Martin Seligman se preguntó qué motivaciones llevaban a las personas a reaccionar de diferente manera ante las adversidades que van encontrando en sus vidas. Mientras unas personas son capaces de enfrentarse a sus problemas sin venirse abajo por muy duros que estos fueran, otras son incapaces de hacer frente a los mismos sin hundirse, por pequeños que sean.
Como los perros del experimento de Seligman, aunque suframos y nos duela ser lo que somos dentro del capitalismo, hemos renunciado por completo a escapar de él, y hemos aprendido a no luchar por ello, sino simplemente a resignarnos en nuestro dolor y nuestro sufrimiento, el que vivamos, o el que podamos vivir en un futuro.
1 No vale la pena hacer nada, porque haga lo que haga nada cambiará
Martin Seligman (1991)1 se preguntó qué motivaciones llevaban a las personas a reaccionar de diferente manera ante las adversidades que van encontrando en sus vidas. Mientras unas personas son capaces de enfrentarse a sus problemas sin venirse abajo por muy duros que estos fueran, otras son incapaces de hacer frente a los mismos sin hundirse, por pequeños que sean.
El autor, en sus investigaciones, trató de buscar en las propias experiencias vitales de las personas una respuesta a dicho interrogante. Una de sus conclusiones fue que las personas, sobre todo en etapas tempranas de la vida, cuando se han visto acorraladas en situaciones altamente aversivas ante las cuales no podían reaccionar o huir, aprenden a sentirse desamparadas y a dejar de confiar en su propia valía para poder escapar de los problemas que tengan que afrontar. Es decir, uno aprende, consciente o inconscientemente, a quedarse paralizado frente a determinadas situaciones problemáticas ante las cuales parece no haber salida: se aprende a ser indefenso apriori.
Este desamparo aprendido, esta indefensión apriori, está acompañado además de pensamientos destructivos, que finalmente son los que ejercen como determinantes finales de las conductas que los sujetos asumen cuando deben hacer frente a algún problema, especialmente cuando este parece no tener una solución fácil. Las conductas que acaban por asumir las personas que se encuentran en esta situación, según el mencionado autor, son: la reacción de bajar los brazos y darse por vencidas, el no asumir la responsabilidad de producir cambios y el no contestar frente a las adversidades.
En pocas palabras, estas personas aprenden a enfrentar sus problemas, especialmente cuando estos son graves y de difícil solución, con resignación absoluta y a no hacer nada para salir de ellos. Esto sucede, según Seligman, porque han construido, sin quererlo, una paralizante teoría: la creencia de que no vale la pena hacer nada, porque haga lo que haga nada cambiará.
¿Les suena de algo semejante pensamiento?, ¿tiene alguna relación con el normal discurrir de la vida política? , ¿lo han escuchado alguna vez en boca de sus semejantes?
No es la psicología pura, claro, lo que nos interesa en este punto, sino las implicaciones que este tipo de pensamientos, y sus consecuentes conductas asociadas, tienen para con la vida de las personas, y en especial para con la implicación (o no) de estas en proyectos políticos con aspiraciones revolucionarias. Pese a la necesidad de explicar lo anterior como elemento introductorio, no queremos hablar en este texto, pues, de problemas individuales, sino de problemas colectivos que, como tales, requieren de soluciones colectivas, tal cual es el caso, por ejemplo, de la participación activa en una revolución política con la que derribar un sistema injusto.
2 No merece la pena luchar políticamente por cambiar las cosas, nada cambiará
Vista la sociedad en la que vivimos, pareciera que el comportamiento que estas personas “indefensas” asumen para la resolución de sus problemas individuales se extiende también a los comportamientos asumidos por la mayoría para dar solución a los problemas colectivos, como bien demuestra el hecho de que, pese a los múltiples abusos que vienen sufriendo las clases trabajadoras en estos últimos años, la implicación política de la mayoría en un verdadero proyecto de cambio revolucionario que pueda poner fin a estos abusos, sigue siendo cosa de una minoría, y además es precisamente esa “mayoría silenciosa”, la que, con su resignación y su aceptación del discurso dominante, que justifica y legitima estos abusos, determina en última instancia que no se produzcan cambios reales en el orden político y social vigente. Pareciera, en definitiva, que la mayoría social se comporta políticamente reproduciendo las conductas típicas de estas personas que han aprendido a sentirse indefensas frente a la resolución de sus problemas individuales: bajando los brazos, evitando asumir responsabilidades para generar cambios y no enfrentándose al orden establecido, el mismo orden que es responsable de los abusos que, como trabajadores, vienen sufriendo.
“Para qué luchar, si nada va a cambiar”, “yo no puedo hacer nada para que las cosas cambien”, “todo esto es perder el tiempo, nada cambiará mientras los que tienen el poder no quieran que haya cambios”, “la teoría es muy bonita, pero en la práctica eso no sirve de nada, porque nada podemos hacer nosotros, ciudadanos sin poder, para que las cosas cambien”.
¿Cuántas veces nos hemos tenido que cruzar con personas que, una vez expuestos toda un serie de razonamientos sobre el macabro funcionamiento del sistema capitalista, y sus devastadores efectos para con la vida y los derechos de las personas, nos han respondido con alguna de las expresiones anteriores, u otras de carácter similar?, ¿cuántas veces una respuesta así ha zanjado una discusión política en la que nos hayamos visto envueltos, y aunque hayamos dado sobrados argumentos para demostrar que es necesario un cambio político y económico si lo que se quiere es acabar con los múltiples problemas en los que se ven implicados las clases trabajadoras por obra y gracia del sistema capitalista actual? Si la experiencia del lector es similar a la mía, seguro que bastantes.
