Santiago Eraso 2/12/2012
No cabe duda que la vitalidad democrática de la sociedad depende de nuestra cultura política, de nuestra capacidad de discernimiento, imaginación, opinión, crítica y decisión. Y estas se reafirman más cuando tenemos acceso a la educación y la cultura, que además se transforman cuando las formas artísticas más comprometidas con su tiempo activan su potencia estética y política.
En ambos foros se planteó con crudeza el desolador escenario en el que se encuentra la financiación de la cultura y, específicamente, aquella que se produce desde una concepción social y transformadora. Los especialistas del mundo del arte afirmaban en sus conclusiones que cuando se promueve el conocimiento, el arte y la cultura desde la infancia, se produce un mayor desarrollo de todas las áreas de la sociedad. Añadian también que, por tanto, esta manera de entender la cultura como inversión social debía tener importantes aportaciones públicas, porque contribuye al desarrollo integral del ser humano y hace que los seres humanos puedan ser más libres.
No cabe duda que la vitalidad democrática de la sociedad depende de nuestra cultura política, de nuestra capacidad de discernimiento, imaginación, opinión, crítica y decisión. Y estas se reafirman más cuando tenemos acceso a la educación y la cultura, que además se transforman cuando las formas artísticas más comprometidas con su tiempo activan su potencia estética y política. Algunos de los asistentes a las reuniones pertenecíamos a una generación de gestores culturales para los que abrir una guardería, inaugurar una casa de cultura o centro cívico, celebrar la apertura de nuevos museos, centros de arte o teatros públicos, era un logro democrático que se consiguió con la perseverancia de muchas luchas de la sociedad civil ciudadana y de la clase política más comprometida con la regeneración democrática.
Sin embargo, en el Foro de Industrias Culturales, el Secretario de Estado de Cultura, José María Lasalle, reclamó sin tapujos que, frente al excesivo intervencionismo de la administración pública, la sociedad civil –eufemismo de iniciativa privada económica- debiera ser quien, gracias a su eficacia empresarial y mediante una Ley de Mecenazgo adecuada, asumiera la mayor responsabilidad en la financiación y la gestion de la cultura y el arte. Por el tono de la afirmación y los comentarios añadidos, más allá de las buenas palabras sobre el papel que todavía debe tener el Estado en el mantenimiento de la cultura, se anunciaba una estrategia de liberalización paulatina y definitiva del sector. Por lo menos ese era el comentario general de muchos asistentes: se acabó la cultura entendida como bien público.
Ahora parece que las fundaciones privadas de entidades bancarias, empresas de seguros, multinacionales y otros grandes conglomerados industriales, en muchos casos, de dudosa trayectoria, vienen a rescatarnos del “Mal Estado Cultural”, para iluminar con sus fuegos de artificio -estrategia publicitaria y venta de productos- la salida hacia un nuevo camino que permitirá, de la mano de la generosa filantropía, salvar el arte y la cultura.
Por tanto, la cuestión central del debate actual sobre el futuro del arte y la cultura pasa por definir y decidir a quién corresponde sustentar la parte principal de su economía. Tal vez aquí esté el centro de discusión, porque puede que partamos de visones antagónicas que surgen de diagnósticos contrapuestos. Porque, ¿a qué arte y cultura se refieren estos salvadores?, ¿desde dónde hablan?, ¿qué objetivos reales persiguen?, ¿qué hay detrás de su generosidad? Y sobre todo, ¿qué significado tienen sus palabras, más allá de la retórica?
Parafraseando a Elias Canetti, antes de tomar partido habría que recuperar la conciencia de las palabras, ahondar en ellas en busca de su responsabilidad, porque los seres humanos se hablan unos con otros como decía su maestro Karl Kraus, pero pocas veces se entienden. Por poner un ejemplo entre otros muchos, sin ir más lejos, en la página Web de la Fundación Banco Santander, patrocinador de dichos encuentros, se puede leer con perpeplejidad que entre sus objetivos está desarrollar programas sostenibles que ayuden a crear una sociedad más justa, equitativa y sostenible. Pero, en fin, no hay más que leer los periódicos -incluso los que más fielmente sirven a sus intereses- para darse cuenta que, al mismo tiempo que venden paraísos, sus políticas económicas siguen generando infiernos. Utilizan la cultura como propaganda para camuflar sus auténticos intereses y hacernos creer que su generosidad es desinteresada.
Esta es la situación, parece ser que todo indica que si los profesionales de la cultura queremos seguir trabajando, nos tenemos que dejar seducir por los cantos de sirena emitidos por los mismos monstruos que nos están desmantelando lo poco que queda de la sociedad del bienestar; y, en consecuencia, también el ecosistema cultural financiado por los recursos públicos que, pese a ciertos errores de gestión y determinados excesos, garantizan el acceso democrático a los bienes culturales. Y en lugar de levantarnos a exigir el derecho a la cultura, aceptemos sin rechistar los hechos consumados.