La educación no es cuestión de héroes solitarios, sino una labor de equipo. Es más, no de equipo, sino de equipos. ¿Nos ponemos?
Carlos Arroyo en ElPaís
Tenía miedo cuando entré por primera vez en un aula para dar clase, hace más de 30 años. En realidad, tenía miedos. Miedo de no dar la talla y no cumplir con mis responsabilidades (tampoco sabía con precisión cuáles eran mis responsabilidades), miedo de que los alumnos se aburrieran si no sabía transmitirles las maravillas que tenían que aprender, miedo de que se me revolucionaran y armaran la de San Quintín (de buen rollo o de mal rollo, eso me daba igual), miedo de que los compañeros pensaran que vaya birria de jovenzuelo habían mandado, miedo a que el director me pillara en no sé qué renuncio y miedo de que los padres cuestionaran mi trabajo con sus hijos por cualquier motivo.
Supongo que disimularía, pero seguro que mis colegas de aquel colegio algo notaron. Pero la cosa cambió rápidamente, porque tuve la suerte de descubrir, en apenas un par de semanas, un antídoto universal, algo que erradicó simultáneamente todos mis miedos.
Es un antídoto sencillo de describir, pero no siempre fácil de conseguir:establecer una relación emocional positiva con mis alumnos. Lo cierto es que romper las barreras psicológicas con los alumnos, verlos como personas a las que debía respetar, tratar de entender y ayudar, y no como obstáculos para mi tranquilidad profesional, trajo como consecuencia que toda aquella amenazante batería de temores de novato se esfumó como por arte de magia. Me convertí psicológicamente en veterano en cuanto aislé en mi mente a los alumnos verdaderamente problemáticos y, como consecuencia, dejé de verlos a todos como una fuente genérica de problemas e inquietudes.
Descubrí que conocer a fondo a los alumnos, si es posible uno por uno, no solo como grupo, hace infinitamente más grata la profesión docente. Porque educar a 30 o 40 chicos es muy difícil, pero educarlos uno a uno está a nuestro alcance en la mayoría de los casos. Es una cuestión de enfoque mental, aunque parezca una simple frasecita.
Al poco tiempo de mi debut conocí a varios maestros ejemplares, especialmente dos: Juana Madrid Calzada y Abilio Ruiz Villar. Lo primero que me sorprendió de ellos fue que, a pesar de que era muy novato, me mostraron un respeto profesional e intelectual que yo consideraba más bien inmerecido. Lo siguiente fue que me acogieron afectivamente con todas las puertas abiertas. Hablábamos, hablábamos y hablábamos. Ellos formaban parte de un proyecto de lo que entonces se llamaba “Dirección Colegiada” y, sin pensárselo dos veces, me propusieron integrarme en ella. Enseguida me di cuenta de lo facilísimo que esdirigir algo burocráticamente (potestas) y lo difícil que es hacerlo con liderazgo profesional y moral (auctoritas). Hay tantos ejemplos a poco que levantemos la vista…
Con ellos compartía, entre otras cosas, el respeto y la dedicación a los alumnos, pero hubo una lección más sutil, que quizá no habría captado con naturalidad de no ser por ellos: que es posible tener criterio y, llegado el caso, pedir consejo, reconocer errores, admitir la propia incapacidad o mostrar dudas sin disimulos. Ellos iban al fondo de las cosas, no a las apariencias. Muchos años después leí que Ortega y Gasset había dicho (refiriéndose a los argentinos): “¡A las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos”. Es justo lo que hacían ellos, pero en España. He buscado, pero no veo muchos casos parecidos. Ahora, menos que antes.
Aunque la experiencia compartida con estos dos grandes maestros daría para mucho, debo destacar que también me enseñaron algo tan importante como difícil de aceptar en la práctica (en teoría es muy fácil): que la educación no es cuestión de héroes solitarios, sino una labor de equipo. Es más, no de equipo, sino de equipos. Sé que a muchos lectores les sonará como si descubriéramos la rueda, y quizá para algunos profesores una fantasía para docentes asiáticos. Pero estoy convencido de que, si lo aplicáramos de veras a la educación no universitaria, estaríamos dando un gran paso adelante. (De la Universidad ni hablo, porque, con excepciones, hablar hoy de su coordinación docente es un cuento de hadas).
Pero en fin, vayamos a las cosas, a las cosas. ¿Por qué la educación debería ser un trabajo en equipo? Veo al menos una decena de razones, cada una de las cuales daría para un ensayo, pero me ceñiré a una enumeración:
1. Porque, si trabajamos en equipo, lo que no veo yo lo ves tú o lo ve ella, y lo que no ves tú ni ella lo veo yo. Y así mejoramos todos.
2. Porque uno se forma en nuevas tecnologías, otro actualiza sus lecturas sobre neurociencia, un tercero trabaja en la gestión de conflictos y un cuarto ha hecho un mapa mental de las reglas de acentuación, con lo que todos nos enriquecemos mutuamente.
3. Porque los profesores deben compartir no solo ciertas normas, sino también cierta longitud de onda para que el efecto de su trabajo sea más consistente y profundo en los alumnos.
4. Porque conocer bien a los alumnos de cuatro o cinco grupos de 35 o 40 chicos de secundaria es imposible sin ayuda mutua. Y no conocerlos es uniformizarlos y, por lo tanto, ir muchas veces a ciegas y dilapidar su potencial de aprendizaje.
5. Porque la educación tiene un alto ingrediente psicológico y emocional que un profesional por sí solo no siempre puede objetivar con solvencia. Si educar fuera solo transmitir objetivamente contenidos, ni necesitaríamos trabajo en equipo ni necesitaríamos equipos. Bastaría con contenidos bien planteados. Pero me temo que esto va de personas (jóvenes, para mayor desafío).
6. Porque todos los profesores deberían tener un espejo en el que mirarse a sí mismos y un buen escaparate en el que mirar a los demás. Necesitamos evaluación y emulación, no el espejo de la madrastra de Blancanieves para que nos diga lo guapos que somos.
7. Porque el entorno de desempeño profesional, entre las cuatro paredes de un aula, es muy poco transparente, demasiado cerrado, lo que impide conocer experiencias facilitadoras o inspiradoras llevadas a cabo por otros profesionales. Algún día habrá que refutar el concepto de la libertad de cátedra de algunos docentes, más parecido a la patente de corso y al oscurantismo profesional que a la original idea protectora de la libertad intelectual.
8. Porque los conflictos que inevitablemente surgen en el aula generan ansiedad y estrés profesional, además de un notable sentimiento de aislamiento psicológico, que conviene romper, simplemente para trabajar más a gusto. Por no hablar de cuando se necesita ayuda exterior para canalizar situaciones conflictivas.
9. Porque los profesores no se sienten respaldados en absoluto por la Administración, así que no está nada mal que, mientras se alinean esos planetas administrativos, se apoyen unos a otros, profesional y humanamente. Y para que eso sea así, no basta con saludarse cordialmente por los pasillos a la carrera entre clase y clase.
10. Porque el trabajo del héroe solitario puede estar bien para Batman, pero acaba con la vocación de los profesores. El sentimiento de soledad y abandono es diabólico y contribuye a la degradación profesional de cualquiera.
Dicho todo lo anterior, imagino que una de las objeciones inmediatas que pueden surgir es la falta de tiempo para hacer equipos. No es un motivo absurdo, pero es una floja coartada. Creo que el verdadero impedimento, como me enseñaron esos dos grandes maestros, es el ego