La creencia de que no merece la pena hacer nada por cambiar las cosas que creemos injustas, e incluso por aquellas cosas de la política o la macroeconomía que nos están afectando directamente como trabajadores y trabajadoras, la creencia de que nada cambiará por más que se intente mientras no sean los “poderosos” quienes quieran que las cosas cambien, es una creencia extensamente desarrollada entre nuestros conciudadanos y conciudadanas de clases trabajadoras. Podemos confirmarlo cada día en el laboratorio de nuestras vidas cotidianas, a poco que nos dediquemos a hablar de política con nuestros familiares, amigos, conocidos, etc., etc. Una creencia esta absolutamente paralizante y que lleva a la gente a asumir como ideal la pura resignación política, esto es, a no luchar más que por proteger aquellas pocas cosas que posean, y a no implicarse en nada que tenga que ver con la lucha política organizada y revolucionaria. Una creencia, huelga decirlo, que vuelve a la gente temerosa y pasiva, que los convierte en sujetos alienados que nada hacen por luchar contra aquellas cosas del orden político y social establecido que les afectan negativamente, incluso cuando están siendo directamente afectados.
3 Las personas tienden a defender un sistema injusto, ¿culpa de las personas o del sistema?
Tal fenómeno no ha pasado, claro, desapercibido para la ciencia psicológica, y no han faltado investigadores que han tratado de buscar respuestas a estos comportamientos mayoritarios. Según una teoría de la psicología cognitiva conocida como “justificación del sistema”, los seres humanos tienden a defender los sistemas en los que están inmersos, aunque éstos sean corruptos o injustos. Una investigación realizada por psicólogos estadounidenses ha revelado que esta actitud se da principalmente bajo cuatro condiciones: cuando el sistema está amenazado, cuando se depende del sistema, cuando resulta imposible escapar al sistema o cuando los individuos pueden ejercer un escaso control personal. Los resultados de este estudio, aseguran sus autores, explicarían porqué las poblaciones, a menudo, no se alzan contra situaciones que dañan sus propios intereses.
El estudio en cuestión, cuyas conclusiones fueron expuestas en un artículo aparecido a finales de 2011 en la publicación Current Directions in Psychological Science, editada por la Association for Psychological Science (APS) de Estados Unidos, arroja, supuestamente, luz sobre las condiciones que determinan la tendencia de los individuos a defender su status quo, aunque éste no les merezca la pena, esto es, a defender un sistema injusto donde son ellos quienes, precisamente, sufren estas injusticias. El artículo es autoría del psicólogo de la Fuqua School of Business de la Universidad de Duke, en Estados Unidos, Aaron C. Kay, y de su colaborador, el estudiante de graduado de la Universidad de Waterloo, en Canadá, Justin Friesen.
Las conclusiones de estos autores fueron las siguientes:
En primer lugar, los científicos constataron que, efectivamente, cuando los seres humanos se sienten amenazados, se defienden a sí mismos, y también a sus sistemas. En segundo lugar, las personas también tienden a defender los sistemas si dependen de ellos. En tercer lugar, si sentimos que no podemos escapar de un sistema, nos adaptamos. Para hacerlo, desarrollamos sentimientos de aprobación hacia situaciones que, de otra manera, consideraríamos indeseables. Por último, en cuanto al control personal, los investigadores afirman que cuanto menos control tenga un individuo sobre su propia vida, más apoyará a su sistema y a sus líderes, porque éstos le aportarán un sentido de orden.
Cada una de estas afirmaciones fue “demostrada” mediante una serie de ejemplos y experimentos que los autores citan en sus artículo. Por ejemplo, en el primer caso, Kay y Friesen ponen un ejemplo muy claro: antes de los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, las valoraciones de las encuestas populares sobre el entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, estaban por los suelos. Pero cuando los aviones se estrellaron contra el World Trade Center, enseguida aumentaron las valoraciones sobre el presidente. Según los investigadores, esto se debe a que, en tiempos de crisis, la gente quiere creer que el sistema funciona. La segunda conclusión quedó demostrada en uno de los experimentos revisados por Kay y Friesen, en el que se hizo que una serie de estudiantes se sintieran dependientes de su universidad. Una vez alcanzada esta situación, los estudiantes defendieron las políticas de financiación de sus universidades, a pesar de que desaprobaron las mismas políticas cuando éstas provenían del gobierno, situación que no les afectaba directamente. Para el tercer supuesto, los autores hacen referencia a un estudio en el que se dijo a una serie de participantes que los salarios de los hombres en su país eran un 20% superiores a los de las mujeres. En lugar de reconocer esta situación como injusta, aquellos participantes que sentían que no podían emigrar del país o cambiar de situación señalaron que la diferencia salarial tenía su origen en diferencias innatas entre los sexos, no en una deficiencia del sistema. Asumido todo lo anterior el artículo señala que “si se pretende comprender cómo conseguir que se produzcan cambios sociales, se deben entender las condiciones que hacen que la gente se resista a esos cambios, así como qué factores harían que la gente admitiese que dichos cambios son necesarios”.
