por completo, algo que para nosotros es tan común.
Últimamente, además, aparte de la curiosidad, el interés de ciertos extranjeros por nuestros pueblos deshabitados tiene una razón distinta. Determinados grupos de inversores han visto una posibilidad de negocio en la compra de esas aldeas abandonadas por sus vecinos, bien sea para convertirlas en centros de vacaciones, bien para dedicar sus terrenos a cotos de caza o para especular con ellos. El dinero que llega de sus manos es para unos vecinos que en muchos casos hace ya mucho tiempo que abandonaron sus pueblos, que incluso los aborrecen por la pobreza que en ellos sufrieron, un argumento imbatible para vencer ciertas ataduras que solo entiende la gente que durante generaciones y siglos vivió en el mismo lugar.
El fenómeno está empezando a producirse, pero ya ha generado cierta atención mediática como antes sucediera con la ocupación de algunas aldeas por grupos alternativos, lo que está contribuyendo de paso a que los españoles vuelvan la vista hacia unos lugares para muchos desconocidos del todo porque en España la modernidad y el progreso se han confundido con el desprecio de lo rural y lo menos rico. Una actitud que delata el complejo que en el fondo aquí se tiene respecto a otros países europeos (que, paradójicamente, son los que muestran más respeto hacia sus pueblos: los italianos o los franceses no tienen que demostrarle a nadie que son modernos) y que hace que a día de hoy la mayoría de la población española ni siquiera se haya enterado de que, mientras ellos hacen su vida, miles de pueblos quedan abandonados como Comalas sin redención. Que sea el negocio el que los redima y que este venga del extranjero no hace sino más triste la triste historia de esos lugares y de las gentes que los habitaron.