Volver a preguntarse qué nos hace hacer lo que hacemos. ¿Qué es eso que nos sostiene? La certeza de que motivación económica raramente ha conseguido sacar lo mejor de nosotros mismos.
No teníamos absoluta confianza en que las cosas que hacíamos fuesen a salir bien. Pero las hicimos: conseguimos morder el «es-imposible-no-puedo-no-sé» que nos maniataba. Pienso esto con la convicción de que no hay espacio para promesas ni utopías en el horizonte: hemos dejado de aguardar finales felices con fundido en negro. Habrá, lo sabemos, que ensayar nuevas relaciones aún a riesgo de no saber en qué consistirán exactamente ni a quienes conseguirán interpelar.
Por anfigorey en Invitados Sospechosos - Diagonal Periódico
Como en uno de esos concursos televisivos en los que se abre el suelo bajo los pies del concursante que no acierta la respuesta correcta, vemos despeñarse nuestros anhelos al abismo cuando debemos elegir, de entre todo lo que deseamos, lo más razonable, que coincide siempre con la mejor opción de empleabilidad. Enseguida nos encontramos guardando nuestros cuadernos de dibujo porque pintar no da dinero; y escondemos en un cajón todos nuestros lápices y papeles porque ¿a quién demonios le interesarían unos poemas como esos en un tiempo como éste? Quizás haya sido siempre así. La realidad nos exige constantemente renunciar a lo que deseamos hacer.
La rentabilidad se ha convertido ya en la medida de decidibilidad de lo que existe, nos dicta qué vale la pena producir y qué merece la pena ser. La producción en serie de mercancías deviene producción en serie de conciencias, y en tal viraje se clausuran nuestros deseos, se cierran uno tras otro con llave los cajones llenos de papeles y lápices de millones de personas en el mundo. Cualquier editor sabe que existen algunas novelas inéditas verdaderamente buenas dentro de esos cajones que quizás jamás serán leídas. Pero no por ello han dejado de escribirse novelas y poemas.
El principio de rentabilidad amenaza con neutralizar todos los ámbitos de lo social. Resulta difícil hacerle frente. La LOMCE define ya nuestra enseñanza como «el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país». Las leyes de educación siempre han dividido entre lo relevante y lo accesorio: lo obligatorio y lo optativo. Recientemente se decidió primero prescindir del Bachillerato de Artes Escénicas y, sólo después de la oposición de toda la comunidad educativa --y tras haber recortado hasta lo indecible el presupuesto y número de profesores por departamento--, se decide mantener el itinerario a elección de cada centro, pretendiendo que, tras haberle quitado el aguijón, siguiese volando la abeja. Imposible. Ése mismo ha sido el proceso general de desustancialización de la enseñanza de las humanidades con cada nueva ley educativa durante las últimas décadas.
Pero ¿cómo se sale de la disyunción rentable/no-rentable? Algo nos dice que no será contrarrestando el peso en la balanza, sino únicamente rompiendo el binomio, es decir, cuestionando la unidad de medida del valor. Cambiar la unidad que mide el valor, el dinero, no es en absoluto sencillo. ¿Quién da valor a las cosas? ¿Cómo medimos el valor? Sabemos que somos dueños sólo relativamente del dinero que manejamos a diario. Cualquier debacle del Banco Central Europeo haría que nuestro dinero dejase de tener valor en nuestras manos, quedaría reducido a papel. ¿Y si creamos nuestra moneda propia? De ese modo las diversas experiencias alrededor de las monedas sociales pretenden salir del régimen del interés y la especulación, para, en su lugar, fomentar “relaciones económicas igualitarias y basadas en el trabajo real”. Estas monedas, también conocidas como monedas complementarias, se fundamentan en relaciones de confianza entre los miembros de sus comunidades y conviven con el dinero oficial. Uno de sus principios ilustrativos es “intercambiar lo que tengo y sé hacer por lo que tiene o sabe hacer otra gente”. Pero ¿consigue la unidad de medida «hora de trabajo» --común en los bancos de tiempo-- cambiar sustancialmente el valor? ¿Será nuestra confianza la única fuerza capaz de resistir el empuje del mercado? ¿Cómo se crea una moneda social? ¿Son siquiera preguntas útiles éstas?
Lo cierto es que el reclamo del “emprendimiento social” no ha tardado en llegar a las grandes empresas. Un correo electrónico recibido hace unas semanas confirmaba mis sospechas: cualquiera de nuestros intentos por subvertir el estado de cosas actual es susceptible de ser fagocitado al instante. Uno de los mayores portales de empleo promociona ya su Banco de Tiempo bajo el lema “Intercambia tiempo y mejora tu empleabilidad”. De nuevo la espada de Damocles pende de un hilo a escasos centímetros de nuestra cabeza.
Es ahora cuando vuelvo a preguntarme qué nos hace hacer lo que hacemos. ¿Qué es eso que nos sostiene? Me lo pregunto con la certeza de que, para muchos, la motivación económica raramente ha conseguido sacar lo mejor de nosotros mismos; y, ni siquiera siempre --ni necesariamente-- teníamos absoluta confianza en que las cosas que hacíamos fuesen a salir bien. Pero las hicimos: conseguimos morder el «es-imposible-no-puedo-no-sé» que nos maniataba. Pienso esto con la convicción de que no hay espacio para promesas ni utopías en el horizonte: hemos dejado de aguardar finales felices con fundido en negro. Habrá, lo sabemos, que ensayar nuevas relaciones aún a riesgo de no saber en qué consistirán exactamente ni a quienes conseguirán interpelar. Al menos nosotros estaremos implicados. Eso sabremos.