Desde luego, si la intención de los autores era esa, en poco o nada pueden ayudarnos sus investigaciones. No hace falta ser ningún experto en psicología, y mucho menos realizar un estudio al respecto, para saber que la mayoría de las personas que nos rodean asumen y justifican las injusticias del sistema, incluso cuando ellos mismos se están viendo afectados por tales injusticias. Para ello, como se decía antes, basta con dialogar con nuestros conciudadanos, máxime en periodos históricos como el actual, donde los ataques a los derechos de las clases trabajadoras, así como las situaciones de injusticia social, están a la orden del día y son cada vez más generalizados y generalizadas. Lo que el estudio de estos autores demuestra no es más que, precisamente, que el sistema injusto que nos envuelve no solo es efectivo para generar injusticia, sino también para lograr que la gente, pese a ello, no se rebele contra él. Nada nuevo bajo el sol, pues.
Detallar las razones que, dentro del marco de un determinado sistema, hacen a las personas sumisas y alienadas, en nada ayuda a entender el porqué de esta sumisión y alienación, simplemente sirve para eso: para demostrar que la mayoría de las personas son sumisas y viven alienadas para con el sistema vigente. De hecho, tal estudio hubiese dado unos resultados similares en cualquier cultura, ya que lo primero que cualquier ser humano aprende mediante su sistema de socialización es a reproducir los valores propios del sistema, así como a justificarlos y defenderlos incluso cuando se están viendo negativamente afectados por ellos. Como demuestran multitud de estudios antropológicos, toda cultura, todo sistema, tiene su propio código de valores hegemónico, que, entre otras cosas, sirve para defender y legitimar el orden social establecido. No lo digo yo, lo dicen todo tipo de autores y estudiosos de la antropología, e incluso también de la sociología y la historia.
Si no entramos, pues, a analizar en profundidad cómo y porqué cada sistema va generando a lo largo de su propio proceso histórico estos sistema de valores hegemónicos, de nada servirá decir que las personas, dentro de él, se comportan de esta o aquella manera: estas personas no se están comportando más que como, precisamente, el sistema espera que se comporten. Y no por casualidad, sino por el propio interés del sistema en que el orden social se mantenga estable. Entre otras cosas, estos códigos de valores hegemónicos son consecuencia, como bien explica el materialismo histórico, de las relaciones de clase; de la lucha de clases. Lo que las personas aprenden desde su más tierna infancia no es algo que surja de la nada, sino que es consecuencia de una realidad social, y es el producto de la misma. Si esta realidad social es una sociedad dividida en clases sociales antagónicas, el código de valores reinante será también el producto de la misma. Y más concretamente será el resultado de los designios de aquella clase social que detenta el poder, tanto el económico como el político, y muy especialmente el control sobre el sistema educativo, formativo e informativo de la sociedad en cuestión.
El marxismo explica esta relación mediante el concepto de “superestructura”. La tesis básica del materialismo histórico es que la superestructura (en alemán: überbau) depende de las condiciones económicas en las que vive cada sociedad, de los medios y fuerzas productivas (infraestructura). La superestructura no tiene una historia propia, independiente, sino que está en función de los intereses de clase de los grupos (clase/s dominante/s) que la han creado. Los cambios en la superestructura son consecuencia de los cambios en la infraestructura. La completa comprensión de cada uno de los elementos de la superestructura sólo se puede realizar con la comprensión de la estructura y cambios económicos que se encuentran a su base. De igual modo, en última instancia, no es posible la independencia de la mente humana, del pensamiento, respecto de las condiciones materiales específicas en las cuales está inmersa la sociedad.
¿Sirve de algo, pues, detallar el porqué las personas se muestran sumisas y serviciales al sistema, sino se explica de qué modo este sistema es capaz de hacer que las personas se muestren sumisas y serviciales? Obviamente, no mucho. Ya sabemos que la mayoría social tiende a defender y justificar el sistema vigente, incluso yendo en contra de sus propios intereses de clase. Pero, ¿por qué? He ahí, en todo caso, la cuestión realmente interesante. Los autores del estudio anterior, sin embargo, prefieren no analizarlo. Más que un estudio científico, pareciera una más de las múltiples armas del sistema para autojustificarse y evitar cualquier tentativa de cambio revolucionario. Una justificación, en este caso científica, para que las personas sigan creyendo fielmente aquello de “haga lo que haga, nada cambiará”. Una justificación para que la indefensión aprendida que rige como mayoritaria en nuestra actual sociedad, se mantenga estable e intacta: que no decaiga.
4 Indefensión aprendida o cómo convertir a las personas en sujetos incapaces
Como nuestra intención es, precisamente, toda la contraria, trataremos ahora, pues, de analizar el porqué se generan estos comportamientos sumisos y alienados, y más en concreto cómo es posible que, con todo lo que está pasando, con los continuos ataques que vienen sufriendo los derechos e intereses de las clases trabajadoras, no haya una reacción mayoritaria para cambiar el sistema capitalista, responsable de tal situación, es decir, que la mayoría social siga anclada en esa indefensión aprendida de la que hemos venido hablando.
Curiosamente, los autores del estudio anteriormente mencionado, aunque con otras palabras, mencionan tal situación de indefensión como una de las razones por las que las personas se muestran sumisas y alienadas al sistema, cuando nos dicen que, según su estudio, las personas, si sentimos que no podemos escapar de un sistema, nos adaptamos. Justamente eso es la indefensión aprendida: sabemos que tenemos un problema, pero, como creemos que no poder hacer nada para combatirlo y superarlo, simplemente nos resignamos y nos adaptamos a nuestra situación, sin hacer nada por superarlo.
Overmier y Seligman (1.967)2 y Seligman y Maier (1.967)3 realizaron una serie de experimentos de laboratorio con perros, a los que exponían a shocks eléctricos inescapables o inevitables. Posteriormente, 24 horas más tarde, los perros fueron sometidos a una tarea de aprendizaje de conductas de escape/evitación en una caja de salto. La respuesta que se exigía a los perros consistía en saltar de un compartimiento a otro de la caja de salto, para evitar o escapar de la estimulación aversiva. Los resultados obtenidos indicaron que los perros sometidos a shocks eléctricos inescapables, mostraban graves deterioros en el aprendizaje de nuevas conductas para evitar o escapar de shocks contingentes a las mismas. Además, estos perros, después de los primeros ensayos, no hicieron ningún movimiento para escapar, aguantando pasivamente los shocks eléctricos. Si accidentalmente alguna vez lograban escapar, esta conducta no resultaba “aprendida” por dichos perros, al contrario de lo que ocurría con aquellos perros del grupo de control, a los que primero se les había enseñado a escapar, y después se les sometía a los shock eléctricos, con posibilidad de escape. Así, estos autores propusieron el fenómeno de la Indefensión Aprendida (learned helplessness), que postulaba, como nivel iniciar de investigación, que cuando los organismos son sometidos a situaciones de incontrolabilidad, éstos, posteriormente, mostrarán una serie de déficits en la adquisición de respuestas exitosas. Para conocer más sobre el experimento pueden consultar: http://www.ucm.es/info/psisalud/carmelo/PUBLICACIONES_pdf/1981-IA%20Modelo%20Exptal%20Animal.pdf
Posteriormente, el propio Seligman, tal y como hemos podido comprobar al inicio de este artículo, realizó algunos experimentos para comprobar el alcance de sus teorías en seres humanos. Otros autores hicieron también una serie de experimentos para profundizar en la aplicación de este concepto a la conducta humana. Como este artículo no versa sobre psicología, nos limitaremos a comentar los resultados, sugiriendo al lector que busque información al respecto en la red o en cualquier biblioteca si fuese su interés profundizar en este tema. Los diversos autores llegaron a la conclusión de que, en seres humanos, también se genera tal indefensión aprendida, y que, en este caso, sería consecuencia del deterioro de las expectativas. Cuando el sujeto piensa que sus expectativas de éxito para escapar o resolver un problema son bajas (o nulas), se genera la indefensión. Se da una incontingencia objetiva (falta de relación entre la conducta y los cambios ambientales), el sujeto percibe esta incontingencia y produce una expectativa a dicha incontingencia, lo cuál produciría la indefensión aprendida. Entre los déficits producidos por tal indefensión aprendida se encuentran: Motivacionales: Se produce una reducción del incentivo para realizar respuestas voluntarias. Se reduce la motivación para controlar las consecuencias, y operativamente se observa una mayor latencia de respuesta y un menor numero de respuestas exitosas. Cognitivos: El aprendizaje de que unas consecuencias no están relacionadas a unas respuestas, interfiere proactivamente con el aprendizaje futuro de que las consecuencias están relacionadas a las respuestas, y operativamente se produce un retraso o interferencia en el aprendizaje posterior de las relaciones de contingencia.
Esto es, los sujetos que desarrollan este tipo de conductas de indefensión aprendida, no solamente se vuelven reacios a buscar soluciones para sus problemas, sino que también tienden a creer que no existe relación directa entre las causas de sus problemas y los efectos de los mismos, o, mejor dicho, que no existe relación directa entre el empeño que ellos pongan en solucionar sus problemas, y la posibilidad de éxito que tengan en tal tarea. Simplemente asumen que los problemas están dados, y que, como tales, no queda más que aceptarlos con resignación, pues no son ellos quienes pueden resolverlos. Existe un vídeo en la red donde este tipo de comportamientos adquiridos se explica de manera clara y sencilla, a través de un “experimento” de una profesora en clase con sus alumnos.
El experimento en cuestión consiste en dar a toda la clase una hoja con unas palabras desordenadas, y pedir a los alumnos que inviertan el orden de las palabras para obtener alguna otra palabra que tenga sentido. En concreto, la hoja tiene tres palabras. Los alumnos deben analizar cada palabra una a una, según les va indicando la profesora, y en cada turno levantar la mano una vez han invertido la palabra en cuestión y han encontrado otra con sentido.
El “truco” del experimento está en que, sin que los alumnos lo sepan, las hojas que se reparten no son iguales para todos ellos: las dos primeras palabras son diferentes de unos alumnos a otros, mientras que la única que es común para todos es la tercera. Mientras que a los alumnos de la parte derecha de la clase se les entrega una hoja donde las dos primeras palabras son fácilmente invertibles para encontrar otra palabra con sentido, a los alumnos de la parte izquierda se les entregan hojas donde las dos primeras palabras simplemente son imposibles de invertir para sacar de ellas alguna otra palabra con sentido.
Así, durante el turno de las dos primeras palabras, cuando la profesora da orden de que una vez hayan encontrado esa palabra levanten la mano, la mayoría de alumnos de la parte derecha levantan rápidamente la mano, mientras que los alumnos de la parte izquierda no pueden hacerlo, ya que sencillamente, como decimos, para ellos es imposible realizar lo que la profesora les estaba pidiendo, pues la hoja que la profesora les había entregado no lo permitía, y así no había manera alguna de que pudieran hacerlo, por más que lo intentasen.
La profesora, además, da suficiente tiempo entre turno y turno como para que estos alumnos de la parte izquierda contemplen como sus compañeros de la parte derecha levantan la mano en señal de haber realizado satisfactoriamente lo que la profesora les estaba pidiendo, mientras ellos no podían hacerlo por más que lo habían intentado.
Al llegar el turno para la tercera palabra, esta sí, igual para todos los alumnos, solo los alumnos de la parte derecha levantan la mano, los alumnos de la parte izquierda, otra vez, fueron incapaces de responder satisfactoriamente a lo que se les estaba pidiendo.
La razón: los alumnos de la parte izquierda se habían frustrado durante los dos primeros turnos, al pensar que ellos no podían hacer, eran incapaces de realizar satisfactoriamente, lo que sus compañeros de la parte derecha sí estaban haciendo bien. Llegado el turno de la tercera palabra su falta de confianza en sí mismos, una vez con las dos primeras palabras fueron incapaces de “estar a la altura” de sus compañeros, les impidió realizar satisfactoriamente lo que se les estaba solicitando, mientras que los alumnos de la otra parte, los que habían respondido satisfactoriamente durante los dos primeros turnos, lo hacen sin mayor dificultad.
En el vídeo, son los propios alumnos de esta parte izquierda los que explican cómo se habían sentido -frustrados- durante los dos primeros turnos, y cómo esto les había luego impedido responder satisfactoriamente durante el tercer turno: en solo cinco minutos, y con un sencillo experimento, la profesora había logrado convertirlos en sujetos “indefensos”. Les había inducido, en solo cinco minutos, a que dejasen de confiar en sí mismos, a que bajasen los brazos, y a que fuesen incapaces de enfrentarse al problema planteado, pese a que, en el último caso, y a diferencia de las dos primeras palabras, este sí tenía una solución factible, tanto para los alumnos de la parte derecha, como para los de la parte izquierda, y, de hecho, era la misma solución, con el mismo grado de dificultad, para ambos grupos.
5 Sueños consumistas-capitalistas, frustración e indefensión aprendida
Lo que básicamente viene a demostrar el experimento anterior es, ni más ni menos, lo fácil que resulta inducir a los sujetos para que se acaben comportando como personas indefensas, incluso en casos donde realmente sí existiría una solución factible para afrontar y solucionar sus problemas. Basta con generar, mediante la inducción psicológica, altas dosis de frustración en el sujeto, que este mismo asumirá tal frustración como una falta de valía propia, lo que en el futuro le llevará a actuar en consecuencia, esto es, le hará bajar los brazos y le impedirá buscar soluciones personales y directas para afrontar y resolver sus problemas satisfactoriamente, dando un giro radical a la situación, incluso en aquellos casos donde el problema sí tiene una solución factible.
Así, por ir ya relacionando todos los argumentos y ejemplos expuestos hasta el momento con la búsqueda de explicaciones que nos hemos propuesto como objetivo de estas reflexiones, nuestra tesis es que el consumismo-capitalismo, con su normal funcionamiento, como la profesora del experimento a una parte de sus alumnos, nos convierte en sujeto indefensos, simplemente manipulando la realidad y engañando al sujeto desde su más tiernas infancia, y esperando luego a que esto acabe por dar sus frutos existenciales con el paso del tiempo. El sistema de valores consumista-capitalista, hegemónico actualmente en las sociedad occidentales, nos promete cosas con su publicidad y sus medios de comunicación que, en la mayoría de casos, son inalcanzables para la mayoría de las personas, pero en ningún momento estas promesas nos son presentadas como tales: jamás se nos hace llegar el mensaje, a través de los principales medios formativos e informativos (sistema educativo y grandes medios de comunicación), de que cabiese una mínima posibilidad de que así fuese. Todo es posible en el capitalismo: ese es el mensaje principal que debemos aprender desde críos.
Desde la más tierna infancia nos hacen creer que todos podemos llegar a ser ricos y famosos, personas de éxito socialmente reconocidas. Los niños sueñan con ser futbolistas, las niñas sueñan con ser actrices o cantantes, porque ven en esos iconos lo que desean ser: gente rica y famosa. Luego, durante todas nuestras vidas, nos bombardean con un sin fin de mensajes mediáticos y publicitarios en los que se nos hace creer que, mediante el consumo, podemos aspirar a ser todo aquello que siempre hemos soñado. Ponen famosos en sus anuncios para que nos identifiquemos con ellos y compremos sus productos. Venden mundos de fantasía donde todo es glamour y felicidad, y donde la infelicidad, la frustración, no tienen cabida. Nos hace creer que es posible resolver cualquier problema tan solo con acudir al mercado en busca del producto o el servicio oportuno. Nos guían y nos enseñan que para ser personas de éxito debemos ser como aquellos personajes ricos y famosos que vemos en las pantallas de nuestras televisión, y que, si no lo somos aún, algún día podremos llegar a serlo, solo con seguir los pasos que nos marquen desde esos mismos medios de comunicación. Nos venden el conocido como “sueño americano”, donde cualquier “hijo de vecino” puede pasar desde lo más bajo de la sociedad a lo más alto, y donde, da igual en el nivel social que te encuentres, lo importante es siempre aspirar a tener todo aquello con lo que un día soñamos: fama y dinero, o, al menos, dinero con el que poder comprar en el mercado todo lo que nos apetezca y poder así resolver todos nuestros problemas. El dinero da la felicidad, el dinero lo es todo, y tener mucho dinero es algo que, de una manera o de otra, está al alcance de todos, y no solo de unos pocos privilegiados. Basta con que seas fiel a las ideas de vida que te venden desde los medios, esforzarte mucho en tu empeño por “prosperar” y, si acaso, esperar a tener un poco de suerte, pero no es ningún imposible para nadie, si quiera para los que se encuentran en las peores situación de exclusión social. Todos podemos ser ricos, todos podemos pasar desde lo más bajo de la sociedad, a lo más alto, y, además, ese debe ser nuestro deseo desde la más tierna infancia.
Posteriormente, claro, una vez que van pasando los años y nos damos cuenta de que, en realidad, en la mayoría de los casos, nunca vamos a ser lo que soñamos, que ni vamos a ser ricos, ni famosos, ni vamos a poder ascender en la escala social más allá de ser los hijos de trabajadores y trabajadoras, padres luego de trabajadores y trabajadoras, que siempre fuimos, que tampoco vamos a poder comprar todos esos productos maravillosos con los que alguna vez hemos soñado para ser felices, y que, además, siquiera vamos a poder cambiar lo que somos, ni física, ni estética, ni económicamente, en no pocas ocasiones acabamos frustrados y culpándonos a nosotros mismos de nuestro supuesto fracaso, por no haber sido capaces de alcanzar aquello con lo que un día soñamos y que, creemos, es posible alcanzar para cualquiera.
Pero la realidad, a decir verdad, era otra muy diferente. Simplemente, como en el experimento de la profesora y los alumnos de la parte izquierda, a los hijos de las clases trabajadoras nos habían engañado de entrada, con lo que solo era posible que acabáramos frustrados de salida: las condiciones para que alguna vez pudiéramos llegar a ser todo eso que alguna vez soñamos, para la inmensa mayoría de personas, simplemente no están ni han estado nunca dadas, aunque haya unos pocos entre nuestros semejantes de clase que, por motivos muy concretos, sí pudieron llegar a lograr sus “objetivos”. Pero estos son, han sido y serán siempre una ínfima minoría, tanto que estadísticamente no representarían si quiera un dato a tener en cuenta como relevante en un estudio científico.
El fallo, pues, como en el experimento de la profesora y sus alumnos de la parte izquierda, no está en nosotros, no hemos sido nosotros quienes hemos fallado en nuestro empeño por ser ricos y famosos, por tener los más lujosos productos al alcance de nuestra cuenta corriente, o por llegar en algún momento a vivir con el glamour y los lujos con los que viven todos esos ricos y famosos con los que hemos soñado desde críos. El fallo, sin más, está en las promesas que nos hace el propio sistema que nos explota y humilla como clases trabajadoras, desde su publicidad, su propaganda y sus medios de comunicación de masas.
Pero, a diferencia de lo que ocurre en el caso del experimento, donde la profesora desvela el truco a sus alumnos, y son estos mismos quienes pueden llegar a entender el porqué de su error en la tercera palabra, a nosotros nadie nos desvela el truco consumista-capitalista, muy al contrario, el engaño se reproduce y se reproduce, un día tras otro, en todos los ámbitos mediáticos, propagandísticos y publicitarios, lo que acaba por condicionar la vida de millones y millones de personas, muchos de los cuales, y cada vez con más frecuencia, acaban con aparentes enfermedades mentales como la depresión, la ansiedad, la fobia social, la anorexia, la falta total de confianza en el valor propio, etc. etc, que, en realidad, no son más que la manera que el sujeto tiene de responder ante su propia indefensión.
El sujeto se responsabiliza a sí mismo de su fracaso, y en ningún momento se plantea si, por un casual, lo que ha fallado en realidad no ha sido él, sino esos sueños de riqueza, lujo y glamour, esos sueños consumistas-capitalistas, que en algún momento interiorizó e hizo propios, sin saber que, simplemente, para la inmensa mayoría de las personas son inalcanzables, en tanto que las condiciones para su realización no estaban ya dadas de antemano, ni lo estarán nunca. Nos habían engañado, y lo peor no es eso, sino que, encima, a consecuencia de ello, como a los alumnos del experimento, nos acaban por convertir en sujetos indefensos, incapaces de enfrentar, cuando así lo requiera la situación, la causa de nuestros problemas actuales, que no es, precisamente, el no haber llegado a ser esos ricos y famosos con los que un día soñamos, sino justamente todo lo contrario: el haber soñado con llegar a serlo algún día, legitimando así la existencia de un sistema donde la injusticia es lo que prima, donde para que unos puedan llegar a ser esos ricos y famosos con los que algún día soñamos, otros tienen que vivir en la miseria.
Tal estrategia consumista-capitalista es perfecta para los intereses de las clases dominantes y sus consecuencias devastadoras para el auge de la consciencia de clase entre los sujetos de las clases trabajadoras, una consciencia, como bien expone el marxismo, necesaria en todo proceso revolucionario que aspire realmene a derrocar y cambiar el sistema. En lugar de aprender a luchar contra las injusticias del sistema y por acabar con los privilegios de las clases dominantes explotadoras, siendo, como somos, hijos e hijas de las clases trabajadoras explotadas, en busca de un sistema más justo donde haya una igualdad real de oportunidades para todos y todas, un sistema donde todos y todas podamos desarrollar una vida digna en equidad de condiciones con el resto de nuestros conciudadanos, aprendemos a soñar con ser algún día parte de la clase explotadora. No solo no nos rebelamos, pues, contra las injusticias del sistema, sino que nuestro sueño es formar parte de la clase que mayor interés tiene por perpetuarlas, aún a costa de que esas injusticias se vuelvan, antes o después, en nuestra contra, que finalmente es algo que tiene mucho más visos de ocurrir, es mucho más factible, que el conseguir llegar a ser parte de esa clase privilegiada con la que un día soñamos.
En pocas palabras, el hijo de un trabajador, dentro del capitalismo, tiene muchas más opciones de acabar viviendo la crudeza del desempleo, la tragedia de un desahucio o la agonía de la pobreza por falta de recursos, que de acabar siendo parte de las clases privilegiadas, por más que nos empeñemos en soñar lo contrario. Ejemplos como lo que está sucediendo ahora mismo en Grecia y tantos otros sitios del mundo “desarrollado”, donde amplias capas de ese grupo social denominado “clases medias”, en realidad simples trabajadores y trabajadoras, se están viendo abocadas a vivir tremendas situaciones de exclusión social, a vivir en la pobreza, a comer de la caridad, o a dormir en un albergue, así lo demuestran.
Sin embargo, lejos de querer evitar que algo así pueda sucedernos, a nosotros o a nuestros hijos en un futuro, somos nosotros mismos, con esos sueños consumistas-capitalistas adquiridos, con nuestros deseos de llegar a ser lo que son hoy las clases privilegiadas, con nuestra creencia de que para tener éxito en la vida es necesario llegar a ser lo que hoy en día son tales clases privilegiadas, los que legitimamos y atamos nuestras cadenas, los que ponemos una espada de Damocles sobre el futuro, nuestro y de nuestros hijos. La indefensión a la que nos induce el consumismo-capitalismo, no solo nos convierte en personas que corren peligro de caer en cualquier momento en alguna de las múltiples situaciones de exclusión social que nos rodean, sino que nos hace legitimar el sistema que las produce, pese a que tal peligro solo afecta a los que son como nosotros, hijos e hijas de trabajadores y trabajadoras, y nunca a esos sujetos de las clases privilegiadas como los que un día soñamos ser, y otro día acabamos por descubrir que nunca seremos. Nosotros mismos nos podemos la soga al cuello.
6 Aprendemos a ser sujetos indefensos… y también defensores del sistema capitalista
Resumiendo, la frustración que genera el no poder alcanzar aquellos sueños consumistas-capitalistas que un día creímos posibles, no solo nos convierte en sujetos indefensos, sino que, por lo mismo, nos convierte en defensores a ultranza del sistema capitalista, el mismo sistema que tanto sufrimiento genera en tantas y tantas personas que, estos sí, son como nosotros: trabajadores y trabajadoras, nietos e hijos de trabajadores y trabajadoras, y futuros padres de trabajadores y trabajadoras. Miembros, en definitiva, de las clases trabajadoras, de las clases explotadas, y no de las clases privilegiadas explotadoras. Es la propia frustación inducida que nace a consecuencia de no haber sido capaces de satisfacer nuestros sueños de riqueza y poder adquiridos desde la infancia, lo que, a la postre, nos hace bajar los brazos y evitar en todo momento enfrentarnos al problema: el problema social que es en sí mismo el sistema capitalista, y de cual brotan muchos de los males sociales y económicos que nos afectan, o nos pueden afectar en el futuro, a nosotros o a nuestros hijos e hijas,a nuestros padres y madres, a nuestros hermanos y hermanas.
Es esa indefensión, en definitiva, producto y consecuencia final de todo nuestro proceso de socialización, la que nos hace aceptar el sistema capitalista, con sus injusticias y sus desigualdades, como si fuese algo natural, algo ante lo que no es posible tratar de buscar soluciones, pues, sencillamente, no lograremos encontrarlas. Es esa indefensión la que nos hace también quedarnos de brazos cruzados ante los abusos que sufrimos como miembros de las clases trabajadoras, y la que permite que veamos sin pestañear y que asumamos como naturales situaciones tan injustas y aberrantes, presentes por doquier a nuestro alrededor, como que mientras la mayoría de la sociedad ve poco a poco como sus condiciones socioeconómicas se van deteriorando a marchas forzadas, unos pocos privilegiados, esos que, no por casualidad, un día soñamos ser pero que nunca llegamos a serlo, se hacen cada vez más ricos. Y Es esa indefensión, en última instancia, la que nos impide levantarnos en masa contra el sistema y sus injusticias, en tanto que creemos que nada podemos hacer para luchar contra ellas, y que, caso de intentarlo, jamás lograremos que nada cambie, porque no es a nosotros a quien corresponde cambiar las cosas, sino a quienes tiene el poder y las competencias para ello: las clases privilegiadas, esa misma clase de la que nosotros nunca formaremos parte, y, por tanto, de cuyos privilegios, entre los que se encuentran, creemos, el poder cambiar las cosas, nunca podremos gozar.
Pero, en realidad, lejos de ser esta la verdad, cuando los sujetos de las clases trabajadoras acaban pensando así, ya se puede decir que se ha llegado a la culminación exitosa de la gran farsa consumista-capitalista. Es entonces cuando nos enfrentamos ante lo que los psicólogos conocen, en otro ámbitos de los estudios psicológicos, como la trampa de la “profecía autocumplida”, pues es esa sensación aprendida de que no podemos hacer nada por acabar con las injusticias del sistema, lo que, precisamente, garantiza que no podamos hacer nada, y lo que, en consecuencia, perpetúa de verdad esas injusticias; las mismas injusticias que cualquier día se pueden volver contra nosotros, sin que tampoco tengamos manera de evitarlo, una vez llegado el caso.
Nos volvemos entonces pasivos y sumisos, aunque, eso sí, por esa misma razón necesaria, no abandonamos nunca nuestros sueños de riqueza y poder consumistas-capitalistas (ya se encargan los medios de comunicación y la publicidad de que no lo hagamos jamás), todo lo más los desechamos como inalcanzables, pero no porque creamos, o nos hayamos dado cuenta, de que ya lo fuesen de partida en la inmensa mayoría de casos para las personas como nosotros, hijos e hijas de las clases trabajadoras, sino porque, simplemente, creemos, nosotros no hemos sido capaces de encontrar la manera de alcanzarlos. Pero otros sí, y eso nos frustra y nos vuelve todavía más indefensos, como a los alumnos del experimento que observaban a sus compañeros responder satisfactoriamente a las demandas de la profesora mientras ellos eran incapaces. Da igual que esos otros, como se ha dicho antes, sean un % apenas imperceptible del global de personas como nosotros, con que conozcamos un solo caso, en persona o por medio de la televisión (y aquí aparecen múltiples cada día, reales o ficticios), ya nos basta para darnos cuenta, sin tener necesidad alguna de replantearnos nada, de que no estábamos equivocados en nuestros sueños, sino que lo equivocado ha sido el camino que nosotros mismos hemos trazado para alcanzarlos, un camino que no hemos sabido recorrer hasta el final, que trazamos mal, y que, por ello, hemos acabado fracasando en nuestro intento por cumplir con nuestros sueños.
El miedo a no perder lo poco que hayamos logrado conseguir a lo largo de nuestras vidas, hace todo lo demás. No queremos cambiar nada porque poco nos importa que las cosas cambien, y porque, además, creemos que no podemos hacer nada para cambiarlas. Nos volvemos temerosos de que el solo hecho de intentar cambiarlas pueda convertirse, como así estamos seguros antes si quiera de intentarlo, en un nuevo fracaso, que, a su vez, nos pueda hacer perder lo poco que hayamos conseguido lograr antes, e incluso en el caso de no tener nada, el simple hecho de afrontar una tarea que ya de partida vemos como fracasada, nos paraliza y nos impide afrontarla. No confiamos en nuestra posibilidades para afrontar los problemas que nos genera el capitalismo luchando por acabar con el capitalismo, simplemente porque, tirando de resignación adquirida, creemos que debemos dejar que el capitalismo siga su curso, y, si sus injusticias algún día nos afectan a nosotros o a nuestros seres queridos, resignarnos también entonces a nuestra mala suerte.
7 Más que indefensos, marionetas del poder establecido
Somos seres indefensos de los de la peor calaña: aquellos que, con su indefensión aprendida, no solo no son capaces de afrontar soluciones revolucionarias para cambiar de raíz la causa que genera nuestros problemas, sino que viven por y para que tales problemas se extiendan cada vez más, y afecten al mayor número posible de personas, pues ese y no otro es el futuro del capitalismo: extender la miseria, el hambre, la pobreza y la injusticia a un número cada vez mayor de personas, para beneficio de un número cada vez menor de manos.
Esas mismas manos que un día soñamos tener, y que, al descubrir que nunca tendremos, nos convierten en seres indefensos incapaces de luchar por cambiar nada, porque nada queremos que cambie. Nos conformamos con resignarnos a lo que hay, y a seguir soñando, hasta el final de nuestras vidas, con ese golpe de suerte que nos lleve hasta aquel lugar entre la élite donde siempre quisimos estar, por más que sabemos que nunca llegará.
Y es que soñar con lo imposible es siempre más cómodo y fácil que organizarse y luchar por lo posible: por un cambio de sistema y por otro mundo mejor, para todos y todas, donde los niños sueñen con ser personas dignas y humanitarias, solidarias, enemigos a muerte de la injusticia social, de la pobreza y de la miseria, y no con ser esos ricos que, con su sola existencia junto a los miles de millones de personas empobrecidas que existen en el Planeta, ya demuestran lo profundamente injusto y desigual que es el capitalismo.
Pero mientras nuestros sueños sean convertirnos en uno de ellos, ¿qué se puede esperar luego de nosotros una vez nos demos cuenta de que nunca lo seremos? Desde luego, luchar por derrocar y cambiar el sistema, obviamente no. Más que indefensos, somos entonces marionetas del poder. Marionetas en manos de las clases privilegiadas.
Para que algo cambiase, primero habría que olvidar y renunciar a tales sueños, desarrollar consciencia de clase, y eso es precisamente lo que nuestra indefensión aprendida evita: porque esos sueños no son más que el producto de una sociedad capitalista donde el valor de las personas se mide por el valor de sus posesiones, donde para que haya unos pocos ricos tiene que jhaber muchos pobres, y eso es algo que solo podrá cambiar el día que el sistema capitalista sea derrocado de una vez y para siempre. Cosa que, con nuestra indefensión aprendida, como decimos, somos nosotros mismos quienes evitamos.
Como los perros del experimento de Seligman, aunque suframos y nos duela ser lo que somos dentro del capitalismo, hemos renunciado por completo a escapar de él, y hemos aprendido a no luchar por ello, sino simplemente a resignarnos en nuestro dolor y nuestro sufrimiento, el que vivamos, o el que podamos vivir en un futuro. Todo nos da igual, no queremos cambiar nada. Desarrollamos la consciencia de clase de la burguesía explotadora, en lugar de la consciencia de clase trabajadora. Esa es, finalmente, la consecuencia práctica de nuestra indefensión.
P.d. Ver arriba el vídeo del experimento en el aula.
Notas:
1 Seligman, Martin (1991). El optimismo es una ventaja y un placer que se adquiere. Buenos Aires. Atlántida.
2 Overmier J. B. y Seligman M. : “Effects of inescapable shock upon subsequent escape and avoidance responding”. Journal of comparative and physiological psychology, 63, (1), pags. 28-33, 1967.
3 Seligman M. y Maier S.: “Failure to escape traumatic shock”. Journal of experimental psychology, 74, pags. 1-9, 1967.